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El triunfo de la lentitud

Es la nueva revolución. Un movimiento que triunfa en el mundo encabezado por aquellos que aspiran a recuperar la calma para saborear la vida. 'Contra el agobio, pereza' es el lema que arrastra a gentes, ciudades y profesionales que abogan por la conquista del tiempo

Karelia Vázquez

En Londres, un estresado periodista económico de nombre Carl Honoré se dispone a leer un cuento a su hijo Benjamin antes de dormir. Es la clásica leyenda de príncipes y hadas. Interminable y aburrida para Carl, a quien espera la cena por terminar, las noticias de la tele y varios e-mails sin responder. Prueba a saltarse una página del libro, pero el pequeño de dos años le obliga a retroceder: "¡Papá, vas demasiado rápido!". Carl recupera el pasaje perdido y mira a su hijo buscando alguna pista del tiempo que le queda para dormirse de una vez. Y así hasta que uno de los dos se agota. Esa noche le ha tocado al pequeño, que se duerme un minuto antes de que su padre pierda la paciencia. "Esto no puede seguir así", piensa Carl, sintiéndose el hombre más egoísta del mundo, pero a la mañana siguiente tiene que coger un avión y va a contrarreloj. Razones de fuerza mayor.

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Unos días después, Honoré hace tiempo en el aeropuerto de Roma para volver a casa. Rebuscando por las novedades de la librería da con un invento que le parece genial: ¡clásicos infantiles compactados en un minuto! "Uno que tiene el mismo problema que yo", piensa, y se dispone a tirar de la tarjeta de crédito para traerse a casa el CD de Hans Christian Andersen comprimido para ejecutivos con hijos. Justo aquí, nuestro personaje sitúa el punto de no retorno de esta historia: "De repente pensé: ¡Dios mío, ¿en qué me estoy convirtiendo?". La historia es real. Su protagonista, Carl Honoré, existe y sigue viviendo en Londres, pero hoy es conocido como un gurú antiprisa. Su libro Elogio de la lentitud (RBA, 2005) ha sido traducido a 25 idiomas y va por la sexta edición en España.

Todas las personas que hoy se confiesan defensores de la lentitud o incluso de la pereza, con posturas que oscilan entre la comprometida militancia y la sabia intuición, pueden identificar el punto de inflexión en que la propia aceleración de su ritmo de vida les hizo echar el freno y decir: "¡Hasta aquí hemos llegado!".

Esta generación lleva a sus espaldas 150 años de velocidad frenética, que se iniciaron con la revolución industrial y han desembocado, por el momento, en el mundo acelerado que hoy disfrutamos, con Internet a la cabeza y aviones y coches supersónicos; pero también con engendros como el azucarillo de disolución ultrarrápida, para ejecutivos que no tienen tiempo de remover su café de la mañana, o la misa drive-through, una especie de funeral exprés al uso en Estados Unidos que consiste en colocar el ataúd a la entrada de la iglesia para que la gente pase en sus coches y desde allí tire una flor, se despida del difunto y salga pitando.

A día de hoy se esperaba que las máquinas hubiesen hecho mucho más por los hombres. "¿Os acordáis de cuando nos decían que los aparatos iban a trabajar por nosotros y que a finales del siglo XX la jornada laboral no pasaría de las 20 o las 25 horas semanales?", pregunta a la audiencia John de Graaf, miembro de Take Back Your Time, una asociación estadounidense que convoca cada 24 de octubre el día de los relojes caídos. El auditorio de la conferencia asiente. "Pues aquí estamos, trabajando 200 horas más al año que en 1970". Y es cierto. ¿Qué ha pasado con el tiempo que debía sobrar después de comprimirlo todo hasta la mínima fracción posible? En teoría debían quedarnos muchos minutos para nuestras cosas. Pero no ha sido así, el mundo de la velocidad ha disparado como nunca el consumo de ansiolíticos; la gente no sólo no dispone de más tiempo, sino que tiene la sensación de que no llega a nada y, sobre todo, de que no puede disfrutar de lo que ya ha conseguido porque continúa sin tener tiempo. Y time sigue siendo money.

