El tiempo del Príncipe
'El País Semanal ' hizo este retrato de Felipe de Borbón cuando cumplió 45 años, en el momento de mayor turbulencia de la Monarquía
En torno a la una de la tarde del martes 30 de enero de 1968, el príncipe Juan Carlos de Borbón, de 30 años, ajustado traje oscuro a medida y un cigarrillo negro tras otro, marcó el número del palacio de El Pardo en el teléfono color pastel de la habitación 604 del sanatorio Nuestra Señora de Loreto de Madrid para anunciar a Franco que su esposa, Sofía de Grecia, acababa de dar a luz a su tercer hijo. Había sido un parto natural. Apenas 20 minutos. Era un varón. Un heredero. Una apuesta de futuro. El dictador parecía feliz. “¿Es machote?”, preguntó al Príncipe. “Sí, mucho, mi general, como su padre”. Y se echaron a reír. Dos días más tarde acordaron cómo se iba a llamar. Juan Carlos optó por Felipe, frente a la otra posibilidad barajada, Fernando. Eran dos nombres emblemáticos de la realeza española y de la estirpe de los Borbones. El dictador estuvo conforme: “Fernando VII todavía está muy cerca; los felipes son más antiguos”, sentenció.
El recién nacido era grande, rubio y de ojos azules. Un par de días más tarde, Juan Carlos permitió que los periodistas le fotografiaran (“sin flas”, exigió) en una habitación del hospital y brindó con ellos con cava. Estaba exultante. Esa anhelada descendencia masculina le acercaba un poco más al trono. Más allá, le daba la oportunidad de materializar algún día esa idea de España que andaba rumiando: conseguir los poderes que detentaba el dictador para entregárselos a la nación rumbo a la reconciliación y la democracia. La hoja de ruta de don Juan Carlos era prescindir del poder heredado del dictador para alcanzar capacidad de influencia y, sobre todo, de representación, arbitraje y moderación entre los españoles. Convertirse en un símbolo aceptado por todos. Aún tendría que esperar al verano de 1969 para que el anciano general le nombrara sucesor, pero las cosas empezaban a rodar tras dos décadas de una travesía del desierto que había comenzado cuando tenía diez años, lejos de sus padres, rodeado de curas y generales y sin tener una posición clara en el régimen: dentro, pero fuera del sistema; ninguneado, controlado y espiado. Mudo. Como confesó al escritor José Luis de Vilallonga, “la soledad comienza con el silencio que es necesario saber guardar. He pasado años sabiendo que cada una de las palabras que pronunciaba iban a ser repetidas en las altas esferas, después de haber sido analizadas e interpretadas según sus conveniencias por gente que no siempre deseaba mi bien. Aprendí a mirar, a escuchar y a callarme”.
“¿Es machote?”, preguntó Franco a Juan Carlos cuando nació Felipe
Con los años, aquel recién nacido, Felipe de Borbón, haría suyo ese consejo: hablar lo justo y nunca mal de nadie en público. Observar. Dominar el arte de la contención. No confiarse. Huir del protagonismo. Tener una conducta intachable. Esperar sin impaciencia. Sonreír. Obedecer. Aguantar. De ese estricto puzle surge una imagen del heredero en ocasiones distante y hermética. El Príncipe no concede entrevistas (estuvo a punto de hacer una en televisión, pero al final la Casa del Rey se echó atrás) y sus declaraciones off the record son contadas. Solo escarbando en sus discursos, donde siempre hila tan fino como si tejiera las barbas de un antílope de Cachemira, se vislumbra algún indicio de lo que piensa. En 2006 me confirmó que los que pronuncia en torno a sus fundaciones (Príncipe de Asturias y Príncipe de Girona) “son los más míos; en ellos siempre meto algún mensaje personal a los españoles, sobre todo a los jóvenes”.
