Laia Sanz, la reina del motociclismo
Es la número uno de las competiciones mundiales sobre dos ruedas: Tiene 16 campeonatos del mundo y ha participado en cinco 'Dakar' Acostumbrada a competir con hombres, sueña con llegar a la cima
Laia Sanz es una estatua de barro de 1,80 metros y 77 kilos que avanza tambaleante a nuestro encuentro. Una espesa capa de lodo pegajoso, entreverado de vegetación, cubre cada centímetro de su cuerpo y su moto, que pesa siete kilos más que al comienzo de la competición cuatro horas antes. Le aguardan otras cuatro. Cojea ligeramente. Arrastra sobre los charcos unas pesadas botas de motorista de un blanco inmaculado hace unas horas, parduzcas ahora, y más cómodas y flexibles de lo que se podría suponer por su aparatoso aspecto. En la cintura, una riñonera surtida de herramientas, recambios (maneta de freno, cable de embrague, palanca de cambio) y el móvil envuelto en plásticos. Cuando se despoja fatigosamente del casco surge un rostro demacrado por la endiablada competición de enduro (aquí resistir es la clave), mugriento como un picador en la bocamina y con la melena, larga y caoba, enmarañada hasta adquirir la consistencia del estropajo. Está empapada; con la monacal ropa interior unisex rezumando humedad; sin aliento; proyecta una mirada dura y abstraída; sorbe ansiosa un cóctel de vitaminas y despacha de tres mordiscos un bocata de tortilla envuelto en plata mientras su pareja, Pedro Bianchi, también piloto y veterano del Rally Dakar, le apunta los tiempos y la previsión meteorológica. “Va a seguir lloviendo”. “Has perdido 20 segundos”. Laia suspira. Se disculpa y desaparece en un mínimo espacio de la cuneta entre la vegetación y la furgoneta para orinar. Alberto Tomé, el mecánico, intenta ajustar la baqueteada motocicleta KTM para la siguiente ronda cronometrada. Atruena en el paddock música pachanguera y el impostado comentarista que transmite en directo la carrera por los altavoces define a la corredora como “¡la guapísima Laia Sanz!, ¡la leyenda del Dakar!”. Nadie entendería que ese animador se refiriera al resto de pilotos, todos jóvenes, fornidos y desbordantes de testosterona, como guapísimos. Este negocio aún es así.
En un rally puedo estar dos semanas sin ducharme y no me muero; pero en el mundo normal me gusta estar guapa. Soy una mujer
Laia arranca su primera sonrisa. Y detrás de su máscara de mugre surge una cara de cría de ojos chispeantes y dentadura telegénica. Es grande de lejos. De cerca, corpulenta y guapa. Acostumbrada a vestir ropa deportiva sin sexo adornada con los logos de sus patrocinadores (“así no tengo que pensar qué me pongo”), es también capaz de subirse a una pasarela de moda si los intereses comerciales lo dictan. Y salir bien parada. “Cada cosa tiene su momento. En un rally puedo estar dos semanas sin ducharme y no me muero; pero en el mundo normal me gusta estar guapa. Soy una mujer. Y sí, tendré hijos”.
“Y necesito una manicura con urgencia”, bromea. Y extiende sus manos, pequeñas, casi delicadas: cada uno de sus pliegues está incrustado de tierra; la piel, surcada por cortes y cicatrices, y las uñas, empercudidas de grasa; las gira y muestra las palmas tapizadas de callos oscuros y rocosos. Las manos de una campeona. Laia es un referente mundial: la mejor motorista de la historia. La número uno sin discusión. Alguien que con su ejemplo, tesón y lucha solitaria ha abierto las puertas de un deporte de tíos a las mujeres. Sin ir más lejos, a María Herrero y Ana Carrasco (ambas de una generación posterior a la suya), en Moto3, una de las máximas categorías de velocidad sobre dos ruedas, que se enfrentan en directo cada dos domingos a una treintena de hombres en todos los circuitos del mundo. “Un deporte necesita un héroe nacional para popularizarse, conseguir minutos de televisión y lograr patrocinios. En el motociclismo femenino ya tenemos esa heroína: Laia Sanz”, explica un ejecutivo del show-business del motor que ha trabajado a su lado. La define como “tenaz, currante, empática y sacrificada”. Según ella misma, “que haya sido la novena este año en el Dakar está cambiando un mundo que era monopolio de los tíos; las tías se van a dar cuenta de que ganar es posible. Lo tendrán más fácil que yo. No estarán tan solas”.