Pero el personal empieza a rebelarse. El dato de las ventas del libro Elogio de la lentitud no es casual. Un éxito similar ha tenido en España otro ejemplar de nombre muy parecido, pero mucho más transgresor: Elogio de la pereza (Planeta, 2005). Su autor, Tom Hodgkinson, fundador de la revista The Idler (literalmente, El Vago), considera su obra "el manifiesto definitivo contra la enfermedad del trabajo". A lo largo de sus casi 300 páginas da fórmulas para sacarle el cuerpo al trabajo, defiende el escaqueo como un arte que requiere la cooperación de los compañeros y suscribe la decisión del grupo anarquista Decadent Action de instaurar el lunes como "el día de llamar al trabajo y decir 'estoy enfermo". En Austria triunfa la Sociedad por la Desaceleración del Tiempo, que busca la piedra filosofal, el eigenzeit (el propio tiempo); en Japón, el Sloth Club con su eslogan Lo lento es bello; en Estados Unidos, Take Back Your Time aspira a convertirse en una plataforma social de activistas del tiempo. Asiáticos y anglosajones miran de reojo y con envidia la vida mediterránea: la España de la siesta, la Italia de la dolce vita. Puros mitos para turistas. Italia, harta de la tiranía de la velocidad, lidera el movimiento Slow Food en el mundo. En Grecia, según los datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), se trabaja aún más que en Estados Unidos. Y en España somos los últimos en echar el cierre en las oficinas, al filo de las nueve de la noche. Trabajamos unas 1.807 horas al año. Aun así, de momento conservamos como oro en paño los quince minutos del aperitivo y la hora y media o dos de las comidas. Un hábito que, según se mire, puede ser un arma de doble filo en la conquista del tiempo.

Todas estas filosofías, movimientos o asociaciones tienen en común una nueva escala de valores que podría resumirse en tres puntos: trabajar para vivir y no vivir para trabajar; disfrutar el presente y sacar tiempo para aprovechar lo que tenemos, y quitar el pie del acelerador e ir más despacio. Unos preceptos que pueden sonar muy sensatos, pero que tienen que luchar contra el descrédito que supone la lentitud en la era del kilobyte por segundo. Ser lento es ser un perdedor, carente de iniciativa, un torpe. ¿O no? Algo se está moviendo para que hasta el marketing esté apostando por la pachorra. Ahí tenemos ese eslogan de los calzados Camper, Camina, no corras, o la campaña de los helados Häagen-Dazs en el Reino Unido: el anuncio en cuestión anima a sacar el bote de la nevera y esperar 12 minutos antes de meter la cuchara. Entonces, y sólo entonces, habrá alcanzado el punto perfecto de suavidad y placer. El nuevo Volkswagen Beetle se vende en Japón con un reclamo en inglés: "Go slow". Orange, la empresa de telefonía recién estrenada en España, ha basado su campaña británica de este año en la idea de que las cosas buenas de la vida, como jugar con los hijos o enamorarse, pasan cuando el teléfono está desconectado.

Palafrugell es un pueblo de la Costa Brava donde recala los fines de semana la gente que sale huyendo del tumulto urbanita de Barcelona. Allí se vive un poco más despacio, aunque sigue habiendo mucho coche, a criterio de algunos vecinos. Es una de las cuatro ciudades españolas que aspiran a la marca Cittá Slow; las otras son Pals y Begur, también en la Costa Brava, y Mungia, en Vizcaya. Cittá Slow es una red de ciudades que apuesta por desacelerar, reducir al mínimo la presencia de coches, recuperar la calle para el ciudadano y hacer la vida más fácil. Bra, una pequeña ciudad italiana, es el búnker de la corriente, pero ya hay más de 60 cittá slow en el mundo, y otras tantas están pujando por entrar.