Frente a esos discursos conviene armarse de paciencia y profundizar en sus líneas. Agazapadas entre buenas intenciones y lugares comunes, se pueden encontrar joyas como este esbozo de la Monarquía del futuro que realizó el 14 de diciembre de 2011, en Barcelona (dos días más tarde de que la Casa del Rey calificara de “poco ejemplar”, el comportamiento de Iñaki Urdangarin y le apartara de la agenda de la Jefatura del Estado), durante la presentación en Madrid de la Fundación Príncipe de Girona, centrada en el trabajo con los jóvenes (que el heredero definió ese mismo día como “honesta y transparente”, colocándose, evidentemente, en las antípodas morales de las que presidía sin ánimo de lucro Urdangarin, el Instituto Nóos o la Fundación Deporte, Cultura e Integración Social): “Hacer realidad mi deseo firme y permanente de adaptar y de adecuar la institución a los tiempos que vivimos en cada momento, impulsando un proyecto que une nuestra historia con el futuro, que engarza nuestra tradición a un espíritu de vanguardia y progreso”. O este apunte al natural de su oficio: “Servir con dedicación al Estado, al conjunto de los españoles; trabajar por los intereses generales y promover acciones o iniciativas que sirvan al interés común, constituyen para mí un compromiso personal inalterable y sin matices. Una tarea, en definitiva, a la que dedico mi vida y que forma parte de mis deberes y convicciones, especialmente tras mi juramento de la Constitución. Y ahora también junto a la Princesa”.
El bautismo de Felipe de Borbón, ocho días más tarde de su nacimiento, fue una ceremonia de Estado en la que se mezcló como nunca antes el franquismo, la nobleza y la familia real, una parte de la cual (como su abuelo don Juan y su bisabuela la reina Victoria Eugenia) jamás había regresado a España desde su marcha al exilio en 1931. Una elegante puesta en escena con reyes sin tierra, obispos, toisones, espadones, pieles y chaqués, en el escenario del entonces aislado palacete de la Zarzuela, hogar de los Príncipes desde su boda en 1962 por decisión del dictador. Era la primera vez que Franco lo pisaba, aunque se encontraba a solo diez minutos de su residencia de El Pardo. Al general le gustaba marcar distancias. Nunca volvería. Era también la última ocasión en que el dictador iba a cruzarse con don Juan, padre de Juan Carlos, abuelo del neófito, rival político y auténtica bestia negra del dictador a causa de sus posiciones democráticas, que le convertían ante los ojos del franquismo en un liberal peligroso. Aquella tarde de enero, entre el incienso del oficio religioso, se mascaba la alta política en La Zarzuela. Se jugaba el futuro.
Aquel bebé adormilado ante el que los cortesanos se inclinaban con respeto decimonónico, protagonizaba, sin saberlo, el primer acto de una andadura que a partir de entonces iba a ser diseñada hasta en sus menores detalles por otros (su educación, carrera militar y civil, amistades, funciones, equipo, discursos, actividades y, en algún momento, incluso sus parejas), siempre mayores que él, siempre militares o altos funcionarios del Estado, bajo la dirección de su padre, el jefe del Estado, “el patrón”, como a Felipe le gusta llamarle. Un camino tortuoso que alcanzará su momento cumbre el día que le suceda como rey constitucional de un país que tiene muy poco que ver con el que se encontró Juan Carlos en 1975, donde millones de ciudadanos no han vivido el franquismo, la recuperación de las libertades, ni el golpe de Estado del 23-F, y piensan que no le deben nada al Soberano, y menos aún a su hijo, del que ignoran casi todo.
