Capitán Salgari
Siempre he sentido gran admiración por quienes proclaman que su afición a la lectura se despertó a los siete años, cuando una tía les regaló el día de su santo La montaña mágica, para confirmarse a los nueve, cuando acabaron En busca del tiempo perdido. Confieso que mi vocación tiene orígenes más modestos: me convirtieron en lector los relatos de aventuras y muy especialmente las novelas de Emilio Salgari, de cuyo suicidio se cumplen este mes los primeros cien años. Quizá desde entonces vivo de rentas y sigo nutriéndome de aquel gozo que no se extingue: residuos radioactivos de la imaginación...
Salgari nació en Verona, para después marchar a Génova y finalmente morir en Turín. Quiso ser marino, pero dejó a medias su formación naútica y en toda su vida apenas hizo en barco unas pocas excursiones y un crucero modesto por el Adriático. Sin embargo, como periodista primero y como novelista después, ya nunca dejó de navegar. En junco, en fragata, en bergantín, en galeón y en canoa, por el golfo de Bengala, el mar de la China o de las Antillas, por el rio Orinoco y el padre Nilo, por el Ártico... Navegó ya toda su vida por el azul de los atlas y las ilustraciones coloreadas de las enciclopedias. Hay poetas de lo íntimo que escriben hacia adentro y poetas de lo exótico y remoto, que escriben hacia fuera y a lo lejos. A esta última tripulación perteneció Salgari y no seré yo quien le hubiera querido de otro modo.
Casi desde sus comienzos como cronista y novelista, Salgari obtuvo un notable éxito de público. En sus últimos años, era el escritor con mejores ventas de Europa: algunas de sus ochenta y cuatro novelas superaron la cota hasta entonces desconocida de los cien mil ejemplares y tuvo multitud de imitadores, como Luigi Motta o sus propios hijos. Sin embargo, Salgari vivía acosado por la penuria, trabajando como un forzado de la pluma para editores que le estafaban con impávida constancia. Sus quejas al respecto recuerdan a las de tantos autores antes que él, empezando por las del muy pirateado Cervantes en El licenciado Vidriera. Fue esa explotación laboral, mientras luchaba por mantener a su mujer trastornada y a sus hijos pequeños, lo que finalmente le empujaron al suicidio. Esta solución trágica era la maldición de su estirpe, pues su padre se había suicidado también como luego hicieron dos de sus hijos. Pero en su caso, los que le empujaron a la muerte fueron quienes le robaban impunemente el fruto de su trabajo. Un dia se hartó, cogió uno de los yataganes modelo Sandokán que coleccionaba y se hizo el hara-kiri, no sin dejar una nota para sus verdugos: "A vosotros, que os habeis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que en compensación de las ganancias que os he proporcionado os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma". Tenía cuarenta y nueve años. No deja de ser triste que hoy, cuando ya los escritores parecían haber conseguido asegurar razonablemente sus derechos, las nuevas tecnologías brinden a otros desaprensivos posibilidades de reinventar el viejo expolio...
Leí en mi infancia mucho a Salgari en los pequeños volúmenes editados por Saturnino Calleja. Los compraba en la librería Paternina de la calle Fuenterrabia, frente a mi casa en San Sebastián. Rebuscaba en la trastienda, tratando de hallar alguno para mí desconocido todavía, cosa cada vez más difícil. Mi madre aguardaba para pagar ante el mostrador, repitiendo: "¡sólo uno! ¡no cojas más que uno!". Hace bastante más de medio siglo... Y ya se ha borrado casi todo, empresas, amores, ilusiones. También argumentos y psicologías de libros sesudos que me recomendaron como imprescindibles. Pero no olvido los mares y las selvas de Salgari, sus peligros y travesías que me educaron, sus tigres y sus árboles gigantescos en cuyo tronco hueco podía refugiarme. ¡Y la Montaña de Luz!
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