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Reportaje:

El diamante pierde brillo

Los exploradores europeos del siglo XIX se ganaban a los jefes de las tribus africanas regalándoles piedritas de cristal. No les costaban nada a los europeos, pero para los africanos tenían un valor inconmensurable. Poseían propiedades mágicas similares a las de los diamantes hoy para los habitantes de los países ricos.

Siendo magia, existe en la esfera de la imaginación. Tanto los jefes de las antiguas tribus como los clientes de las grandes joyerías de Londres, París, Madrid o Nueva York atribuyen a sus respectivas piedras valores que no tienen la más mínima base ni en la lógica ni en la utilidad. En ambos casos, sean las piedras de cristal rompible o de la materia natural más dura del planeta, la percepción es que se transmite poder y esplendor. A eso se suma, en el caso de los diamantes en el sofisticado mundo occidental, la idea que tuvo algún genio del marketing de asociarlos también con el romance, con el sueño perenne del amor eterno. Se inventó el concepto de "Diamonds are forever", y tal es la credulidad y hambre de fantasía del ser humano que caló. Primero, en el mundo occidental, y después, en Asia. En Japón, la tradición del anillo de diamantes como símbolo de compromiso matrimonial no existía a mediados de los años sesenta; en 1981 lo poseía el 60% de las novias japonesas.

Si no se hubiera inventado esta necesidad, el descubrimiento en 1870 en Kimberley (Suráfrica) de que los diamantes se podían minar a gran escala no habría dejado mucha huella. Hasta aquella fecha, estas piedras preciosas se encontraban sólo de manera fortuita en los lechos de algunos ríos de la India o en la jungla de Brasil. La cosecha mundial de diamantes no superaba unos cuantos kilos al año. De repente, a partir de 1870, los diamantes se podían extraer en grandes cantidades utilizando métodos industriales o mucha mano de obra. Hoy se calcula que la producción anual de diamantes supera los 26.000 kilos. La mitad proviene de África.

Como en el caso de tantos otros recursos minerales que abundan en el continente más pobre de la tierra, no se sabe muy bien si ha sido para bien o para mal. Durante la mayor parte del siglo XX, una empresa surafricana llamada De Beers controlaba el 80% del mercado mundial de diamantes y la casi totalidad del mercado africano. Todo el proceso de producción, desde la extracción en las minas hasta el proceso de cortar y pulir en la India, Bélgica o Nueva York, y la distribución a las tiendas estaba en manos de De Beers. El monopolio recibió muchas críticas. Otro caso más de explotación de África por el hombre blanco, se decía. Y con especial razón, dado que la empresa era surafricana y Suráfrica era el país del apartheid, de la discriminación racial por excelencia.

Hoy la situación ha cambiado. Tras el final del apartheid en 1994, De Beers empezó poco a poco a vender sus yacimientos. Hoy controla sólo el 40% del mercado mundial. Y la verdad es que si un fotógrafo se dedicara a recorrer las minas de diamantes de De Beers en Suráfrica, Namibia y Botsuana, el impacto emocional sería mucho menos severo que el que producen las fotos hechas en países como Sierra Leona, Angola, la República Democrática del Congo o Zimbabue, donde la extracción de diamantes la controlan jeques locales o gobiernos corruptos y la distribución se lleva a cabo por vías poco ortodoxas. Está bien documentado que el grupo armado palestino Hezbolá financia buena parte de sus operaciones a través de la compra y venta de diamantes africanos. De Beers hoy paga y cuida bien a sus trabajadores, la mayoría de ellos organizados en sindicatos que han recibido con buenos ojos la política de la empresa de dar tratamiento antirretroviral gratis a aquellos de sus empleados infectados con el virus del SIDA.

En las minas freelance del Congo, Angola y Sierra Leona, los sueldos fijos son inexistentes. La comida, en el mejor de los casos, es gratis, pero los ingresos dependen exclusivamente del éxito de cada individuo en la tarea paciente e ingrata de buscar diamantes. Bucean por ellos en los ríos, cavan hondos agujeros en la tierra. Muchos mueren, pero como la alternativa en muchos casos es morir de hambre, el riesgo parece valer la pena. Las imágenes de mineros casi desnudos, embarrados, desviviéndose por encontrar una piedra dura y brillante entre los millones que escudriñan, o que "lavan", como ellos dicen, son infernales; las imágenes de la relativa riqueza de los compradores locales de diamantes, con sus trajes y sus coches de lujo, atrozmente ofensivas. Que sólo es la versión en miniatura de la atroz discrepancia entre la calidad de vida de los mineros y los compradores de diamantes en Occidente, entre África y los países ricos en general.

Echar toda la culpa de los males africanos a los antiguos poderes coloniales es un reflejo anticuado y simplista. La culpa se comparte con los poderosos africanos. Se vio con especial claridad durante la era de los llamados diamantes de sangre (el nombre de una película de Hollywood sobre el tema), que tuvo su auge a finales de los años noventa y hoy parece haber desaparecido. El término se refería a la práctica de movimientos rebeldes de financiar sus guerras, especialmente en Sierra Leona y Liberia, a través de la venta de diamantes extraídos, en condiciones de semiesclavitud, en los territorios bajo su control. La participación hasta hace poco de ejércitos de varios países -Angola, Ruanda, Zimbabue- en la guerra del Congo se debió en buena medida a la abundancia de riqueza mineral de este país, que incluye diamantes, especialmente en la zona del sur de Mbuji-Mayi. Hoy la guerra se ha extendido a zonas donde no hay diamantes.