Felipe de Borbón, con DNI 015, será un Rey muy diferente a su padre
Felipe de Borbón y Grecia, con DNI 015, será un monarca diferente; vivirá una situación histórica distinta; tiene otro estilo y carácter; es de otra generación; celebró su mayoría de edad jurando la Constitución; se casó con una periodista plebeya y divorciada; tiene bien interiorizadas las reglas del juego y no las sobrepasa un milímetro. “Cuando tengo una duda, me agarro al cuello de la Constitución y no me suelto”, me explicó durante un viaje a Estados Unidos en 1999. No le gusta la improvisación ni salirse de su carril; es concienzudo y cabezota; preguntón; se fía más del cerebro que del olfato; apuesta por los valores éticos; cree en la solidaridad (un viejo colaborador le describe como “algo así como un socialdemócrata avanzado”); da mil vueltas a las cosas; es un adicto a tomar notas, “apunto ideas que me pueden servir más tarde, así mantienes la cabeza en marcha y refrescas los conocimientos cuando las revisas; lo difícil es clasificarlas”; le gusta discutir y madurar con calma cualquier decisión que le ataña con su escueto equipo; no abre la boca en vano; no es dado a las sorpresas; tiene la obsesión de hacerlo bien, de ser útil; de unir, integrar y trabajar por España; de prestigiar a su país; de ser aceptado por todos más allá de las coyunturas políticas. Cree en la institución monárquica, en su papel en este siglo, en sus posibilidades de ser un vehículo de concordia y convivencia en la España plural, pero también sabe que necesita un lifting. Que hay que ponerla al día, hacerla más transparente, ética y abierta. Durante aquel mismo viaje me describió su trabajo: “Es un oficio que solo tiene un objetivo, servir a los españoles. Un oficio de familia que estamos obligados a perfeccionar a diario; somos una especie de servicio público donde tienes que estar a cualquier hora de cualquier día del año al servicio de tu país. Y ahí caben muchas cosas. Toda mi vida ha estado dirigida a eso”. Nuestra conversación concluía con esta reflexión: “Lo que más me preocupa es que me conozcan los españoles; si no, nada tendría sentido. Quiero conocer cada vez más a mi gente, y que ellos me conozcan a mí y haya entre nosotros un intercambio de información sobre cómo son y qué les preocupa y qué puedo hacer por mi país”.
Felipe sabe desde niño que el escrutinio público de cada uno de sus actos, gestos y palabras será exhaustivo hasta el final de sus días. Y la comparación con su padre, inevitable. Lo que le complica las cosas, porque Juan Carlos I ha sido durante décadas la imagen del éxito. El hombre atractivo, carismático, deportista, arriesgado y castizo que a base de instinto, astucia e inteligencia política propició el fin de la dictadura; aupó a una nueva generación al poder; movió las piezas para legalizar el Partido Comunista, comprendió el sistema autonómico, impulsó la Constitución, paró a los golpistas, puso a España en el mapamundi y ha convivido con la derecha, la izquierda, la derecha, la izquierda y de nuevo la derecha sin apenas errores políticos. En el camino ha cimentado una Monarquía (el oficio de familia) en la que nadie creía a comienzos de los setenta, cuando la izquierda le motejaba “Juan Carlos el Breve”. El retorno de la Monarquía a España en 1975 ha representado un exotismo político en un panorama mundial que se deshizo mayoritariamente de ese sistema entre el siglo XIX y el XX. La Monarquía volvió a España en 1975 porque la nación la consideraba útil. Porque había un consenso en el Parlamento y en la calle. Porque el Rey remaba a favor de las libertades y el pueblo creyó en él. Desde entonces, la institución está siempre en el alero en un país que carece de sentimientos monárquicos. Y cualquier mancha en su imagen puede resucitar el republicanismo. Como dijo una vez el Rey, “la corona hay que ganársela cada día”.
¿Y qué piensa el Príncipe del Rey? No es fácil adivinarlo más allá de su respeto al estadista, la admiración al personaje histórico y el amor al padre que ha sido su modelo de hombre. Un maestro duro y exigente que ha gobernado La Zarzuela a golpe de silbato. Y no hay que olvidar que bajo el techo del palacio convive una curiosa trinidad: la Jefatura del Estado, la institución monárquica y una familia, “y esta última es la más complicada de gestionar”, según afirma una fuente de la Casa. “Y desde ese flanco han venido los problemas. De ahí que el núcleo duro de la familia real se haya reducido a los Reyes y los Príncipes, y se haya dejado fuera a las infantas Elena y Cristina”.
