La temible Anna Wintour
La mujer que inspira el papel de Meryl Streep en 'El diablo se viste de Prada' es mucho más que la directora de la edición estadounidense de 'Vogue'. La dama más poderosa de la moda, en una de sus escasas entrevistas
Resulta tranquilizador descubrir que, hasta en los más distinguidos eventos sociales, las conversaciones triviales son un problema. En el vestíbulo del Metropolitan Museum of Art, en una cálida noche neoyorquina de primavera, Drew Barrymore, Gisele Bündchen y Charlize Theron pululan rígidas al comienzo de una recepción. "Mido 1,78", dice Bündchen, alargando el cuello.
"¡Yo, 1,55!", señala Barrymore. Theron evita decir su altura, pero levanta la vista con seriedad, la proyecta a media distancia mientras agita en el aire su vestido de fiesta como un cocodrilo que enderezase la cola. No hay continuación evidente para este torpe intento de romper el hielo, y las tres mujeres se sumen en un incómodo silencio, que sólo alivia el ruido que hace a unos pocos metros Kate Moss, mientras le cuenta a Vivienne Westwood algo sobre unos pantalones vaqueros (" decían que no pegaban con la camisa, pero, joder, te digo que sí lo hacían").
Es la fiesta de presentación de Anglomania, la exposición anual sobre indumentaria que celebra el museo, dedicada este año a la historia de la moda británica. Las conversaciones triviales no deberían importar; todo el mundo sabe que la organizadora no se las permite. A las 18.30, Anna Wintour irrumpe en el vestíbulo, con la mirada clavada al frente, para ocupar su sitio junto a las coorganizadoras, Sienna Miller (elegida, según Wintour, porque representa "lo mejor del estilo británico"), Rose Marie Bravo (directiva de Burberry, que patrocina el evento) y el duque de Devonshire. Juntos forman una fila que recibe a ganadores de Oscar, Grammy y Emmy; macizas, multimillonarios, herederas, un tropel de supermodelos y, como diría Liz Hurley, también presente, algún "paisano" desenvuelto, como la mujer vestida de tafetán gris que entra en la sala y grazna: "Necesito una copa".
Distingo a la baronesa Amos, presidenta de la Cámara de los Lores, y me propongo llegar hasta ella, pero me lo impide una mujer que le dice entre dientes a su canoso acompañante: "¡Deja de molestarme, Manolo!". Manolo Blahnik deja de molestar y, cuando el sol cae sobre el exterior de piedra caliza del museo, se pone discretamente a la cola para saludar a Wintour.
El icono. Anna Wintour es la directora de la versión estadounidense de Vogue, pero eso no es decir mucho. Aunque a sus 56 años lleva 18 dirigiendo la revista, hace tiempo que dejó de ser considerada una periodista, para convertirse más bien en una especie de representante de la moda. Antes de conocerla, en conversaciones con amigos, aparece como alguien brillante o estúpido, como una artista, una matona, una heroína, un chivo expiatorio, alguien con gran poder y la responsable de los trastornos alimentarios de las mujeres. El hecho de que se la imagine como todo eso es un indicativo de su influencia, y aunque afirme que no es consciente de su carácter de icono, lo reafirma constantemente, y se diría que fanáticamente (aunque esté harta de que la gente hable de sus gafas de sol de Chanel, eso no basta para que deje de llevarlas). Lo único en lo que todo el mundo coincide es en que está por encima de la moda, porque ella es la moda.
La encarnación del estilo. "No quiero que se haga una idea equivocada", había dicho cuatro días antes de la fiesta, en su oficina de Vogue, en Times Square. Está de pie junto a su mesa, enfundada en blanco. "No soy comisaria, soy mediadora. Ayudo a los patrocinadores [de Anglomania] y también a organizar el evento. Estoy entre bastidores".