Si se ha logrado imponer un cierto control sobre el comercio de diamantes, se debe en parte a que la intensidad de las guerras ha disminuido, pero también a la creación en 2002 por gobiernos, la industria de los diamantes y grupos de derechos humanos del llamado Proceso de Kimberley, según el cual se ha hecho un monitoreo sistemático del origen de los diamantes para asegurar que su venta no está alimentando conflictos militares. La iniciativa, impulsada por Naciones Unidas, ha ayudado a reducir la proporción de diamantes de sangre en el mercado internacional del 15% en 2003 al 1% de hoy.

La mala noticia es que existen todavía áreas grises de abuso no cubiertas por el término diamantes de sangre o por los monitores del grupo Kimberley. En vez de grupos armados dedicados a derrocar gobiernos, hay gobiernos o mafias locales culpables del mismo grado de explotación y violencia. El caso más notorio en este preciso momento es el de Zimbabue, cuyo presidente, Robert Mugabe, no deja de expresar su desdén por la opinión internacional, manifestada en este caso por la agencia de derechos humanos Human Rights Watch y observadores del Proceso de Kimberley. Ambos grupos han denunciado al Gobierno de Mugabe por la ilegalidad y el maltrato en las minas de diamantes en el distrito de Marange, al este de Zimbabue, cerca de la frontera con Botsuana, el país ejemplar africano en la industria de diamantes. El ejército de Mugabe mató a más de 200 personas durante la violenta captura de los campos de diamantes de Marange a finales del año pasado, según Human Rights Watch. Hoy, niños y adultos son sometidos a trabajos forzosos y a torturas, golpes e incluso violaciones en caso de no cooperar con los militares. El dinero de la venta de los diamantes acaba en los bolsillos de los propios oficiales del ejército y de altos funcionarios del Gobierno de Mugabe. Contrabandistas transportan los diamantes a clientes occidentales o árabes en el vecino Mozambique.

Como ha dicho un informe del Kimberley Process, los soldados están en Marange ostensiblemente para prevenir la minería ilegal, pero en realidad "están supervisando y dirigiendo operaciones de minería ilegales". Y sin el más mínimo respeto por los derechos humanos más elementales de los individuos que dedican sus días a la búsqueda de diamantes.

El caso de Zimbabue es el más descarado que se conoce en este momento, pero sólo es la expresión más burda de un fenómeno de descontrol total, en el mejor de los casos, o explotación y mafiosismo, en el peor, que se ve a lo largo del continente, como demuestran las fotos de Kadir van Lohuizen. La ironía es que los afortunados hoy son los que trabajan para De Beers, empresa fundada por el magnate más voraz producido por el imperialismo británico en el siglo XIX, Cecil Rhodes. Pero incluso ellos sufren hoy debido a la crisis económica internacional, que ha golpeado con especial dureza al mercado de los diamantes. El ritmo de desempleo en el sector es galopante. Y en cuanto a las decenas de miles de mineros fuera del sector oficial, se les explotaba en épocas de boom, cuando los precios eran altos; ahora que la demanda ha bajado, se les explotará más todavía.

Según fuentes cercanas a la industria consultadas por El País Semanal, el mercado global de diamantes está viviendo "una pesadilla". "La recesión les ha golpeado muy duro," dijo un experto. "Algunas minas han cerrado, muchas han suspendido la producción. Los únicos que están gastando dinero en diamantes ahora son los superricos, los que no notan la recesión". El impacto se ha visto en la calle. Según el Wall Street Journal, el año pasado cerraron 1.500 joyerías en Estados Unidos, y este año la cifra rondará los 900.

Si la crisis ha tenido un impacto desastroso en los productos de lujo en general, nada ha sufrido más sus consecuencias que el producto de lujo por excelencia, el diamante. La escasez global de liquidez ha dejado al desnudo la gran verdad de que el emperador de las joyas carece de valor real; que su alto precio es la consecuencia de un engaño, o autoengaño, en el que ha caído un altísimo porcentaje de la especie humana. Bueno, puede ser que veamos una vuelta en masa al autoengaño una vez se haya superado la crisis, pero hoy por hoy el diamante no convence, porque no tiene utilidad práctica y no ocupa un puesto lo suficientemente alto en la lista de las prioridades viables. Con lo cual, mucha gente en los países ricos tendrá que negarse la fantasía del esplendor y del poder y del romance que el diamante proporciona. Lo sobrevivirán. Como también lo harán, aunque con más dificultad, los joyeros y otros que se dedican al negocio del diamante en los países ricos. Los que pagarán las consecuencias de la crisis, y en este caso del colapso de la economía del lujo y de la vanidad, de manera más dramática, tan dramática que bastantes morirán, son los de siempre, los más pobres e indefensos: los africanos. 

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