Los obreros de la cocaína
Perú se ha convertido en el primer productor mundial de cocaína, según la ONU Este es un viaje al VRAEM, a las raíces del narcotráfico Una historia de campesinos cocaleros que juran defender sus cultivos El Gobierno ha anunciado la erradicación de estos laboratorios en la selva
Oscurece, pero el conductor del todoterreno se resiste a encender los faros. Esas son las instrucciones. “Nos están esperando”. A los dos lados, la selva peruana envuelve ese camino y reclama lo que es suyo. Entre la espesura aparece una mano. Un joven ordena que el coche se detenga. “Por aquí, rápido”, susurra señalando un sendero entre la maleza. Hay que moverse deprisa, en silencio. Se oye el rumor de un río. Un olor intenso a químicos comienza a llenarlo todo. Al final del sendero aparece una piscina precaria y pestilente: la poza de maceración, el lugar en el que la hoja de coca se convierte en droga.
Denis (seudónimo), el dueño, está nervioso. Ayer, los helicópteros de la policía y el Ejército peruanos asaltaron una poza cercana. Se mete dentro de ella como el vendimiador entra en la cuba para pisar la uva. La hoja de coca, cientos de kilos de ella, flota en un líquido mezcla de gasolina y agua. El pocero va y viene por la piscina, removiendo, pisando la mezcla. Se calza unas botas de agua que sirven para poco, porque el líquido le llega a las rodillas y se le mete en los pies. Pide unas cuantas bolsas y las vierte en la piscina: lejía y una sal especial que harán que la hoja suelte todo el alcaloide, el principio activo… La cal y el amonio vendrán después, para cuajar la pasta y fijar la droga. Pero antes, Denis se baja la bragueta y orina en la mezcla. “El piche es lo que da el sabor de verdad”, dice.
Estamos en el sur de Perú, en un lugar que todo el mundo conoce por sus iniciales: el VRAEM, el Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro, tres afluentes amazónicos que dibujan un paisaje hermoso de selvas de montaña y valles a dos días en coche de Lima. Un lugar de casas míseras que solo muestra la riqueza que esconde en forma de las omnipresentes Toyota pickups. Un enclave que en la mente de los peruanos que no lo habitan suena solo a dos cosas: droga y Sendero Luminoso. Para sus habitantes, el VRAEM es un lugar satanizado por un Estado solo presente en su forma más militar y represiva.
El último informe de Naciones Unidas dibujaba el VRAEM como el lugar del mundo con la mayor concentración de cultivos de hoja de coca, producción de pasta base de cocaína y clorhidrato de cocaína. Si la producción mundial de cocaína se estima en unas 1.100 toneladas, casi 200 salen de las 20.000 hectáreas que se cultivan en el valle. Ese mismo estudio aupaba a Perú al puesto de mayor productor, igualando e incluso superando en clorhidrato por primera vez a Colombia. Es lo que los expertos conocen como “efecto globo”: la presión de las autoridades colombianas sobre el narco y la erradicación han empujado los cultivos y el tráfico hacia Perú. El informe, rebatido por el Gobierno peruano por sus metodologías, refleja un hecho incontestable: Perú se ha convertido en los últimos años en el gran granero del tráfico de drogas cocaínicas. ¿Pero cómo se ha llegado hasta aquí?.
Las laderas cercanas a localidades del VRAEM como Kimbiri, Pichari, Monterrico, Pichiwillca o San Cristóbal parecen una respuesta en sí mismas. Los cocales, divididos en minifundios de menos de una hectárea, se suceden uno detrás de otro. Algunos han sido cosechados ya en una de las tres o cuatro raspas que permite la planta cada año. Otros muestran la hoja en todo su esplendor, y es en esa hoja donde empezamos a encontrar respuestas. La variedad omnipresente en el VRAEM es la pluma de loro, la que contiene la mayor proporción de alcaloide. Esto hace que con apenas la tercera parte de extensión de cultivos de todo el país, el valle concentre más de la mitad de la producción de cocaína. Hasta hoy, aquí no se ha erradicado ni una sola planta de coca. Jamás.