“Este es un oficio con un solo objetivo, servir a los españoles”, dijo el Príncipe
Quizá la mejor pista de la opinión del Príncipe sobre el Rey se pueda obtener de algunos párrafos del discurso que le dedicó durante la celebración del 70º cumpleaños del Monarca. Vayamos al primero: “Este es tu estilo, tu particular manera de vestir llana y dignamente tus 70 años: con generosidad, sin pretensiones, con la mano tendida y los brazos abiertos y… también –todo sea dicho– con el andar un poco ralentizado por el peso de la experiencia, pero sin perder esa chispa, siempre dispuesta para el humor, la intuición y el coraje que siempre has demostrado, hasta en los momentos más difíciles”. Este el segundo: “Reconozcámoslo; siempre dentro de un orden, te gusta la improvisación propia de estas latitudes, la sorpresa y cambiar el paso de vez en cuando, aunque huyas del desorden, la arbitrariedad y la imprevisión”. Sin olvidar este tercero: “Gracias, querido patrón, por tu permanente ejemplo de vida intensa entregada al servicio de la nación. Ese es el legado que vas conformando día a día y que se convierte sin duda alguna en carta de navegación fiable para los que te seguimos en la vida y damos continuidad a tu vocación, para los que te admiramos y te queremos”. Y este cuarto, en el que no se olvida de su madre, la Reina, que no pasa por su mejor momento ante las fracturas familiares: “Permíteme añadir que si para leer e interpretar correctamente cualquier carta náutica recurrimos a la leyenda, esa la encontramos impecable en tu leal y dedicada mujer, nuestra querida madre”.
El Príncipe cumple 45 años este miércoles; su padre, 75 hace un mes. Ese momento cumbre de la vida del heredero que será la sucesión al trono, donde tendrán que cuajar su herencia, personalidad y sentido común, su madurez como estadista, lo que ha aprendido y su visión renovada de la institución, está cada vez más cerca. No lo tiene fácil. La Monarquía española vive el peor momento desde su restauración en 1975. La imputación de Iñaki Urdangarin, su cuñado, a finales de 2011, por malversación de caudales públicos, fraude, prevaricación, falsedad documental y delito fiscal dentro de una actividad profesional calificada por la Casa del Rey como “poco ejemplar”, ha salpicado el manto de armiño de la institución. Desde el mismo momento en que saltó la noticia del affaire Urdangarin, sus réplicas se reflejaron de inmediato en los sondeos de opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). El 26 de octubre de 2011, el Rey suspendía por primera vez en la serie histórica de la escala de valoraciones del CIS, con un 4,89. Si en 1998 un 72% de los encuestados prefería la monarquía y solo un 11% la república, en 2010 la diferencia era de un 57% frente a un 35%, y en 2012, de 53% a 37%. El Rey era el peor parado (especialmente tras su cacería de elefantes), el Príncipe aguantaba el chaparrón y la Reina (curiosamente) salía reforzada. Los datos demoscópicos que se reciben cada semana en La Zarzuela reflejan esa tendencia: el Rey, a la baja, y el Príncipe, en equilibrio inestable. Según esos datos, las actividades privadas del Rey parecen olvidadas por los ciudadanos, pero el caso Urdangarin sigue lastrando una institución que es además una familia y en la que la Reina sigue defendiendo la inocencia de su yerno. Frente a esa marejada político-familiar, el único que parece conservar los pies en la tierra sin perder la sonrisa es el Príncipe. La procesión va por dentro.
