Si yo fuera catalán
Huele a artificial esa fiebre. Se propaga cuando en España hay un Gobierno del PP del que uno entiende que cualquiera quiera separarse
Poco después de la Diada, se me preguntó en una entrevista por Cataluña, y contesté que hasta ahora no le había dedicado aquí una columna entera principalmente por dos razones: una, para no bailar al son de Mas, Junqueras y Forcadell, como lleva haciendo todo el mundo desde 2012; dos, porque me cuesta sentir el menor interés por esa cuestión. Si a mí me daría lo mismo que dejara de existir una nación llamada España en pro de un conjunto más amplio, Europa, no me pidan que comprenda el empecinamiento de una porción de catalanes en tener pasaporte propio, embajadas, selecciones deportivas y un ridículo ejército, como ha previsto la susodicha Carme Forcadell, esa especie de monja a la vez mandona y presumida, elevada a la categoría de “madre de la patria” pese a su inmensa capacidad para soltar sandeces como la siguiente, el 11 de septiembre: “Hoy, 300 años después de la derrota, hemos recuperado Barcelona”. Supongo que quería decir que la Cataluña más cerril se la había arrebatado a los barceloneses peligrosamente cosmopolitas, porque ya me explicarán a quién, si no.
Es cierto que Cataluña posee unas características muy marcadas, una lengua y una tradición cultural muy fuertes, y que su status no debería ser el mismo que el del resto de comunidades. Es respetable que muchos de sus habitantes deseen ser independientes, sin más razón que su voluntad o antojo. Pero uno se pregunta qué ha pasado, de 2012 a hoy, para que todo eso se haya exacerbado. Tras siglos de convivencia –casi nunca forzada–, ¿ha ocurrido algo muy grave? ¿Ha habido, por ejemplo, un amotinamiento de la población brutalmente reprimido por la Guardia Civil? ¿Se ha suspendido el Estatuto de Autonomía? ¿Se ha destituido o encarcelado al Presidente de la Generalitat? ¿Ha sucedido algo tan imperdonable como para prender la mecha, para que se tome una determinación tan tajante como escindirse de España? Uno no lo ve, aunque se esfuerce. Pequeñas afrentas, sí: una no pequeña la inició la tontuna de Zapatero, la prosiguió el PP al impugnar el nuevo Estatut aprobado en referéndum y la remató el Tribunal Constitucional al darle la razón a ese partido incompetente. Gran tacto el de todos ellos. Pero ¿en verdad es eso tan insoportable e irreversible como para crear la contagiosa fiebre, para romper todo vínculo? No olvidemos que ese nuevo Estatut se molestó en votarlo un número más bien exiguo de catalanes. El día de la consulta no pareció importarle tanto al conjunto. Y menosprecio catalán a los demás lo hay a diario.
Lo decisivo de una independencia no es el hecho en sí, sino en manos de quién queda uno”
Huele a artificial esa fiebre. Se propaga cuando en España hay un Gobierno del PP del que uno entiende que cualquiera quiera separarse. Cuando hay una aguda crisis económica. Cuando la Generalitat se anticipa a Rajoy en sus recortes, de modo que los catalanes los padecen por partida doble. Todo esto pasa inadvertido porque desde hace dos años no hay más urgencia ni asunto que la independencia. Es como si a los catalanes se los hubiera narcotizado o hipnotizado con eso, y hubieran dejado de existir los demás problemas y abusos, que sufren tanto como el resto. Una gigantesca cortina de humo para tapar que CiU y ERC llevan a cabo políticas tan feroces y derechistas como la del PP. Apenas se diferencian.
Personalmente, me traería sin cuidado que Cataluña se independizara, y me consta que lo mismo les ocurre a no pocos madrileños, que piensan: “Pues bueno, y allá se las compongan”. Ahora bien, si yo fuera catalán estaría aterrado ante la posibilidad. Intento imaginarme un Madrid independiente (ya sé que no es comparable, pero al fin y al cabo somos sólo un millón menos que en Cataluña). Un Madrid aislado, al que no salvarían de vez en cuando Andalucía, Asturias, Aragón o la propia Cataluña. Al que tampoco salvaría nunca la Unión Europea, de la que estaríamos excluidos. Un Madrid que quedaría a merced del PP durante décadas, si no para siempre. En el que el partido gobernante haría lo que le diera la gana sin cortapisas y sin rendir cuentas a nadie. Lo decisivo de una independencia no es el hecho en sí, sino en manos de quién queda uno, sin que nadie pueda venir en nuestra ayuda. El panorama catalán no es mucho mejor, en ese aspecto: una casi segura alternancia de CiU y ERC. El primero con todas las trazas de ser tan corrupto como el que más en España, tan dedicado a los negocios (y no al bienestar de los ciudadanos) como el PP. El segundo, además de calamitoso, frívolo y aventado, parece tener una dificultad congénita para entender la pluralidad y la democracia, así como nula idea de cómo gobernar, y quizá por eso se resiste a entrar en la Generalitat. La única vez que lo hizo, en tiempos recientes, fue en el llamado “tripartito”, con las responsabilidades difuminadas, y aun así su relativo mando resultó desastroso.
Esa es la cuestión. La independencia, muy bien. El aislamiento, lo sobrellevaremos y nos bastamos. Pero ¿en qué manos quedamos? ¿Quién podrá venir en nuestro auxilio si las cosas salen mal o nos arrepentimos? Yo doy gracias a que España no esté sola y dependa no sólo de Europa, sino del conjunto de sus comunidades, lo cual impide dictaduras o que ningún Gobierno se eternice. Eso no sucedería en un Madrid independiente, me temo, ni en una Cataluña independiente, estoy casi seguro. Así que lo dicho: con las perspectivas actuales, si yo fuera catalán tendría pánico. elpaissemanal@elpais.es
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