Para Wintour, el conocer a alguien no debe de ser muy relajante. Su incomodidad en parte refleja lo incómoda que se siente la gente con ella, sobre todo las mujeres, que, ante la perspectiva de conocer a la encarnación de la moda y para curarse en salud, se ponen en guardia. La actitud de Wintour no facilita mucho las cosas; habla con un tono de aburrimiento, de mala gana, aunque siempre ha dicho que es tímida, no distante. Gran parte de lo que se escribe sobre ella es injusto. Aunque su estilo de gestión sea notablemente mayestático -corren toda clase de rumores sobre el protocolo del personal de Vogue-, no es más extravagante que el de los demás miembros del imperio editorial Condé Nast, y desde luego no más que el de Vanity Fair, a cuyo director, Graydon Carter, no se le critica tanto.
Termómetro de la época. El caso es que es buena en lo suyo. Además de las páginas de moda, los últimos números han incluido artículos de Joyce Carol Oates y Edmund White, o una entrevista con la nueva presidenta de Chile, Michelle Bachelet. Un ex empleado de Wintour en la edición británica de Vogue la recuerda (no exactamente con cordialidad; sí con respeto) como una persona muy trabajadora y meticulosa. A Wintour le gusta decir: "Si observas cualquier buena fotografía de moda fuera de contexto, te dirá tanto sobre lo que ocurre en el mundo como un titular de The New York Times". Por tanto, en este momento afirma: "La ropa de esta temporada es muy combativa y urbana, parece que vas a entrar en combate". Sin ser un análisis muy punzante sobre política internacional, se entiende lo que quiere decir.
Cuando le pregunto si está tratando de conseguir que la revista sea más política, me mira como si le hubiera pedido que prendiera fuego a su oficina. No se ensucia las manos con opiniones directas. Sí lanza una apasionada perorata sobre lo mal que está que los políticos traten con condescendencia al mundo de la moda. "A los políticos la moda les suele poner tremendamente nerviosos, porque les parece frívola. No quieren parecer demasiado elitistas, atolondrados o lo que sea. Y, francamente, me irrita muchísimo, porque es un sector enorme en cualquier país, y tengo la sensación de que los políticos deberían aceptarlo, en lugar de apartarse de él. Me gustaría que el Gobierno británico se implicara más en la moda y acudiera a algunos de los desfiles. Me parece que es realmente insultante para este sector, porque hace mucho por Gran Bretaña. El país está produciendo enormes talentos, y deberían alegrarse de ello".
Interés británico. Su contribución a la causa es despertar entusiasmo por Anglomania. La prensa no especializada suele considerar que el entusiasmo de Wintour por los diseñadores británicos -en este caso, Vivienne Westwood, John Galliano y Stella McCartney- demuestra la existencia de un defecto permanente: que la prensa especializada tiene más simpatía por los anunciantes que por los lectores. Wintour no se deja intimidar. Circula una historia según la cual, cuando la empresa de Armani insinuó que podría reconsiderar su gasto en publicidad en las grandes revistas de moda si su ropa no aparecía con más profusión en sus páginas, la única directora que les mandó a paseo fue Wintour. "Es usted una heroína", le digo. Sonríe contenida. "Sí, claro".
-Es una historia fantástica.
-Bueno, pero es agua pasada.
-Usted fue la única que les plantó cara.
No responde.
-Y se desmoronaron.
Mantiene la sonrisa.
-¿Se alegró de ganar?
-Bueno, estoy contenta de que Giorgio acuda a la exposición del lunes por la mañana. Vaya, todo eso ocurrió hace mucho tiempo.
Se habla mucho sobre cuáles son los atributos necesarios para salir en la portada de Vogue. Wintour utiliza palabras como "sofisticada", "extravagante", "interesante" e "inteligente" para describir el perfil de la revista. Era demasiado tarde para sustituir a una desenfadada Britney Spears en el primer número posterior al 11-S, así que colocaron una bandera estadounidense detrás de ella y esperaron que diera resultado. Keira Knightley tuvo su portada porque, dice Wintour, "es alguien que le interesa a Vogue". Y Jennifer Aniston. "Es casi como la vecina de al lado y no se ve a sí misma como una modelo".