Está convencido de que Letizia es la perfecta compañera de viaje
El Príncipe lleva al menos un par de años pasándolo mal, pero sin arrugar el gesto. Es la paradoja de su vida. Por un lado, es un buen tipo, “una persona que vale la pena”, según me lo definió hace cuatro años su mujer, Letizia Ortiz, que ha logrado a estas alturas del camino madurez, equilibrio, profundidad y aplomo; ha encontrado un sentido a su existencia; es feliz en su vida personal: un padrazo volcado en sus hijas, que hace planes con matrimonios amigos en torno a ellas los fines de semana (“no somos unos extraterrestres aislados entre ciervos y encinas”, me explicaba la Princesa. “No estamos rodeados de camareros con librea que nos sirven en bandeja de plata; somos humanos, somos mortales, somos como cualquier matrimonio de nuestra edad”), y no se apresura en la educación de su primogénita, Leonor, como heredera al trono, aunque sabe por experiencia que ese momento llegará y será duro. Y es también un romántico convencido de que Letizia es la perfecta compañera de viaje. El Príncipe no es un ciudadano normal (no hay otro como él en nuestro país), pero intenta serlo y se siente cómodo con un trabajo para el que nadie le ha dado un guion y en el que no tiene ningún referente. Su obsesión es conectar con la gente y emprender acciones positivas para España y su imagen y prestigio.
Sin embargo, sufre. No es fácil expresar lo que siente. Nunca lo ha tenido fácil. Desde aquel martes de enero de 1968, ese niño rubio e inquieto se convirtió en parte de la vida de los españoles. Le hemos visto crecer en directo como en El show de Truman. Pero no es un personaje de ficción. Es de carne y hueso. Es dormilón, malo en los deportes de balón, tiene dolores de espalda desde los 17 años, padece del estómago en los precipitados viajes intercontinentales y no es un prodigio del orden. Durante la elaboración de un reportaje que realizó El País Semanal sobre los 25 años de la Fundación Príncipe de Asturias, en 2006, me contó cómo se sentía a los 13 años siendo el protagonista de todo el tinglado político y mediático de la inauguración de los Premios: “Fue peor el segundo año. Me pasó como cuando te tiras de un trampolín muy alto y la primera vez no sabes lo que es y te tiras por las buenas, y la segunda ya sabes lo que es y te entra pánico. En 1982 estaba mucho más nervioso. Era más consciente de que era yo el protagonista, y no solo un acompañante. De hecho, no entendí el significado de muchos discursos. Había mucha gente que no conocía. Me sonaban los políticos, pero estaba lleno de gente mayor. Además, me habían hecho una ortodoncia y me molestaba al hablar. Se me nubló todo, se me hizo una sopa de letras, me perdí en pleno discurso, y yo creo que pasaron siete u ocho segundos hasta que pude seguir. Fue un momento terrible. Tuve pesadillas”. El Príncipe también me relató en aquella ocasión sus primeros Premios junto a Letizia Ortiz, en Oviedo, en octubre de 2003, cuando aún no se había hecho público su compromiso: “El primer año con la Princesa fue muy complicado, estábamos juntos, pero no se podía saber. Nos cruzábamos por los pasillos sin saludarnos. Luego, al año siguiente, fuimos como marido y mujer y fue muy especial, uno de esos discursos que marcan tu vida. Tras tantos años yendo solo, tenía alguien a mi lado que compartía mi labor. Una persona con criterio. Con ideas que puedes tener en cuenta; fue un discurso muy especial cuando dije aquello de ‘la ceremonia de este año adquiere para mí un nuevo y emocionante significado, pues me acompaña por primera vez mi esposa, la Princesa de Asturias. A ella me uní hace hoy cinco meses; un paso ilusionado de ambos por construir un hogar, formar una familia y compartir el hermoso afán de servir a España con plena entrega, leales a nuestra historia y comprometidos con el futuro de nuestra sociedad’. Mientras leía el discurso, veía que ella se estaba aguantando para no echarse a llorar y no supe si parar. Al final lo terminé. Luego hubo muchas lágrimas en privado”.