Uno de los requisitos indispensables es tener menos de 55.000 habitantes. Además, las aspirantes deben hacer una apuesta fuerte por el pequeño comercio, la agricultura sostenible y las tradiciones locales. Deben contar con un sistema eficiente de depuración de aguas y una recogida diferenciada de basura. Pero lo más difícil, y es condición indispensable para plantar la bandera de Cittá Slow, es poner freno a la desmedida ambición urbanística que campa en todas partes. En Palafrugell esperan la visita de la comisión italiana que decidirá si dan la talla. ¿Los puntos débiles? "No se nos da del todo bien lo del reciclaje de residuos y falta implicación popular, pero no queremos quemar a la gente antes de tiempo", explica Joan Aliu, concejal de Turismo, que cree que si consiguen la marca Cittá Slow tendrán más fuerza para animar a los vecinos. Aliu también reconoce una fuerte presión urbanística que habrá que parar. "Es un pueblo de costa donde no deja de crecer la venta de segundas residencias; lo mismo pasaba en Abbiategrasso, que está al lado de Milán, y allí han conseguido una ciudad tranquila", explica animado. Abbiategrasso es una cittá slow italiana donde llegó Aliu en una autocaravana para comprobar las bondades del movimiento antes de importar la moda a la Costa Brava. Pero la norma en Palafrugell es clara: el litoral no se toca, caiga quien caiga. ¿Realmente es Palafrugell un remanso de paz y lentitud? Carmen es alicantina, pero ha vivido ocho años en el pueblo, y aunque dice que ella se siente "agobiada por los coches como en cualquier sitio", reconoce que se cuidan algunas cosas. "En verano te daban una bolsa de tela en la panadería que llevabas cada día para no usar las de plástico. En la pescadería te dan puntos si llevas el aceite usado para reciclar; luego, con esos puntos te puedes llevar un carro de la compra. La gente lleva su capazo al mercado de frutas y verduras. A su niña de ocho años le enseñan en el colegio a reciclar el envoltorio del bocadillo". En el pueblo esperan el veredicto de la comisión. "Antes eran muy estrictos, la selección la validaba una empresa; pero ahora lo importante es que vayas por el buen camino". El concejal cree que "hay voluntad" para que los cuatro municipios españoles consigan la marca Cittá Slow. "Ellos saben qué somos y qué no somos".

Cittá Slow es una de las secuelas de la rabieta que tuvo el cocinero Carlos Petrini cuando comprobó que los tentáculos del gigante McDonald's llegaban al corazón de Roma, a la mismísima plaza de España. Al restaurador no le bastó con desbarrar contra la comida basura: organizó a su gente y fundó el movimiento Slow Food. Como colofón escogió a un caracol, símbolo por excelencia de la lentitud, como insignia de su rebeldía. Slow Food cuenta con más de 100.000 seguidores en 50 países, España entre ellos. Sus miembros se reúnen para disfrutar de lentas y largas cenas elaboradas según las recetas tradicionales, sin saltarse un paso de los rituales culinarios y, si es posible, regadas con un buen vino y una charla tranquila, sin prisas. "Nos gusta comer bien, la comida bien guisada", admite Pascual Moreno, ingeniero agrónomo de una convivium en Valencia. No niega el ramalazo hedonista del movimiento y lo justifica de manera muy convincente: "La gente ha perdido el sentido del gusto, lo veo cuando organizo catas de queso en la universidad. Le das a un chico joven un queso buenísimo y resulta que le gusta más el de plástico". Pero Slow Food tiene otra cara, si se quiere más madura, de protección de las especies y de la biodiversidad. Han creado el sello Baluarte para salvar tesoros que están a punto de desaparecer. Pascual descubrió en un mercado de pueblo un bote de tomate conservado en aceite con hierbas aromáticas: lo fabricaban dos hermanos que sumaban 150 años entre los dos.

El bote de tomate terminó en El Arca del Gusto, una especie de tribunal del sabor con sede en Italia y creado por Slow Food, que tiene la última palabra. Si merece la pena conservar la tradición culinaria, el tomate de los abuelos se salvará; si no, se mantendrá hasta que ellos lo puedan seguir fabricando. Así se ha recuperado el azafrán del Jiloca, del que sólo quedaban 1,5 hectáreas cultivadas y que se usaba todavía como moneda de cambio en los matrimonios; una manzana valenciana que en unos veinte años estaría en proceso de extinción; un moscatel de Sitges del que quedaban pocas hectáreas cuidadas por unas monjas; el cerdo vasco extacarri, o las alubias del Ganxet. "El límite para decidir que un producto es Baluarte es su calidad y que queden pocos productores", señala Pascual.