A Laia no le gusta hablar de género cuando pilota. En el último Rally Dakar quedó por delante de un centenar de hombres. La mitad abandonó antes de cruzar la meta en Buenos Aires. Ella aguantó. “Para que Laia tire la toalla hay que sacarla en ambulancia”, explica Alberto Tomé, su mecánico. Ella da pistas de cómo entiende su papel de mujer en un mundo de hombres: “En pista no quiero que me vean como una chica; no quiero distinciones; quiero que me vean como un competidor y llegar al máximo en las mismas condiciones. Pido igualdad y respeto. No soy un bicho raro. Soy piloto. Cuando corro no pienso que soy mujer. Pienso en no caerme. De lo que se trata es de competir y ver quién gana. Soy consciente de que estoy en desigualdad de condiciones; mi físico es una barrera infranqueable frente a un hombre. Siempre estaré por debajo en resistencia y masa muscular. Nunca estaré al nivel de los más grandes; de alguien como Marc Coma (campeón cinco veces del Dakar). Ni en velocidad, ni en agresividad, ni en resistencia. Le veo correr y alucino. ¿Sabes lo que es ir a 180 por el desierto en moto sin tener claro lo que hay al otro lado de una loma? ¿Estar 12 horas tragando polvo y dormir cuatro? El dolor de brazos, de piernas, de lumbares. Cuando el cuerpo dice que no puede más y la cabeza dice que tienes que continuar. Me gusta esa vida. Me gusta esa soledad infinita. Me divierte ver hasta dónde puedo llegar, lo que puedo conseguir; siempre he mirado lejos. Para ganar necesito el listón alto. Y por eso me aburro corriendo contra mujeres; necesito más. Buscar mi límite”.
Esas manos machacadas son su biografía. También la lesión del hombro, la tendinitis en el codo izquierdo, la muñeca tocada o ese dedo gordo del pie izquierdo que estuvo a punto de perder en una prueba en Italia y que cuando se descalza ofrece un aspecto próximo al muñón: “Casi se me arrancó de un golpe con una roca; cuando me quité el calcetín y lo vi colgando, con dos fracturas abiertas, casi me desmayo, pero aguanté dos horas, hasta que la carrera terminó. Estuve tres meses convaleciente”.
No soy un bicho raro. Soy piloto. Cuando corro no pienso que soy mujer. Pienso en no caerme
Lleva 25 años sin bajarse (literalmente) de una moto, desde que tenía cuatro y le robaba la Cota 25 (el mismo modelo infantil de Montesa en el que aprendieron a pilotar los campeones del mundo Alex Crivillé o Jordi Tarrés) a su hermano Joan para perderse por su pueblo, Corbera de Llobregat (Barcelona), dando gas a tope a esa moto de juguete de 37 kilos (que pesaba el doble que ella), desde el viejo campo de fútbol hasta la ermita de Sant Ponç. La suya era una familia acomodada, deportista y amante del campo; ella, una niña inquieta e independiente que quemaba su superávit de energía jugando al fútbol, el tenis y el baloncesto. “Me llamaban marimacho porque me gustaban más los coches que las muñecas y siempre he tenido amigos chicos; he soportado muchos comentarios de ese tipo; al principio me afectaba; me llevaba disgustos; luego me ha servido de estímulo. Sí, he sufrido el machismo. Me han ofrecido motos mediocres y sueldos de mierda porque pensaban que lo mío era un capricho. Eso ha contribuido a que sea como soy. Nunca he tenido psicólogo; lo he suplido con fuerza mental. Yo no me rindo”.
