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[15] MALOS DE LA HISTORIA

El amante en serie

Don Juan, tenorio y burlador de Sevilla, que por estos apellidos se le conoce, nació de la pluma de Tirso de Molina, pero su fama de malvado traspasó fronteras. Seductor de mujeres, mentiroso, vil, la figura de este personaje libresco y genuinamente español provoca admiración y rechazo a partes iguales.

Vicente Molina Foix

Don Juan es el único malo de la historia al que los hombres no recriminan, aunque en ocasiones le manden al infierno. Como otros grandes personajes de ficción cuya realidad prevalece sobre el tiempo carnal de los humanos, Don Juan ha producido no sólo numerosas secuelas, sino la gloria de un sustantivo propio, acompañado de la correspondiente batería de calificativos y verbos. En esa nomenclatura, es muy distinto ser un quijote que un rastignac, una celestina que un otelo, y tampoco tienen la misma resonancia moral el bovarismo, la duda hamletiana y la fijación edípica. Ser un donjuán es deleznable y dulce, peligroso, escabroso, morboso, y ningún individuo, por firme que sea su monogamia o rígida su conciencia, escapa al menos a la tentación de soñarse un conquistador infinito. ¿Y las mujeres? ¿Le odian todas por su incumplimiento sentimental, por sus atropellos y embustes, o hay en muchas de las que han sido víctimas del donjuanismo una secreta delicia, un vértigo arrebatador ante la llegada a su alcoba de un hombre tan potente, tan solícito, tan experimentado? Luego hablaremos de los posibles síndromes de Estocolmo generados por este fenomenal raptor, de las Doña Elvira y las Doña Inés, y de la trascendencia de un personaje cuyo constante éxito de público en todas las taquillas y prensas y cavilaciones se basa en el hecho de que seduce físicamente a las mujeres, pero mentalmente atrae a los hombres. Antes, un poco de historia y de patria.

Como el Doctor Fausto, como Medea, como El idiota de Dostoievski, Don Juan nunca tuvo una biografía precisa antes de su existencia literaria, si bien el mundo sigue produciendo faustos, medeas, michkins e inagotables donjuanes. Lo curioso es que el personaje de Don Juan sea tan originalmente español. Hace cien años, el asunto de su denominación de origen aún despertaba recelos y consumía muchas energías entre los filólogos europeos, siendo el escritor y erudito gallego Víctor Said Armesto quien con más convicción negó la existencia de un supuesto precedente italiano a la obra de Tirso de Molina; desde entonces parece indiscutible que el burlador fundacional es el Don Juan Tenorio convertido por Tirso en protagonista de su drama trágico ¿Tan largo me lo fiáis? y de su posterior (y muy superior) remake El burlador de Sevilla y convidado de piedra (escrito en torno a 1620 y estrenado por la compañía de Roque de Figueroa). Fue el mismo Said Armesto quien recogió en su libro La leyenda de Don Juan una amplia colección de romances populares que, junto a otras fábulas y relatos inmemoriales, habrían sido la inspiración directa de Tirso de Molina y, por consiguiente, de todos los escritores que a él le copiaron. De esos romances de tradición oral, tal vez el más hermoso es el que Juan Menéndez Pidal, hermano mayor de don Ramón, tomó, aún vivo en la segunda mitad del siglo XIX, de una anciana del pueblo leonés de Riello, y que comienza así:

Pa misa diba un galán, caminito de la iglesia;

no diba por oír misa ni pa estar atento a ella,

que diba por ver las damas, las que van guapas y frescas.

En el medio del camino encontró una calavera,

mirábala muy mirada, y un gran puntapié le diera;

arregañaba los dientes como si ella se riera.

-Calavera, yo te brindo esta noche a la mi fiesta.

-No hagas burla, caballero; mi palabra doy por prenda.

Aparecen, como se ve, en la copla leonesa los motivos del buscador de guapas mujeres, el desafío al esqueleto y la invitación a cenar aceptada por el muerto, aunque Tirso (basándose seguramente en escenas similares de Lope de Vega y otros dramaturgos españoles del XVII) transforma la calavera parlante en estatua sepulcral. Sin embargo, la mayoría de tales romances hispánicos y otros del mismo tema diseminados por el resto de Europa son de final feliz, tienen un reducido trasiego erótico y un arrepentimiento del galanteador que evita el castigo mortal. ¿Acentuó nuestro fraile mercedario el cinismo y la depredación de su tenorio ("el mayor / gusto que en mí puede haber / es burlar una mujer / y dejalla sin honor") no sólo para hacer más edificante y dogmático el escarmiento, sino también por vengar al género femenino? Las comedias y dramas de Tirso ofrecen una galería de protagonistas intrépidas, independientes y desenvueltas incomparable en el Siglo de Oro, y la leyenda (también las hay en la historiografía literaria) dice que esta llamativa caracterización protofeminista del autor se debía a la experiencia de escuchar en el confesionario a tantas mujeres maltrechas por los hombres y decepcionadas.