Felipe de Borbón es fieramente humano. Un soñador que intenta no desviarse de la misión que le ha sido encomendada. Y dentro de esa forma de entender el mundo, no comprende la conducta de Urdangarin, que ha puesto en juego el prestigio y el futuro de la institución. Lo considera una traición. Durante estos largos años de aprendizaje ha intentado mantener una enorme coherencia en su vida, basándola en valores como la honestidad, integridad, solidaridad, servicio, utilidad y responsabilidad. Incluso renunció al amor cuando no convenía al futuro de la nación. Y la conducta de su cuñado choca con su concepción del mundo y sus valores más profundos. Es el miembro de la familia real que de forma más radical ha roto con Urdangarin, al que durante un tiempo le unió una buena amistad. Ha colocado su concepto de una Monarquía sin tacha por encima del cariño a su hermana Cristina. No ha flaqueado en esa ruptura. En contra del criterio de la Reina (que es la que más sufre con las fracturas que se han desencadenado en 2012 en su familia). El Príncipe ha sido educado en el convencimiento de que la Monarquía, si no es ejemplar, no sirve, porque eso es lo que les exigen los ciudadanos. Y en ese libro de estilo no cabe la corrupción.
El Príncipe Felipe ha roto de manera radical con Iñaki Urdangarin
En los últimos tiempos ha circulado por La Zarzuela un estudio titulado Monarquías como marcas corporativas, dirigido por el profesor John M. T. Balmer, de la Universidad británica de Bradford, en el que se analizan las fortalezas y debilidades de las monarquías europeas. Enumera entre sus activos la estabilidad política que proporcionan al Estado; su refuerzo de la imagen exterior del país; el ambiente positivo y con ausencia de conmociones políticas ideal para atraer inversiones; el selecto lobby de influencia que se ha establecido entre los monarcas europeos, asiáticos y árabes; su capacidad de proyectarse como un poderoso símbolo visual con siglos de antigüedad que fortalece la marca-país y atrae el turismo; el perfil avanzado de los países con un sistema monárquico y el sentido de comunidad que establece con sus antiguas colonias (en el caso de España, con Latinoamérica). Sin embargo, el estudio afirma que si las monarquías deterioran su reputación y prestigio por conmociones internas, si pierden el favor del legislativo o de la calle, están abocadas al ocaso. Por tanto, la primera labor de cada casa real es conservar el prestigio de la institución, que los ciudadanos la consideren útil, que nada empañe su imagen. Y ponerlas al día. Esa evolución es básica para su supervivencia. Algo que todos sus titulares han comenzado a hacer renunciando a algunos de sus privilegios, permitiendo a sus herederos que se casen con plebeyas, pagando impuestos, haciendo públicos sus ingresos, borrando las liturgias más palaciegas, eliminando la preferencia del varón sobre la hembra en la sucesión al trono, mezclándose con el pueblo y, en general, adoptando un estilo más austero.
Dentro de esa línea argumental, el príncipe Felipe está convencido de que una Monarquía puesta al día puede prestar aún servicios a España. El trabajo del heredero se mueve a través de tres ejes. El primero, el de representación exterior, promoviendo el comercio internacional y el prestigio de España fuera de sus fronteras, incluida la promoción del español. El segundo, la solidaridad, la innovación, los valores éticos y el conocimiento a través de sus fundaciones, un trabajo del que se encuentra especialmente orgulloso. Y el tercero, a través de lo que en La Zarzuela denominan activos inmateriales, es decir, apoyando la estabilidad, la convivencia, la armonía entre las ideologías y el equilibrio territorial. Simbolizar, representar, arbitrar y moderar. Hoy lo hace a pequeña escala; en el futuro jugará en las grandes ligas.
No lo tiene fácil, pero los nervios no le delatan; sigue ofreciendo una imagen de serenidad. Ni un mal gesto ni una mala palabra. Frente a las turbulencias que vive la Monarquía, él podría contestar con la misma frase del historiador Jaume Vicens i Vives que pronunció en catalán el 14 de diciembre de 2011, solo un mes más tarde de que la Fiscalía Anticorrupción registrara policialmente la sede del Instituto Nóos, en Barcelona, la institución creada por Urdangarin para sus actividades económicas: “Encontraremos el camino y la luz y nos desharemos de la noche y la niebla”.
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