Presencias atractivas. Es lógico que las chicas que trabajan en Vogue vayan bien vestidas, aunque uno se pregunta dónde está el límite. ¿Uñas mordidas? ¿Puntas abiertas? ¿Colores de la pasada temporada? En cuanto a la gente que sale en la revista, Wintour dice que no hay reglas sobre si los casos mencionados, por ejemplo, en un reportaje no relacionado con la moda, deben ser fotogénicos, aunque quieren "presencias atractivas". Entonces, ¿la gente que no lo es puede salir en Vogue? Wintour vuelve la vista hacia el ventanal y suspira irritada. "Patrick [director de comunicación de Vogue] le enseñará un par de fotografías". Levanta el teléfono. "Oye, ¿puedes pedirle a Patrick O'Connell que saque las fotos del reportaje sobre obesidad que hicimos? Gracias".
En la fiesta resalta algo obvio: con una o dos excepciones, no hay una sola mujer aquí que no parezca tener la solitaria. Le pregunto a Wintour si el sector de la moda no se las ingenia para conseguir que las mujeres se sientan mal consigo mismas. Pone cara de mártir. "Eso me parece una tontería. Quiere rendir homenaje a la mujer. Y creo que una de las cosas que están ocurriendo en la moda de hoy día es que hay muchísima ropa disponible a muchos precios diferentes. Me parece que las mujeres tienen mejor aspecto que nunca. Y si una mujer se siente mal consigo misma, su problema es más grave que el de este sector". Al término de la entrevista me entregan fotocopias del reportaje sobre la obesidad.
Hija de un magnate. En cierto momento de su carrera dejó de ser la que era para convertirse en "Anna Wintour", y en ese momento cerró al público, como si fueran las alas de un edificio señorial, gran parte de su personalidad. Parece que la última entrevista relajada que concedió fue la publicada en 1986 en The Guardian, cuando fue elegida directora de la edición británica de Vogue. Ése fue su gran salto. Hija de Charles Wintour, director de The Evening Standard, y de su esposa estadounidense, la filántropa Elinor, se crió en Londres. Después de algunos periodos trabajando en Nueva York, en Harper's Bazaar y en una efímera revista llamada Viva, regresó a Londres a los 36 años, y su marido, David Shaffer, se quedó en Nueva York.
"La logística es terrible", le decía a la periodista Linda Blandford en aquella época. "Me despierto de noche con sudor frío. Sin cesar, una parte de mí piensa: 'Estoy loca. Debería estar en casa, cuidar de mi bebé y tener una vida tranquila'. Pero no creo que quisiera tener un hijo en Nueva York. Aquí me he esforzado mucho durante 15 años, y la versión británica de Vogue siempre fue la revista que quise dirigir. ¿Funcionará? Pregúntemelo en seis meses".
Evidentemente funcionó, y en 1988 regresó a Nueva York, absolutamente triunfante, para ocupar el puesto de redactora jefa de la edición estadounidense de Vogue. Ahora cuesta imaginarse a Wintour refiriéndose con tanta libertad a sus vulnerabilidades. Habla con orgullo de la hija que tiene en la Universidad de Columbia y del hijo que estudia en Oxford, pero se repliega cuando se trata de cualquier otro asunto personal. En aquella entrevista de 1989 decía: "Ante los éxitos académicos de mis hermanos y hermanas, yo me sentía bastante fracasada. Eran muy brillantes, así que imagino que yo traté de ser decorativa. La mayor parte del tiempo me escondía detrás del pelo y sufría una timidez enfermiza. En mi familia siempre he sido una broma. Alguien profundamente frívolo".
Ahora afirma: "Bueno, me divertí mucho en mi infancia en Londres y creo que lo más importante es que mi madre trabajaba. Creo que eso era bastante infrecuente por aquel entonces. Mi padre y mi madre me trasmitieron una fuerte ética del trabajo".
Estar a la altura. Una cosa es la ética del trabajo, y otra, levantarse al amanecer para peinarse y maquillarse. En la versión británica de Vogue, la directora actual, Alexandra Shulman, reconoce alegremente que nadie, ni siquiera ella, puede alcanzar siempre el inmaculado look Vogue. La inquebrantable capacidad que tiene Wintour para transmitir la sensación de que habita en las páginas de su revista tiene cierta franqueza, prueba de que, al margen de lo que uno piense al respecto, el estilo de vida que vende Vogue es posible, al menos físicamente.
