Toda una vida
"Productor de cine muerto a los noventa y cuatro años de edad por dificultades respiratorias" es un titular perfectamente comprensible, asumible. Yo diría, incluso, que es un titular que expresa a la perfección, en su laconismo, que el tal productor ha disfrutado una salud pétrea, un aguante admirables; sobre todo si se tiene en cuenta lo que le oí decir una vez a su compatriota Rossellini: "Para hacer cine hay que tener el escroto -tantas veces percutido, añado yo- de hierro".
Carlo Ponti ha muerto a esa edad, después de producir más de dos centenares de películas, muchas de ellas memorables, y de estar casado dos veces. La segunda, por poderes, en México para no ser acusado de bígamo, con Sofía Loren, hecho del que ambos, representados allí por dos abogados, se enteraron por las crónicas de sociedad de los periódicos. Quienes, adolescentes como yo, veíamos fotos de la pareja en los años cincuenta la mirábamos a ella, lo mirábamos a él, volvíamos a mirarla a ella y volvíamos a mirarlo a él... y no entendíamos nada. ¿Cómo era posible que...? Criaturas que éramos.
Ponti produjo películas de Fellini (la famosísima -y no por eso de las mejores- La strada), Europa 51, de Rossellini; La ciociara, de Vittorio de Sica, en la que Sofía Loren sacrifica su virtud para preservar la de su hija, lo que le valió a ella un Oscar y a mí la perdición de mi alma rellenita de testosterona, al verla con quince años, a pesar de que la censura quiso salvarme al calificarla para mayores de dieciocho, recién salido del seminario y febrilmente deseoso de arrebatar cuanta virtud femenina me saliera al paso; L'isola di Arturo, de Damiano Damiani, que tampoco andaba mal de incitaciones al pecado; Blow up, Zabriskie Point y Professione: reporter, de Antonioni, o Una giornata particolare, de Ettore Scola. Pero también Lola, de Jaqcques Demy (una joya de uno de los mejores directores europeos de todos los tiempos); Le mépris, de Godard; Hori, má panenko, de Milos Forman; What?, de Roman Polanski, y una miscelánea de obras menores de buenos directores como George Cukor (excelente casi siempre) o Michael Curtiz e infladísimas superproducciones de, por lo normal, infladísimos egos como Doctor Zhivago, de David Lean, o, lo que es peor, The Cassandra Crossing, de Cosmatos.
También Mario Camerini, Marco Ferreri, Moniccelli, Elio Petri, Francesco Rosi, Pasquale Festa Campanile, Alberto Lattuada, Dino Risi, Sergio Martino, Nello Rossati, Luigi Zampa, Enzo G. Castellari o Mauro Ponzi, entre los directores italianos, estuvieron en su nómina. Alan Bridges, que se cargó Breve encuentro en una, como casi siempre, innecesaria segunda versión, Paul Morrissey, en una, como casi más siempre todavía enésima recurrencia al doctor Frankenstein, Henri Vernueil, Michel Anderson, Peter Ustinov o Martin Ritt completan la lista de directores contratados por Ponti, no pocas veces en compañía del otro grande de la producción italiana, Dino de Laurentiis.
Nadie, con todo ello, podrá afirmar sin pecado que Ponti no ha sido un productor inquieto, opulento y con la bitácora puesta en una doble finalidad perfectamente amalgamada y, no pocas veces, amalgamable: calidad y rendimiento económico. Contrataba para la dirección entre el censo de los mejores, confeccionaba repartos cuajaditos de estrellas internacionales entre las que situó enseguida a su mujer. Y ambos, Sofía Loren y él, se han hecho envidiable compañía durante cincuenta años.
No creo, es una opinión muy personal, que a este hombre, a Carlo Ponti, le haga falta, que Dios me perdone, el cielo. ¿Para qué?.
José Luis Cuerda es productor y director de cine
Babelia
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