Más de una vez, Amador Sánchez Bea ha hecho muchos kilómetros para probar un queso. Lo hace por amor a la buena mesa. Por supuesto, fue de los primeros españoles en apuntarse al Slow Food. ¿Qué hay que hacer cuando un queso te da buen feeling? "Probarlo. A veces hay sorpresas, pero normalmente los quesos no aparecen, los busco. Hay una documentación previa, y una vez que se me despierta la curiosidad los persigo por tiendas especializadas, ferias o viajes a su lugar de origen. Hay muchos quesos que no se comercializan fuera de su territorio".

Contrario a lo que mucha gente cree, los adeptos a esta corriente no son fundamentalistas ni antimicroondas. La mayoría tiene un trabajo, cumple un horario laboral y no puede darse el lujo de bajarse del carro, pero sí de parar de vez en cuando. "No somos tan ilusos para creer que se puede cocinar como en el siglo pasado; se puede comer lentamente y muy mal, y deprisa y muy bien", tercia Juan Bureo, presidente de Slow Food en España. Pascual Moreno cree que estas corrientes son y serán minoritarias. "No sólo porque una cena pueda ser más o menos cara, sino porque todo esto entra en contradicción con la filosofía del sándwich, con la comida precocinada que te comes mirando la tele sin saber qué comes ni con quién". Un acto que para los seguidores del Slow Food está más cerca de repostar que de comer.

Fuera del núcleo duro de los militantes antiprisas, de forma intuitiva alguna gente se busca la vida y se sale de la dictadura del reloj como puede. Los más radicales han vendido su piso y se han marchado al campo, unos a 15 kilómetros de la ciudad y otros a 50. Los hay que cultivan la huerta y los hay que se conforman con comprar en el mercado del pueblo y hacer una barbacoa en el porche. Hace siete años, Paco Ibáñez puso en marcha un sueño adolescente. Vendió su piso en Murcia y se compró una casa abandonada en el campo. Entre los placeres que le proporciona la vuelta al campo menciona "pisar el verde", "encender la chimenea", "ver la luna" y "cocer de vez en cuando una hogaza de pan en un horno de leña". Aunque mantiene su trabajo en la ciudad y no come sólo de lo que da el campo, cultiva una pequeña huerta con tomates, acelgas y habichuelas.

Hasta en las más enloquecidas ciudades, la gente busca un respiro. En el centro de Tokio, con su ritmo trepidante y sus extensísimas jornadas laborales, se ha abierto el salón del buen sueño. Nada nuevo para nosotros. Los japoneses acaban de descubrir la siesta, y están dispuestos a pagar unos seis euros por echar una cabezadita de 20 o 30 minutos. En España, la cadena Masajes a Mil ofrece un servicio similar, con manta y masaje incluido, por cuatro euros. Ahora, en Estados Unidos llaman a nuestra siesta de toda la vida power nap, y viene avalada por los estudios del doctor James B. Maas, psicólogo de la Universidad de Cornell, que demostró que una siesta de 20 minutos aumentaba la productividad y reducía los errores y los accidentes en el trabajo. Desde entonces, empresas como Levi Strauss, Ben & Jerry o Mac World Magazine han estrenado sus nap lounges, unos salones en penumbra con sillones acondicionados para remolonear un poco después de la comida. Pero en España, donde hasta un alcalde en Plasencia (Cáceres) dictó un bando que obligaba a guardar silencio de tres a cinco, la siesta queda para los domingos. Sólo el 24% de los españoles sigue esa sana costumbre.

"Una consulta médica transcurre a una excesiva velocidad: cinco minutos por paciente. Se quedan demasiadas cosas en el tintero, posiblemente las más importantes". Lo dice Rafael de Pablo, médico de familia y coordinador de la Plataforma Diez Minutos, un movimiento que reclama que el médico dedique a cada paciente, al menos, 10 minutos. Otro médico, Javier González Medel, lo explica de un modo muy ilustrativo: "Nadie te cuenta sus problemas importantes con el cronómetro detrás de la oreja. Convencer a alguien para que deje de fumar lleva tiempo, y quizá es lo mejor que puedes hacer por su salud".

El cambio a marchas más bajas se ve muy claro en los gimnasios de las grandes ciudades. Hay cada vez menos público dispuesto a machacarse en la cinta. Los expertos lo definen como el tránsito del fitness al wellness, y en la realidad se traduce en el triunfo por goleada del yoga, las técnicas orientales, el pilates y los spa. Si en 2000 el 90% de las clases eran puro fitness, hoy sólo representan el 60% de la oferta de los gimnasios. La palabra wellness (bienestar) está presente y funciona como una promesa no escrita: "La gente viene a romper la realidad del día a día y quiere salir con una sensación de bienestar", explica Juan Manuel Estévez, director técnico del centro Wellsport, en Madrid.