Donde más humana se muestra Wintour es con respecto a lo inglés; su revista propaga a los cuatro vientos la cultura británica de un modo que se podría sospechar que surge de la nostalgia. Los jóvenes diseñadores ingleses a los que Wintour favorece en este momento son Basso & Brooke, Luella Bartley, Hussein Chalayan, Stella McCartney y Phoebe Philo. "Siempre me ha gustado mucho la moda británica. Creo que tienen una originalidad y una personalidad enormes, y no les preocupa ser comerciales, como a veces ocurre en Estados Unidos".
El estilo de Wintour tiene fama de inmutable. Le pregunto qué le pareció Edna Mode, el dibujo animado de Los increíbles que parece inspirado en ella y que desaconseja a los superhéroes preocupados por su aspecto que lleven capa. "No la he visto. Lo siento", responde.
¿Piensa que el sexismo ha influido en lo que se escribe sobre ella? "Realmente no pienso en ello. Sólo trato de hacer mi trabajo lo mejor que puedo. De alguna forma he aprendido a no prestarle ninguna atención. Así que, sea sexismo o lo que sea, creo que simplemente te tienes que sentir bien con lo que haces, con la gente con la que trabajas, y con las iniciativas que llevamos a cabo son cosas que significan mucho para mí. Mucho más importantes que lo que un periódico sensacionalista pueda decir".
Carne de tabloide. Ese tipo de prensa ha hallado terreno abonado últimamente con la ruptura de su matrimonio con el psicólogo infantil Shaffer y su posterior relación con J. Shelby Bryan, ex millonario del sector de los móviles. Se conocieron hace 10 años en una cena. Alguien que conoce bien el complejo Condé Nast y también a Wintour y a Bryan afirma: "Para ella, lo atractivo fue que él la cortejó. Es un seductor y un vendedor, uno de esos tipos que pueden prometerte el mundo".
Resulta imposible imaginarse cómo es la vida de Wintour detrás de la armadura de su imagen pública, cuando no está trabajando. No parece tener sentido del humor, y desde luego carece de sentido del ridículo, como insinúan esas fotografías con un gran abrigo de pieles del que asoma la cabeza, como saliendo a la superficie de una alcantarilla.
Y ahora volvamos a la recepción. En los minutos anteriores a la apertura de puertas, los empleados de Vogue revolotean de un lado a otro, cuchicheando maliciosamente. "¿Has visto a Marsha o a las chicas de Burberry? ¿David? ¿Es ahí donde vas a ponerte? ¡David!". La proporción entre fama y desesperación se calcula contando cuánto tiempo pasa cada invitado en la alfombra roja en relación con el ruido que hacen los fotógrafos al pasar el famoso. Naomi Campbell consigue el mayor estruendo con el menor tiempo de pose (aparte de ella, la única persona que se libra de la cola de recepción tan flagrantemente es Rupert Murdoch). En cierto momento aparece Jennifer López. La cola para saludar a Wintour es bastante larga, y López frunce el ceño, sin saber muy bien cómo comportarse.
Herencia del pasado. Después de su entrada, no veo a Wintour durante el resto de la fiesta. El último contacto con ella se produce la tarde posterior a la entrevista, cuando me la encuentro en el museo. Está echando un último vistazo a los artículos expuestos, que incluyen, entre otras cosas, un vestido de Stella McCartney, montones de creaciones punkis de Vivienne Westwood, el sombrero de boda de la duquesa de Cornwall y un retablo que establece, como dicen los comisarios, un "diálogo" entre la ropa de luto de la reina Victoria y el vestido que llevaba Gwyneth Paltrow en los Oscar. Es una locura, pero resulta divertido, e indica hasta qué punto la moda británica ha saqueado su propio pasado. Wintour merodea por las salas en penumbra con las gafas de sol puestas mientras yo hablo con el comisario. De repente, se dirige hacia nosotros y pregunta: "¿Les hace falta algo?". Pero antes de que yo pueda terminar de responderle, se da la vuelta y se aleja briosa de nosotros.
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