“En el cultivo de coca en Perú, que tiene unos 5.000 años de historia, hay una tremenda confusión legislativa y política”, dice Ricardo Soberón, del Centro de Investigación Drogas y Derechos Humanos. “Para empezar, hay un cultivo para uso tradicional, ancestral (la hoja de coca que se masca). El código penal de 1991 dice que el delito del narcotráfico empieza en la transformación. Sin embargo, la policía, influenciada por la cooperación estadounidense, sigue aplicando la ley de 1978, que sí penalizaba al productor. No te meten en la cárcel, pero te erradican”. El caso del abogado Soberón, que llegó a ser el Zar antidrogas en los primeros meses de gobierno de Ollanta Humala y hoy asesora en la materia a Gobiernos como el de Evo Morales, refleja la disyuntiva de Perú. Humala eligió a Soberón para el cargo después de una campaña presidencial en la que se opuso a lo que él llamó la “erradicación compulsiva”, lo que le valió un apoyo masivo en las cuencas cocaleras. Sin embargo, a los cinco meses de mandato, Humala sustituyó a Soberón y puso al frente a Carmen Masías, una fujimorista que impulsó políticas más contundentes de erradicación.
Para los responsables de DEVIDA, el departamento que dirigió Soberón y ahora Masías, ni ha habido tal cambio de rumbo, ni hay tal confusión legislativa. “En el Perú existe un número de cultivos legales que están dentro del empadronamiento de 1978; todo lo demás es ilegal”, asegura Alberto Hart, responsable de compromiso global de DEVIDA. “Los planes del Gobierno son claros. Tenemos que llegar a 2016 con la menor cantidad de hoja de coca. En 2012 conseguimos una reducción del 3,4%. En 2013 estimamos que fue del 12%. Este año se va a erradicar en el VRAEM. Es un desafío grande, quizá el más grande que hemos enfrentado. Allí se conjuga muy claramente, como no resulta en otros valles cocaleros, la asociación entre narcotráfico y los remanentes de Sendero Luminoso. Vamos a llevar el Estado allí donde no estuvo. Esto significa no solo erradicar, sino llevar infraestructuras, salubridad, educación, seguridad…”.
En Perú, el comercio de la hoja de coca legal es monopolio de ENACO, una empresa estatal que compra la hoja a los campesinos empadronados. Esa, al menos, es la teoría. En la oficina que ENACO tiene en San Francisco, dos hombres descansan después de haber recorrido el valle para comprar hoja de coca. Un letrero en la pared marca los precios. Noventa soles la arroba (dos euros el kilo) por hoja de primera calidad. Juvenal Verapaz, el encargado de la oficina, es un hombre resignado. “Nuestro objetivo para este mes era comprar 20 toneladas”, explica Verapaz. “Estamos a finales, y apenas hemos llegado a siete. No nos venden a nosotros, porque los otros pagan 150 soles por la arroba (3,50 euros el kilo) y además les da igual la calidad. Pero ¿qué podemos hacer? A veces incluso coincidimos con los otros intentando comprar la misma hoja. ¿Qué hacemos? Pedir que nos den algo a nosotros también, aunque sea un poquito. No te puedes meter con ellos”.
A unos kilómetros de allí, en San Cristóbal, una docena de hombres, mujeres e incluso niños cosechan un cocal. Es un trabajo duro que destroza las manos. Arrancan la hoja de los palos leñosos de la planta, parecidos a los sarmientos de la vid. Sobre el camino, en grandes toldos negros, otro grupo esparce con los pies la hoja cosechada para que se seque al sol. En San Cristóbal viven en zozobra. Desde que el Gobierno anunció la erradicación, ven peligrar su sustento. “No es que nos aferremos a esto de la coca. Es que no vemos una alternativa. Es el pan y la educación de nuestros hijos. Aquí todos somos minifundistas, gente que vino de la Sierra, de los Andes, huyendo de la violencia de Sendero, y que cogió un trozo de monte y empezó a cultivarlo. Tenemos una hectárea o menos de terreno. Si siembras café o cacao, como propone el Gobierno, tardas en cosecharlo tres años y luego hay que sacarlo del valle para la exportación. ¿Cómo lo haces si solo tienes una hectárea? No hay carreteras. Ahora dicen que van a venir a erradicar nuestra coca. No lo vamos a permitir”, comenta Primitivo Ramírez, alcalde de Puerto Mayo, mientras observa la cosecha.