Casi 300.000 visitantes diarios tiene la web del Rincón del Vago (www.rincondelvago.com) en tiempos de exámenes. Según cuenta su creador, Javier Castellanos, la misión de su empresa es reunir apuntes, trabajos y todo lo que pueda ahorrar tiempo a su cliente-tipo: un estudiante de entre 16 y 23 años con cierta urgencia para entregar un trabajo. "La gente no está dispuesta a perder tiempo en hacer cosas que ya están hechas".

Al movimiento gay también le ha salido un ejército de perezosos: los osos, que siguen la estética de la pereza. "Vamos en plan cómodo, llevamos los vaqueros rotos y nos gusta comer bien, ni dietas, ni gimnasios", asegura Javier Vergara, al frente de MadBear, la asociación de osos de Madrid, creada hace seis años.

Es duro ser militante de la pereza 24 horas al día. Y no es eso lo que pretenden las corrientes antiprisas. "Yo no soy un fundamentalista de la lentitud, creo simplemente que necesitamos recuperar el arte del cambio de marchas. A veces la velocidad es necesaria y a veces la lentitud es la mejor política. Mi lucha no es contra la velocidad en sí misma, sino contra la adicción a la velocidad", explica Carl Honoré, autor de Elogio de la lentitud, convencido de que somos muchos los que necesitamos "volver a conectar con nuestra tortuga interna".

Los teóricos de la lentitud apuestan por impulsar un cambio de prioridades y conseguir que los bienes materiales sean menos importantes que contar con tiempo suficiente para disfrutar de la vida. "Mucha gente asume que bajar el ritmo quiere decir trabajar menos horas, ganar menos dinero y consumir menos. Ése puede ser el caso de algunos, pero no el de todo el mundo. Se puede ser más eficiente haciendo las cosas más despacio", tercia Carl Honoré, y recuerda que los trabajadores con una mayor productividad por hora son los franceses, que han estado varios años con la semana de 35 horas. Del mismo argumento tira Ignacio Buquera, creador de la Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios Españoles: "España está a la cola de la productividad en Europa y somos los últimos que nos vamos de la oficina". En su libro Tiempo al tiempo (Planeta, 2006) defiende la flexibilidad de horarios de entrada y salida y la puesta en práctica de la política de luces apagadas en las empresas. "La cultura de calentar la silla es un tema decimonónico; en el siglo XXI debe primar la eficiencia sobre la presencia". Se trata de que en torno a las cinco de la tarde todo el mundo se vaya a su casa. "Muchos empresarios creen que vamos a por una reducción de la jornada laboral, pero hablamos de cumplir lo que ya está escrito en los convenios colectivos y que las horas que se pasen en las empresas sean productivas".

Carl Honoré se concede una vez al día una pausa tecnológica, libre de móviles y ordenadores. "No se puede estar conectado todo el tiempo". Curiosamente, la idea la copió de un gerente de la tecnológica IBM que lanzó un movimiento por el slow e-mail. Se trata de reducir las veces al día que revisamos nuestro buzón para ser, asegura, "más felices y más creativos".

Carl ha conseguido superar el momento crítico del día: la hora de leer el cuento a su hijo. Ha dejado de usar reloj, pero, incluso antes de comenzar, tapa el despertador del cuarto del niño. "No quiero saber qué hora es". Hace un año, mientras Carl preparaba sus maletas para un viaje, Benjamin le regaló una postal. "¿Para la buena suerte?", preguntó Carl. "No, es por ser el que mejor cuenta los cuentos del mundo".

Bigastro y el paraíso

Por Vicente Verdú

Bigastro es una pequeña localidad alicantina en la Vega Baja del Segura que, como todas sus vecinas, se encuentra asaltada por la máxima especulación. No cualquier especulación, sino una patología que ha multiplicado los habitantes de poblaciones vecinas por un 3.000 por 100 o más en un periodo de diez años.