Compitió por primera vez a los seis años; sus siete adversarios aquella mañana de 1992 en el Campeonato de trial de Cataluña eran chicos. Su madre, Maria Àngels, le animó a presentarse. Eulalia Sanz Pla-Giribert quedó octava; no se arrugó; no soltó una lágrima (jamás lo hace): “Aquello me motivó; me dio más ganas para seguir y ganarles la próxima vez”. Laia se acababa de contagiar del virus de la gasolina, inoculado por su padre, Jesús Sanz, un ingeniero leridano, grande y barbudo, adicto al motor, que llevaba a su familia al Rally de Cataluña y la fórmula 1 en las grandes ocasiones y restauraba coches de época; Laia ya nunca podría deshacerse de ese virus. Se convertiría en su vida, su pasión y su trabajo. “En moto era feliz. El fin de semana despertaba a mi padre temprano para que me llevara a las competiciones. Él me compró la moto y me inscribía en las pruebas. Fue mi primer sponsor. El mejor”.
Llegó el día de la revancha: con 12 años, Laia derrotaba a una parrilla de machos adolescentes en el Campeonato de Cataluña cadete de trial. “Antes de salir a la pista había escuchado a algunos padres que decían a sus hijos (con muy mala leche): ‘No importa que quedes el penúltimo, pero que no te gane la Laia’. No les preocupaba que sus hijos estuvieran en la cola siempre que yo quedara detrás. Lo peor que les podía pasar es que les ganara una chica. Alucino. Y esa forma de pensar todavía me la encuentro. En el último Dakar, Ivan Jakes, el piloto eslovaco con el que luchaba por la octava posición de la clasificación final, me dijo algo que no me gustó: ‘No puedo permitir que me ganes porque mi mujer no me deja volver a casa’. Al final, en la última etapa, me arrebató el octavo puesto. Imagino que su mujer se pondría muy contenta… Y hay compañeros que dicen por las esquinas que logré terminar en buena posición el rally porque tenía una moto oficial (la Honda CRF 450 Rally); otros, que el Dakar no debe ser tan duro cuando hasta yo lo puedo hacer. El machismo mezclado con la envidia es un cóctel explosivo. Me lo conozco de memoria. Desde niña”.
El machismo mezclado con la envidia es un cóctel explosivo. Me lo conozco de memoria. Desde niña
Con 15 años, conseguía su primer Campeonato del Mundo de trial femenino; llegarían 12 más y, a partir de 2012, tres campeonatos mundiales en la modalidad de enduro; y tres medallas de oro en los extremos X Games estadounidenses; y cinco participaciones en el Rally Dakar, la prueba de todoterreno más dura y mediática del planeta, que se desarrolla en enero en Latinoamérica (en la última edición, entre Bolivia, Argentina y Perú), recorre 9.000 kilómetros durante dos semanas y lleva a los competidores, sus monturas y sus equipos al límite: en una jornada pueden pasar de 50 grados de temperatura a menos 10, de la altura del mar a los 5.000 metros de los Andes, de pilotar sobre un desierto de sal a la ladera de una montaña nevada. Este año, Laia Sanz ha conseguido la mejor clasificación jamás conseguida por una mujer en la categoría de motos, el noveno puesto de la general (superando el récord de la francesa Christine Martin, décima en 1981). “A los pilotos, Laia nos hacía gracia: era algo exótico, una tía corriendo entre tíos; a partir de su primer Dakar la empezamos a respetar. Y hoy es una más entre nosotros y con más talento que la mayoría”, afirma un compañero que pide anonimato.
Diluvia este sábado de abril en el Monte do Gozo, aupado sobre Santiago de Compostela. El terreno donde transcurre la prueba se ha convertido en un lodazal propio de una retirada napoleónica. Pedazos de barro saltan de las ruedas de las motos como proyectiles. Los corredores pilotan ciegos con las viseras del casco opacas por las salpicaduras. Huele a cieno y gasolina. Se disputa a lo largo de tres días una de las pruebas del Campeonato de España de enduro. Es un recorrido lleno de trampas y obstáculos; de troncos y rocas que librar a máxima velocidad (sin matarse), que dobla en dimensión y esfuerzo el de la categoría femenina. No hay una mujer en kilómetros a la redonda. Laia Sanz compite en esa prueba con 20 hombres con el objetivo de entrenarse para el Mundial femenino de enduro y, sobre todo, para el Rally Dakar.
