El fútbol y la vida
Sufro y gozo y hasta me atrevo a señalar un fuera de juego o un penalti no sancionados
Soy un turista del fútbol. Solo veo los partidos que hacen daño, lo mismo que el que visita la catedral de Burgos por “grande y por bonita”, y porque sale en la foto de las guías. Una forma de superficialidad malsana. De modo que me preparo un gin-tonic, me dejo caer sobre el sofá delante de la tele, me pongo de parte de uno de los equipos (sin que nada me impida cambiar de preferencias a mitad del juego) y me embarga por unos momentos la rara sensación de que la colectividad me pertenece y de que yo pertenezco a ella. Me incorporo, en fin, a esa suerte de cuerpo místico formado por la afición igual que el que se aturde un domingo por la tarde en el parque de atracciones. Lógicamente, y como pieza que soy de ese cuerpo extraño, sufro y gozo y hasta me atrevo a señalar un fuera de juego o un penalti no sancionados.
También aprendo. Del partido España-Holanda aprendí, por ejemplo, que Robben es un diablo. Juega con el odio con el que deberíamos escribir. Aprendí además que los partidos y la vida se pierden antes en la cabeza que en la realidad. Los jugadores españoles se retiraron al vestuario, tras el primer tiempo, con expresión de derrota. Cuando volvieron, ya habían perdido mentalmente. Podrían haberse ahorrado el segundo. Tenían todos la expresión perpleja de Casillas que a cuatro patas, sobre el césped, parece preguntarse qué hace allí, quizá qué hace en la vida. Comparen la expresión de rencor del que está a punto de disparar con la del portero que, a punto de ser fusilado, recuerda quizá aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo
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