Prácticamente ningún municipio en ese entorno dulce que llega hasta el mar ha quedado libre de los fabulosos campos de golf y su apretado cinturón de adosados que van trenzándose como una delirante expansión celular hasta cubrir zonas donde ya no existe nada de nada: ni mar, ni sierra, ni vegetación, ni monte que otear. Sencillamente crecen y se reproducen ofreciendo, a extranjeros especialmente, un modo de vida fuera del tiempo y el mundo. Los supermercados, las farmacias o los gimnasios se dirigen a esta población de jubilados británicos o alemanes que hallaron acaso en este clima alicantino, en sus comidas y en sus gentes el sitio ideal para desmaterializarse sin fin.

El fenómeno ha resultado ser tan importante que en muy poco tiempo ha logrado componer una tipología urbana impensada e insólita en el mapa de España. Bigastro y su huerta, el pueblo y su alcalde, Jorge Hernández, se alistaron el 19 de octubre pasado a la red de resistencia contra esta formación salvaje y desangelada que no sólo consternan el paisaje tradicional, sino que proyectan deterioros de todo orden -ecológicos y económicos- sobre todo el entorno.

Localidades españolas como Pals, Begur, Palafrugell, Munguía, Lekeitio, Rubielos de Mora, Bigastro y Pozo Alcón forman parte de esta red denominada de città-slow nacida en Italia hace unos diez años y en contra de la ciudad destructora, neurótica y especulativa.

La città-slow o ciudad lenta preconiza la vida vecinal, la degustación del tiempo y las funciones, la relación sosegada con los otros, la oposición al estrés y los apremios del progreso. Su grupo de coalición natural es el movimiento de la slowfood o comida lenta que defiende el valor cultural de los alimentos y el humanismo de la cocina natural.

Se calcula que habría en España 3.000 clases de tomates hace unos años, pero ahora sólo se consumen 12 especialidades; se registraron hasta 200 clases de perejiles en el pasado, y en la actualidad sólo se habla de un perejil. Enseñar a los niños a distinguir la buena lechuga de la guarnición en la hamburguesa, apreciar la carne sin hormonas, el pescado sin conservantes, el pollo sin proteínas o el auténtico aroma del azafrán forman parte del programa para crear prosélitos.

Una y otra organización celebran encuentros periódicos para fortalecerse o multiplicarse, y en sus estatutos se recalca el factor humano como sentido final de esta microutopía comunitaria. Aunque sus miembros, de profesiones muy dispares, son mucho menos angélicos de lo que pudiera creerse. En Bigastro, por ejemplo, la recuperación de la huerta abandonada por sus tradicionales agricultores se realiza mediante un canje de campo por edificabilidad. Los constructores son autorizados a levantar un ático más, fuera de los planes, a cambio de entregar una hectárea agrícola que formará parte de los llamados "huertos de ocio", parcelas donde se ocupan gentes ahora mayores con sus nietos y quien pase por allí.

En el encuentro de Bigastro prestaron su adhesión unos 20 alcaldes de media docena de provincias españolas y algunos incluso acudieron a la sesión. En conjunto se trata de una menudencia si se compara con la necesidad de nutrición política para avanzar, pero ¿qué duda cabe que la tendencia social operará en su favor? ¿Quién no asentirá crecientemente a esta iniciativa que devuelve sentido a la lucha colectiva y personal?

Los manifiestos, los estatutos, el calendario de eventos, las maneras de anexionarse se encuentran en la red con sólo invocar las palabras mágicas del città-slow o slowfood. Todo el mundo entiende enseguida de qué se trata y quiénes pueden ser los enemigos. Las fuerzas enemigas que nos enferman y nos matan con la velocidad, el estrés, la comida basura, la aglomeración en viviendas sin arquitectura y sobre espacios informes, arrasados, sin identidad.

Las fotografías de este reportaje son de la serie 'Teenage Stories', creada para 'C Action Project', de la colección de fotografía de 'C Photo Magazine'.

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Sobre la firma

Karelia Vázquez
Escribe desde 2002 en El País Semanal, el suplemento Ideas y la secciones de Tecnología y Salud. Ganadora de una beca internacional J.S. Knigt de la Universidad de Stanford para investigar los nexos entre tecnología y filosofía y los cambios sociales que genera internet. Autora del ensayo 'Aquí sí hay brotes verdes: Españoles en Palo Alto'.

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