El circo que arrastra la competición de enduro y que este fin de semana se ha instalado en Santiago, con motos, caravanas, carpas y decenas de pilotos y mecánicos uniformados e inflados de logos, ofrece un aspecto dominguero. Con los mecánicos de KTM, el equipo de Laia Sanz, dando buena cuenta, en una suerte de merienda campestre, de fuet catalán y una tortilla, bajo una brillante carpa naranja (el color de la escudería) azotada por la lluvia y el granizo. La feria ambulante del enduro está en las antípodas de la sofisticación (y los millones) de la Fórmula 1 o de MotoGP. Si la máxima categoría del motociclismo, MotoGP, genera apenas un 10% del negocio de la Fórmula 1, estas categorías de motociclismo off road suponen ese mismo magro porcentaje de ingresos respecto a los de MotoGP. Algo similar ocurre con el sueldo de sus pilotos. Que aquí conducen sus furgonetas y pagan muchas veces a los mecánicos de su bolsillo. Los emolumentos se reducen si encima el piloto es una mujer, cuyo valor de cambio ha cotizado siempre a la baja en el patrocinio deportivo. Desde una de las grandes empresas españolas que financian el deporte del motor analizan el papel de las mujeres en el deporte profesional: “Ser mujer es un hándicap en cualquier deporte televisado. Las marcas patrocinadoras piensan que tienen menos tirón publicitario que los hombres, que llegan menos al consumidor, que su liderazgo social e interés mediático es bajo, y les ofrecen menos dinero. No apuestan por ellas. Y muchas veces, con ese cuento de que son menos populares, se aprovechan y les pagan una miseria. Eso le ha pasado a Laia. Y se equivocan, porque las deportistas de primer nivel son personas excepcionales y transmiten al consumidor una imagen positiva. Para empezar, de superación y tesón. El caso más evidente es Laia, que es un referente mundial en motociclismo, pero no es millonaria… ni de lejos”. Ella lo corrobora: “Como campeona del mundo de trial ganaba la sexta parte que el campeón masculino. Las marcas se excusan a la hora de pagarnos diciendo que su mercado son los hombres; que las tías no van en moto. Yo las he pasado putas. No tengo ni casa”.
Como campeona del mundo de trial ganaba la sexta parte que el campeón masculino
Durante 15 años, Laia Sanz dominó sin fisuras la modalidad de trial femenino a nivel mundial. El trial se corre con motocicletas ligeras, de apenas 70 kilos, a mínima velocidad, superando obstáculos con inclinaciones de hasta el 100%. El piloto va de pie en la moto, que maneja tanto con los brazos como con las piernas y las rodillas. Es la categoría más técnica; no importa la velocidad; importa la destreza, la habilidad y la limpieza de cada movimiento. Hay que tener la cabeza fría y dosificar bien la energía. Esos son los elementos que ha aportado el trial a Laia Sanz, de la que sus compañeros destacan su técnica impecable: “Suple la falta de fuerza con una forma impecable de pilotar. Domina la moto”, dicen. Ella describe las claves de su éxito: “No tengo la fuerza de un chico, pero tengo técnica y ganas. Otro punto fuerte mío, sobre todo en rally, es que hago bien el planeamiento de la carrera; dosifico bien mis fuerzas. El Dakar no consiste en salir fuerte y agotarte. Yo hago carreras inteligentes; conozco mis límites. Me conozco bien. Sé qué puedo y no puedo hacer. Y en las etapas que no se adaptan a mis cualidades intento pilotar lo más fino posible; no correr riesgos. Y espero a que llegue mi momento en la siguiente etapa. No todos los pilotos saben hacerlo. Yo soy menos agresiva. Corro con la cabeza. Lo más poderoso que tengo es la fuerza mental. Si eres sólido mentalmente, te cansas menos y cometes menos errores. Y el Dakar no lo gana el más rápido, sino el más regular. Gana el que no se autoelimina”.
A partir de 2010, y con la vista puesta obsesivamente en el Dakar, Laia se lanzó a aprender y competir en enduro, una modalidad radicalmente distinta al trial y la antesala de la modalidad de rallies (con un calendario propio de competiciones que transcurre en Abu Dabi, Qatar, Egipto, Cerdeña, Chile y Marruecos). Cuando se pilota una moto enduro, la clave es aguantar a lo largo de grandes recorridos cronometrados en campo abierto y en pistas extremas de obstáculos. Si el trial es habilidad, enduro es aguante y velocidad. Las motos alcanzan los 120 kilos de peso, están reforzadas con modernos materiales, llevan luces y permiten acometer sendas off road durante días. En 2012, Laia ganó su primer mundial femenino de enduro. Una corona que revalidaría los dos años siguientes. En esta temporada va notoriamente en cabeza. Al tiempo, alterna las pruebas femeninas con sus habituales podios en la modalidad masculina. Para no perder la costumbre.
