Veinte años de 'Barton Fink'
Qué sensación más extraña, más olvidada. Y qué serenidad. Encuentro en el buzón, al regresar de noche a casa, dos cartas escritas a mano. Con sellos de muchos colores, sellos del extranjero. Parece que esté viajando en la máquina del tiempo. La carta de Londres es de una querida amiga, que me cuenta que ayer se acordó de que en los años cincuenta, cuando era niña, Abdul Karim Qasim derrocó y ejecutó al joven rey Faysal de Irak. Fue noticia importante para todo el mundo occidental, pero recuerda que se leyó como un suceso en un lugar lejano, algo que ocurría en la provincia. Ahora, en cambio, con esto de la globalización, todo parece ocurrir en el país donde lees el periódico.
Es un mensaje raro que leo bajo los efectos de la serena óptica que me han transmitido los sellos extranjeros, tan reñidos con la velocidad de la luz de Internet. La otra carta llega de Hollywood y es de un buenísimo amigo al que perdí de vista hace años y que ahora retorna del modo menos esperado. Viajar, me dice, siempre enseña el desarraigo, nos enseña a sentirnos extranjeros en el mundo, incluso en casa. Eso dice de golpe mi reaparecido amigo y lo dice desde un hotel de Sunset Boulevard muy cercano al parking que edificaron donde estuvo antes el Garden of Allah, el hotel de tantos guionistas en los años treinta y cuarenta.
Esta noche, en íntima celebración, revisaré el filme que más efectos secundarios me ha dejado
Por si no lo sabía, en ese hotel Francis Scott Fitzgerald se escribió una carta a sí mismo. También me cuenta que el Garden of Allah parecía una aldea árabe, con sus palmeras y bungalows de estuco de dos plantas, que seguro habré visto en más de una película. Y sí. Me acuerdo enseguida del rey Faysal, pero también del apartamento de In a lonely place, de Nicholas Ray, donde Bogart era un guionista violento y malcarado. Pero sobre todo me acuerdo de los bungalows de guionistas hollywoodienses de Barton Fink, de los hermanos Coen. Era precisamente -tomo nota de la casualidad- la película que me había programado para esta noche, a modo de celebración de los veinte años y tres días de su estreno mundial. Un filme que, cuando lo vi, no me convenció nada, pero luego me he pasado toda la vida recordándolo. Ya se sabe, hay historias que narran algo mucho más profundo y complejo de lo que aparentemente nos relatan, y luego nos persiguen. Son historias que cuando terminan empiezan en nosotros.
Esta noche, en íntima celebración del cumpleaños de Barton Fink, revisaré el filme que más efectos secundarios me ha dejado. Lo recuerdo pensado para que el espectador ponga mucho de su parte y lo complete. Sucede en gran parte en un hotel que es tan infernal como las entrañas del Hollywood de los años cuarenta y cuenta en clave kafkiana la historia de cómo el arte literario de un joven guionista es destrozado por la industria. Nada nuevo bajo el sol, la historia de cada día, pero contada de manera infinita. Sátira severa contra Hollywood y su maquinaria comercial, contra sus productores ignorantes y sus empalagosos secretarios. En ella, en medio de una de las galerías de los bungalows de los guionistas, vemos surgir fantasmal la contrafigura de un William Faulkner ahogado en alcohol. Y recordamos que por esos parajes de palmeras y estuco anduvo también John Cheever, que fue implacable con ese mundo: "Siguen allí haciendo películas brillantes y originales. Pero mi sentimiento principal acerca de Hollywood es el suicidio".
Decido que las dos cartas me han llegado a modo de epílogo, como adosadas ambas al extraño final de Barton Fink que revisaré dentro de un momento. Ese final donde nunca llega a saberse qué contiene la misteriosa caja que John Turturro pasea por todas partes y que podría contener cualquier cosa, lo que queramos imaginar, tanto la cabeza de la amante de Faulkner, por ejemplo, como las dos cartas halladas esta noche en casa. Todo es posible cuando el cumpleaños es tan íntimo.
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