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Reportaje:Las colecciones de EL PAÍS

Godard, al final de la escapada

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Una película pequeña, barata, y formidable. Un homenaje y una caricatura de la serie B norteamericana, cuando a fin de los cincuenta el cine americano era una decadencia, acosado por el auge de la televisión. Una pareja, un coche y, sobre todo, París, fotografiado por Raoul Coutard, que había sido cámara de guerra en Indochina; con un marco así, ¿quién quiere decorados?; y, además, el equipo de Al final de la escapada en ningún caso se los podía permitir.

Ése fue el primer largo del director Jean-Luc Godard, que también podría haberse titulado Sin resuello -A bout de souffle-, de 1959, que bajo el magisterio de Cahiers du Cinéma etiquetó todo un movimiento, la nouvelle vague.

Y con ese gran estreno, un desfile de una nueva generación de creadores: François Truffaut, que ese año presentaba Los cuatrocientos golpes, como autor del argumento, basado en un artículo de periódico; Philippe de Brocca, autor de ese torrente de júbilo que fue Cartouche; Jean-Pierre Melville, probablemente el más americano de los cineastas franceses, que dirigió la cumbre de la negrura, la excelente Muerte de un samurái, y Claude Chabrol, el autor de Les biches, lo que hacía de Godard el mayor fabricante de cameos que había habido hasta el momento.

Al final de la escapada es una muestra de devoción y respeto por el cine negro americano, pero únicamente desde la irreverencia. El ratero de poca monta al que una pistola convierte casi por azar en asesino -Jean-Paul Belmondo- y la vendedora de periódicos en los Campos Elíseos, la Jean Seberg de audaz belleza, que sueña con ser periodista, chocan más que se encuentran; rebotan de una a otra parte de la ciudad más que la recorren; se miran como si nunca hubieran visto a nadie anteriormente, sin saber quiénes son, para qué huyen, ni si hay algo más allá del próximo que puede ser el último resuello; la cámara más que libre es anárquica; las secuencias comienzan y terminan donde le da la gana al director o puede, que ni siquiera, guiadas como están por una especie de nous universal; es un paso más allá del neorrealismo que, por comparación, fue un dechado de composición aristotélica, pero que había ya comenzado a romper con el cine de los teléfonos blancos de Hollywood.

En 1959, Alain Resnais estrenaba Hiroshima, mon amour, y Federico Fellini, entonaba el gran responso del neorrealismo, aunque, fiel a su estilo, siempre a medio camino de lo mágico, La dolce vita. Aquello era todo un auténtico tsunami cinematográfico.

Godard tiene hoy 78 años; en el mayo parisiense del 68, con 38, se hallaba en su particular cresta de la ola; su mejor ímpetu creativo aún se alargaría 10 o 12 años más.

Así, en el año 2000, se permitía el lujo de obrar como albacea testamentario de sí mismo, presentando, como apertura del festival de Cannes, su cortometraje El origen del siglo XXI, según yo mismo, que era, al mismo tiempo, una muestra de la memoria del cine y del siglo XX. En realidad, una y otra cosa, lo mismo. Aquella era la última escapada de Jean-Luc Godard.

Jean Paul Belmondo y Jean Seberg, en <i>Al final de la escapada. </i>
Jean Paul Belmondo y Jean Seberg, en Al final de la escapada.

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