La producción mundial de cocaína se estima en 1.100 toneladas. 200 salen del VRAEM
Cayo Portal, uno de los dirigentes, asegura: “ENACO solo quiere comprar la hoja de mejor calidad y paga poco. Encima hay que llevarles la hoja a ellos. Si lo haces y por el camino te para la policía, tienes problemas porque no creen que vayas a llevar la hoja a ENACO. Al final, los otros te lo ponen más fácil. Vienen hasta aquí, compran toda la hoja sin importar la calidad y pagan bien. El campesino no pregunta”.
El de los cocaleros no es el negocio boyante que uno pudiera esperar de la materia prima del narcotráfico. Una hectárea en el VRAEM produce unos 1.500 kilos al año de hoja. Aun vendida a su precio máximo, no deja más de 2.500 euros de beneficio neto. Lo justo para mantener a toda una familia durante un año. Poco más.
–¿Saben ustedes cuál es el valor de un gramo de cocaína en las calles de España?
–Ni idea –contesta Portal.
–Unos 60 euros.
Portal hace las cuentas en su cabeza, lo pasa a soles y arquea las cejas, atónito.
–¿En serio?
San Cristóbal, como otros pueblos del valle, está organizado en autodefensas, milicias campesinas que se armaron para defenderse del acoso de Sendero Luminoso en los ochenta y noventa. Fueron esas autodefensas las que provocaron el repliegue de la guerrilla, asumiendo la primera línea y vertiendo la mayor cantidad de sangre. “Duele escuchar ahora al Gobierno hablar de narcoterrorismo en el VRAEM y pintarnos a los cocaleros como parte de algún tipo de asociación con Sendero”, dice Ramírez, el alcalde de Puerto Mayo. “Mire, a nosotros la guerrilla nos quemó este pueblo. Y luego venía el Ejército y nos acusaba de ayudar a la guerrilla. Tuvimos que armarnos porque el Estado no nos defendía. Y seguían matando a nuestros amigos, los cuerpos aparecían en el río Apurímac y a veces se los comían los gallinazos [buitres] porque no podíamos ir a recogerlos. Entonces vinieron los colombianos y nos dijeron: ‘Planten hoja de coca y les daremos armas’. Ahora nos dicen que estamos protegidos por Sendero y que van a venir a erradicar nuestra coca. Pues aquí la gente está armada y se va a defender. Esto va a ser un conflicto armado”.
Alberto Hart, el responsable de compromiso global de DEVIDA, contesta al respecto: “Para un campesino cocalero hay mucho en esta historia de ‘esto es mi cultivo y de eso vivo’. Sí, es lo que les da ingresos ahora. Pero a la vez es lo que les pone más en riesgo y, en realidad, les da muy poco. En esas zonas, lo que la coca deja es pobreza, tierras absolutamente erosionadas y ríos contaminados por los químicos. Definitivamente la intervención en el VRAEM va a ser distinta de la intervención en otras cuencas. Es un área donde hay presencia de Sendero Luminoso. Existe la posibilidad de un conflicto. Nadie niega eso, pero vamos a poner todos los medios para que no se produzca”.
En cambio, el ex-Zar antidrogas Soberón piensa que “la erradicación no ha funcionado ni va a funcionar. En 2000 había 30.000 hectáreas de hoja de coca en este país. En los siguientes diez años se erradicaron 100.000 hectáreas con dinero estadounidense y hoy tenemos 59.000 hectáreas de coca, casi el doble”. Y añade: “Lo único que hace la erradicación es trasladar el conflicto a otra parte, fragmentándolo y haciéndolo más difícil de encarar. El problema es social. El narcotráfico se ha convertido en la única forma en la que las poblaciones excluidas se insertan en la globalización económica”.