Tras dominar trial y enduro, y proclamarse campeona del mundo de ambas, Laia estaba en 2011 lista para iniciar el tercer desafío de su vida, su sueño desde niña, competir en el Dakar: una leyenda más que una prueba deportiva. La competición motociclista más exigente del planeta, donde pilotar es sufrir, y el mínimo fallo, a toda velocidad y a lomos de una moto de 170 kilos cargada de gasolina, rozar la tragedia. Este rally es además, desde su creación en 1978 por el legendario motorista Thierry Sabine (que murió al estrellarse su helicóptero contra una duna durante la carrera de 1986), un espectáculo televisivo de primer orden, con una audiencia millonaria, situado estratégicamente en los primeros días del año, recién acabada la temporada de fórmula 1 y MotoGP, y con las Ligas de baloncesto y fútbol a medio gas. En ese marco, el negocio generado en torno al Rally Dakar se calcula en 50 millones de euros, es un escaparate perfecto de aventura, juventud y sacrificio para las marcas anunciantes, y el mejor banco de pruebas para que la industria del motor teste sus avances tecnológicos en condiciones extremas y los transfiera a continuación a sus motos de serie.
Metódica hasta la exasperación, antes de acometer el Dakar, Laia Sanz buscó al mejor maestro. El elegido fue el piloto español Jordi Arcarons (Vich, 1962), un profesional del enduro y los rallies que había participado en 16 ediciones del mítico Rally y conseguido cuatro segundos puestos y dos terceros. Arcarons es uno de los mejores y más veteranos pilotos de rally, que ya había preparado antes a dos campeones españoles para esa competición: Nani Roma (ganador en 2004) y Marc Coma (triunfador cinco veces).
Yo hago carreras inteligentes; conozco mis límites. Me conozco bien. Sé qué puedo y no puedo hacer
Las claves que le proporcionó Arcarons a Laia fueron cuatro: para terminar el Dakar (y tener aspiraciones de quedar entre los 10 primeros) no había que caerse (es decir, pilotar con inteligencia), no había que perderse (es decir, convertirse en un navegante consumado), no había que romper la moto (es decir, mimar la mecánica) y no había que derrumbarse (es decir, tener la mejor preparación física). Laia tomó nota. Lo más difícil para ella fue aprender a orientarse en el desierto; dominar la navegación con la única ayuda de una brújula y un libro de ruta, situado en el frontal de la moto, que se maneja desde la maneta izquierda del manillar, indica la dirección y los peligros del camino, y hay que interpretar mientras se conduce a 170 por hora. Y, lo que es peor, con el GPS capado, es decir, solo utilizable como recurso extremo en caso de emergencia (lo que supondría la descalificación de la carrera). Laia fue una alumna distinguida de Arcarons. En enero de este año, tras terminar en puestos discretos en las cuatro ediciones anteriores (con un notorio 16º en 2014), conseguía el noveno puesto en el Dakar. La mejor mujer de la historia. A partir de ahí, todo era posible.
En abril de este año, Laia Sanz firmaba un contrato con la empresa austriaca de motocicletas KTM como piloto oficial de la marca durante tres años, centrándose en los campeonatos mundiales de enduro, de rallies y el Dakar. Laia alcanzaba la cima del motociclismo off road a bordo de la KTM 450 Rally, una moto más ligera, sofisticada, con un menor consumo y fácil de pilotar que nunca antes. Y lo que es más importante, KTM ha ganado los últimos 13 Dakar y cuenta con uno de los equipos más poderosos de ese rally legendario, con 40 personas (principalmente mecánicos y logistas) sobre el terreno, camiones de 26 toneladas repletos de recambios y autocaravanas para el descanso de los pilotos. Y, sobre todo, es el equipo de Marc Coma, el campeón indiscutible del Dakar en motos. El catedrático. Todos los elementos se han alineado para que Laia Sanz demuestre hasta dónde puede llegar en igualdad de condiciones. Cuál es su límite. Y que se corone por fin como la reina del desierto.
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