El monstruoso monumento del amor
El Pont des Arts de París se ha transformado en una embajada más para un síndrome reciente de la masa turística global: las parejas que quieren dejar testimonio de su relación a través de un candado
Como usted, mi vecina y como casi todo el mundo, yo también fui al Pont des Arts por culpa de Rayuela. En el centenario del nacimiento de Cortázar serán muchos los lectores que piensen en peregrinar al escenario parisiense donde comienza la novela y donde Cartier-Bresson le hizo a Sartre su foto más famosa. Si cometen ese error, no reconocerán el puente: ni luz de olivo ni ceniza ni magas ni filósofos existencialistas, solo cientos de miles de candados, cada uno con los nombres de una pareja y su corazoncito. Son tantos que las autoridades parisienses han alertado sobre el peligro de que la estructura se esté resintiendo por el insoportable peso del amor.
Ramal, que no me quiere revelar cuántos candados vende al día (a cuatro, cinco y seis euros, según el tamaño, la tinta del rotulador es gratis), porque es su “negocio”, me cuenta que muchos turistas se los traen desde casa. Es cierto: incluso con las inscripciones. Esas dos parejas deben de ser de la misma ciudad norteamericana: idénticos candados rojos con “Tim loves Dan” y “Tony loves Mark”. En Rusia, la tendencia son los candados gruesos, antiguos, oxidados: junto a los caracteres en cirílico, “From Russia with love”. También deja aquí su marca el amor familiar: “Lupita, Paco, Lili, Pablo, Fer, Marcos, Dani, Papá”. Una pareja oriental ha forrado con celo sobre el metal sus fotos en blanco y negro. Hay incluso amantes convertidos en hashtag: “#partygoat” y “#trancepaca” (los encuentro en Instagram y el candado se inscribe en la serie que va desde la boda hasta el bebé). Los hay más radicales: cadenas de moto, candados de bicicleta y hasta de gimnasio, con combinación numérica y sin ningún mensaje sentimental.
La capital del amor se ha convertido en una simple embajada. Porque el Pont des Arts no es más que la copia francesa del Ponte Milvio, también saturado de candados. Pocos turistas son ahora conscientes del origen, pero en 2006 los primeros fieles imitaban conscientemente a los personajes de la novela Tengo ganas de ti, de Federico Moccia. La moda, desmemoriada, ha invadido los puentes de todo el mundo. No es la primera vez –ni será la última– que un producto cultural crea una tradición turística: en 1954 nació, junto con la película Tres monedas en la fuente, el gesto que permitió al Ayuntamiento de Roma recaudar el año pasado un millón de euros de la Fontana de Trevi. La esencia del turismo es la repetición ritual. Traduce a los códigos actuales las costumbres de los antiguos peregrinos y devotos, materiales y sobre todo inmateriales. Ahora ya no nos contentamos con pedir un deseo o tocar la estatua de un santo: queremos dejar nuestra huella para siempre. La lógica del souvenir invertido: en vez de llevarnos un recuerdo, dejamos el nuestro.
El espacio público se transforma en ámbitos de performances e instalaciones colectivas. Camino hasta el Pont de l’Alma. Cuando murió aquí Diana en 1997, esa estatua –que reproduce a tamaño real la llama de la Estatua de la Libertad– se convirtió en su memorial espontáneo. Durante años hubo aquí flores, velas, cartas; ahora solo quedan algunos grafitis. Y han comenzado a aparecer candados. ¿Sabrán “Meritxell x Josep Lluís” quiénes son Moccia, Sartre y Cortázar? ¿Serán conscientes de que su candado no puede significar amor en este contexto de libertad y muerte? Los candados se extienden por los puentes del mundo y sus proximidades como una monstruosa instalación colectiva, espontánea, definitiva. Ninguna obra de arte ha representado con tanta contundencia la masa turística global.
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