La hoja de coca que cultivan en lugares como San Cristóbal la compran poceros como Denis. Y es allí donde se cruza, ya sin lugar a dudas, la frontera de la legalidad y se ingresa en el narcotráfico. “No es un negocio fácil, y tampoco te deja mucho, pero aquí no hay otra cosa”, dice Denis. “O trabajas en la poza o cultivas la hoja o llevas químicos o sirves comidas para los que lo hacen. Es lo que hay. Para sacar unos seis kilos de pasta base tienes que gastar unos 11.000 soles en hoja (alrededor de 3.000 euros) y unos 7.000 (1.800 euros) en productos químicos. El kilo de pasta base está ahora a unos 1.000 dólares (770 euros). Al final, por cada poza, después de pagar a la gente que trabaja conmigo, me quedan unos 1.000 dólares. Trato de sacar una poza a la semana, pero muchas veces la hoja escasea y sacamos una o dos al mes”. Es decir, que gana entre 700 y 3.000 euros al mes por un oficio que lo coloca en la ilegalidad. “Llevo ocho años en esto. Antes era peón, trabajé, ahorré mi plata y aprendí el negocio, como ahora se lo estoy enseñando a mi hijo de 12 años, para que pueda ayudarme y hacerse cargo cuando yo no pueda”.
La pasta base de Denis, como la de otros poceros, sale del VRAEM de todas las formas posibles hacia los grandes mercados del primer mundo. La vía que más preocupa al Gobierno es la reaparición de los narcovuelos, pequeñas avionetas capaces de aterrizar en las pistas clandestinas que no es difícil encontrar a lo largo de todo el valle. Los campesinos de la zona cuentan a El País Semanal cómo entre las cinco y las ocho de la mañana aterrizan y despegan cargados entre cuatro y cinco vuelos diarios. El destino de esos viajes es Bolivia.
¿Por qué viaja la droga hacia el sur cuando los grandes mercados están en Europa y en Estados Unidos? ¿Por qué lo hace en forma de pasta base y no como clorhidrato ya refinado? Perú ha encontrado acomodo dentro de las redes internacionales del narcotráfico como proveedor de materia prima y, puntualmente, de clorhidrato cuando la demanda así lo exige. Esa demanda rápida se atiende con mulas humanas que se meten hasta un kilo de droga en el estómago para intentar coronar en Europa. La gran mayoría de ellos, españoles. Pero el principal negocio es la pasta base. El dinero está en el traslado de la droga al primer mundo, controlado cada vez más por carteles no productores como los mexicanos, o por carteles colombianos con más dificultades que antaño para producir pasta base. En ese contexto, las familias que dirigen el narcotráfico en Perú resultan ser socios fieles y poco ambiciosos, que no sienten la necesidad de pelear ni con colombianos ni con mexicanos por el control. “Mueven unos 1.600 millones de dólares”, apunta el ex-Zar antidrogas Soberón.
"Dicen que van a erradicar nuestra coca. Aquí la gente está armada y se va a defender"
Exportar pasta base y no clorhidrato es más barato. La pasta abunda, y los laboratorios para procesarla, no tanto. Además, la diferencia de precio entre uno y otro apenas justifica esforzarse en la transformación. Tampoco es una cuestión de volumen. Con dos kilos de pasta base se puede elaborar uno de cocaína pura. La pasta es, además, mucho más versátil. Cuando llega a los laboratorios bolivianos, puede convertirse no solo en clorhidrato para los mercados europeos (el 60% de la droga que llega al Viejo Continente es peruana), sino también en crack con destino al mercado brasileño, segundo del mundo en sustancias cocaínicas. Se aprovecha hasta el residuo de la cocción de la pasta, que acabará convertido en paco, para los suburbios de Buenos Aires, o en bazuco, en otras ciudades latinoamericanas.
En Bolivia, los narcos se aprovechan de un descontrol aún mayor que el peruano. “El otro día me llamó un amigo que está en el negocio. La policía lo detuvo en Bolivia, pero soltó 100.000 dólares y en 10 minutos estaba en la calle. A mí, cuando me dedicaba a esto y me detuvieron en Perú hace unos años, me costó 300.000 y un día entero en salir”, dice Miguel (seudónimo), un antiguo narco que movía millones de dólares en cocaína hasta que su socio colombiano le engañó entregándole como pago una maleta que tenía solo una capa de billetes y el resto eran recortes de periódico. Ese día lo perdió todo, pensó que lo iban a matar. No ocurrió. “Esto no es México, aquí no se mata por gusto. El narco en Perú está bien organizado, es la misma comunidad la que te pide cuentas cuando tratas de engañar a alguien. El otro día mataron a un amigo mío. Fueron cuatro tipos que quisieron robarle la mercancía. A uno ya lo han matado, a los otros tres los tiene la policía, pero los van a hacer desaparecer. Si alguien la hace, la paga”, insiste Miguel. La imagen que transmite este antiguo narco puede resultar optimista, pero lo cierto es que cuando uno se acerca al VRAEM no siente ese nivel de violencia que se le puede suponer a la “capital mundial de la cocaína”. Es mucho más sutil, más soterrado.
