Con mi gratitud a Erika Gándara
Decía el gran Mark Twain que la realidad se diferencia de la ficción en que la ficción tiene que ser creíble. La realidad, en efecto, suele ser incongruente, disparatada y, sobre todo, excesiva hasta lo imposible, hasta lo inverosímil. Eso es lo que siento en los últimos meses cuando leo noticias sobre México: que no puede ser, que la brutalidad es demasiado exagerada, demasiado redonda y literaria; que esa violencia retorcida y chillona parece sacada de las peores escenas de Tarantino, o de un mal imitador de Tarantino. Pero, por desgracia, todo es verdad. Ese hermoso país que es México bascula de manera precaria sobre el abismo. El infierno existe y está en la Tierra.
Pocas veces me ha dejado tan acongojada una noticia como la del secuestro de Erika Gándara. Ni siquiera he podido ver una foto suya: no sé cómo era. Sé que tenía 28 años y que era la/el único policía que quedaba en Guadalupe, un pueblo de 9.000 habitantes situado a sesenta kilómetros de la tristemente célebre Ciudad Juárez. Es decir, justo en la zona más mortífera del país, la más asolada por la guerra sangrienta de los cárteles. Hasta hace un año y medio, Erika era la telefonista de la comisaría. Pero cuando el pueblo se quedó sin agentes (o los mataron, o abandonaron para salvar el cuello), cogió un fusil y se dedicó a patrullar las calles. Duele pensar lo que debieron de ser esos dieciocho meses. Toda esa soledad, todo ese miedo. Hasta que la noche del 23 de diciembre sucedió lo que sin duda todo el mundo sabía que pasaría: llegó un grupo de asesinos y la secuestraron, y de paso quemaron la casa y los coches de una concejala.
"Ese hermoso país que es México bascula de manera precaria sobre el abismo"
No sé si para cuando salga publicado este artículo se habrá sabido algo del destino de esta mujer. Mientras lo escribo sólo deseo que esté muerta. Que no siga sufriendo. La crueldad y el sadismo de estas bandas alcanzan niveles atroces: espanta imaginar a Erika en sus manos. Hace poco vimos a la Pelirroja, una peligrosa delincuente mexicana, colgando de un puente medio desnuda: una foto tremenda. La ahorcaron otros narcos, después de arrastrarla y torturarla. Por cierto que, al parecer, las heridas del suplicio las tenía en la cara. Supongo que el hecho de ser mujer y joven debe de avivar la saña en los verdugos; y aún peor, me temo, si además eres policía y has intentado oponerte a su soberbia de machos.
Tras el secuestro de Erika, en el ensangrentado y aterrorizado Valle de Juárez apenas si queda otra persona dispuesta a enfrentarse a la barbarie, y casualmente es otra mujer: en el pueblo de Práxedes, a veinte minutos en coche de Guadalupe, está Marisol Valle, esa estudiante de criminología que hace unos meses se convirtió en la jefa de policía de la zona. Marisol tiene 21 años, un hijo pequeño y el increíble coraje necesario para aceptar un cargo que nadie más quería. Antes he dicho que casualmente es otra mujer, pero retiro el adverbio: tengo la sensación de que, cuando se llega a lo peor; cuando la situación es tan insoportable y tan irrespirable que ni siquiera se puede pedir a los héroes que sean héroes; cuando toda resistencia es un suicidio, entonces, justo entonces, en fin, en el filo de la aniquilación, son sobre todo las mujeres (o algunas mujeres: yo sería incapaz) quienes dan un paso hacia delante. En especial cuando se trata de defender la vida, la sociedad, la seguridad, la convivencia. Es decir, cuando se trata de defender un futuro habitable. Tal vez sea eso, la obligación hacia el futuro, lo que las impele a luchar más allá de toda esperanza razonable; quiero decir que quizá estén luchando por sus hijos, quizá sea algo que está inscrito en sus genes, tal vez ese mandato materno les haga superar el terror al dolor y la tortura y la propia muerte.
En cualquier caso, ahí están. En el Afganistán de los talibanes, enseñando a leer a las niñas clandestinamente bajo pena de muerte. En el País Vasco, siendo concejalas cuando nadie quería. En el México herido, defendiendo la sociedad civil y la justicia en mitad del infierno. Tras el secuestro de Erika, Marisol Valle debe de sentirse aún más sola e irremediablemente condenada. Y, sin embargo, sigue en su puesto. Igual que siguió día tras día, noche tras noche, durante año y medio, esa Erika Gándara cuyo rostro ni siquiera conozco, pero a la que debemos esta colosal lección de dignidad civil y valentía. Erika Gándara. Por lo menos eso: repitamos su nombre y no la olvidemos.
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