La droga de Denis no sale por avioneta, sino de una forma mucho más artesanal: la lleva su sobrino a cuestas, cargada en su mochila. Son los llamados cargachos, o mochileros, jóvenes que se juegan la vida con ocho o 10 kilos de pasta a la espalda, atravesando a pie medio país, por montañas y selvas, para llevarla hasta los laboratorios. Casi siempre andan armados y en grupo. “El peor momento es antes de salir. Pienso: ‘no sé si regresaré acá con vida’. Porque esto es vida o muerte, en esto consiste el trabajo”, dice Julián, el mochilero que hoy llevará la carga de Denis. Cuatro paquetes de dos kilos cada uno. A Julián le quedarán 400 euros por una semana de viaje.
Como las rutas se han vuelto cada vez más inseguras y es crucial para el narcotráfico asegurarlas, la oportunidad se ha presentado para los remanentes de Sendero Luminoso que habitan el VRAEM. Tras la caída de Abimael Guzmán, lo que quedó de su guerrilla sufrió un proceso de revisión. Unos abandonaron las armas, otros siguieron en el monte, pero ya no quisieron ser esa fuerza que asesinaba a todo el que se mostrase en contra de sus ideas. “Ahora seducen más que imponen. Siguen siendo igual de malos, pero los campesinos notan el cambio. Antes eran los terrucos [terroristas]. Ahora son los tíos”, cuenta Soberón. Para sostener su guerra, los senderistas prestan su protección a algunos convoyes y a algunas pistas de aterrizaje a cambio de dinero. No parece que Sendero participe de otros estadios del narcotráfico. Es esa asociación la que hace al Gobierno peruano hablar constantemente de “narcoterrorismo” en el valle y lo que ha llevado a Humala a aumentar el despliegue militar hasta colocar bases contrainsurgentes en cada pueblo en disputa. Sobre el terreno, lo que parece haber más bien es mucho narcotráfico y algo de guerrilla. Hay narcos que tratan con Sendero y otros que no. Los 400 hombres armados de la guerrilla, según las estimaciones más realistas, no dan para tanto.
Vizcatán es el bastión de Sendero, un lugar en el que Humala juró colocar el pabellón nacional. Hasta ahora se le resiste, a pesar del esfuerzo mayúsculo de las Fuerzas Armadas y la policía. Muy cerca de allí, en el pueblo de Unión Mantaro, en uno de los costados del valle, al fondo de una sucesión de campos de hoja de coca, se vive el frente de esta guerra de guerrillas. Sendero ha matado a un soldado. El Ejército, que tiene en el pueblo un fuerte apenas hecho con sacos terreros y jalonado por la pintura de una calavera con la inscripción “solo para hombres”, ha pedido refuerzos. Llega un helicóptero artillado. Suelta su carga, balas de 30 milímetros que martillean la selva. Las cápsulas disparadas caen sobre Unión Mantaro. “Llevamos tres días así. Se colocan en medio de la población. Nos convierten en escudos humanos”, dice Ramón Avilés, un vecino.
Del monte baja una mujer llorando porque el Ejército se llevó a su marido y a su hijo después del intercambio de disparos. “Dicen que se los han llevado de guías, para que les muestren dónde está el Sendero. Pero nosotros solo estamos en el medio. No somos narcoterroristas”, dice Dina Huallasco. El riesgo es que, ahora que se acerca la erradicación, Sendero vea otra oportunidad para ganar apoyo defendiendo los cultivos de coca. Sobre el VRAEM se cierne otro conflicto.
Denis sale de su poza. Tira los químicos que le han sobrado al río y vuelve a casa con un par de kilos de pasta: “En el mundo hay tres clases de oro. El oro legal es el oro dorado. Está el oro negro, el petróleo, y está el oro blanco, la coca. Por los tres, todo el mundo lucha. Y por los tres, cada uno busca su muerte”.
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