Lo cual nos devuelve al asunto del españolismo del tenorio. Tirso creó la estirpe de Don Juan, bautizándolo literalmente ("¿Quién soy? Un hombre sin nombre", contesta el burlador a la burlada Isabela en uno de los primeros versos del drama), pero el personaje nunca ha dejado de obsesionar antropológicamente a nuestros escritores, tanto a los que tratan de desactivarlo por medio de la lírica, la crítica o el sarcasmo (Azorín, Ramiro de Maeztu, Torrente Ballester) como a quienes se suman con fogoso talento a la leyenda: en particular Zorrilla y Espronceda. Habría que pasar del romanticismo a la edad moderna para que el conquistador sin escrúpulos deje de rendir con su vida el tributo a sus desmanes. Pero siempre se advierte, entre las acusaciones de psicopatía y los anatemas morales, un mal disimulado enorgullecimiento patriótico, una adhesión viril al gran desalmado. "Tiene que es de nuestra tierra / el tipo tradicional", escribió Zorrilla en unas chispeantes redondillas incluidas en sus memorias, incluyéndose él entre los cómplices: "Pues todos los españoles / nos la echamos de tenorios".

Con menos descaro, más floridamente, también el citado Said Armesto refleja esa corriente de íntima solidaridad cuando, después de preguntarse si es que hay algún bebedizo peculiar que produzca en el alma española la simpatía por el burlador, responde él mismo: "Es innegable que esta airosa figura, que lleva en sus fascinadores ojos brasas y ponzoñas del infierno y en sus labios malignos sonrisas y florescencias de mayo, se presenta ante nosotros como la expresión individual de toda una época, como símbolo y cifra de una generación emprendedora, de instintos bullangueros y díscolos, de orgullo indómito, de potentes arrestos para la acción, para la guerra, para el libertinaje, hábil en urdir las tramas del galanteo y eternamente ávida de apurar los encantos de la vida con esa hermosísima demencia de la juventud".

La diablura y la juerga inacabable. El requiebro, la chulería, la hermosa y loca juventud creadora. ¿Una tipología del español eterno? Menos mal que también tenemos la voz científica, el doctor Marañón y el doctor Lafora, dos aguafiestas de la vanidad nacional. Las argumentaciones de Marañón son muy conocidas, y han sentado, por así decirlo, jurisprudencia sociocultural; Don Juan (que el médico y polígrafo personifica destacadamente en el conde de Villamediana, un malo genial y bien real) esconde en su vertiginoso afán de seducción una indeterminación adolescente, tal vez propia de un temperamento homosexual: "Ama a las mujeres, pero es incapaz de amar a la mujer". Ahora bien, sentencia Marañón, el famoso burlador de Sevilla, "nacido al mundo de la leyenda en España, apenas tiene nada de español", aunque lo sea el resplandor que rodea a su figura, ligado al tópico de las noches andaluzas, las callejuelas angostas, las rejas, las macetas, los caballeros embozados y ese "Dios, irritado o misericordioso, que se aparece, con naturalidad milagrosa, ante los ojos de los españoles, inaccesibles al asombro de lo sobrenatural". Para el doctor Marañón, el personaje donjuanesco no tiene arraigo en la psicología del hombre español, definido, si hubiera que buscar un rasgo característico, por la primacía del honor; El médico de su honra, de Calderón de la Barca, sería nuestro prototipo racial.

No tan difundidas como las de Marañón, pero no por ello menos agudas, son las reflexiones del doctor Gonzalo R. Lafora, un eminente sabio republicano, discípulo de Ramón y Cajal y fundador, junto a Ortega y Gasset y José María Sacristán, de la revista Archivos de Neurobiología. Lafora sitúa a Don Juan en un cuadro de análisis neuropsiquiátrico: infantiloide (desea todos los juguetes y de todos se cansa), histérico en la variabilidad de sus pulsiones, trashumante y perpetuamente insatisfecho, su hipererotismo polígamo hace de él -más que un hombre dotado de órgano sexual- un órgano sexual conductor de un hombre. Esos rasgos patológicos, aun identificados y sufridos, no siempre producirían rechazo; hay mujeres comprensiblemente atraídas por el extraordinario dinamismo sexual de Don Juan, por su fama de amante, una mala fama que anuncia momentos de éxtasis y escalofrío.

Carácter masculino universal antes que emanación del inveterado machismo hispánico, el tenorio abre una corriente de afirmación amoral que desborda el cauce de la mera guerra entre los dos sexos. De ahí las preguntas inmediatas: ¿es tan vil Don Juan? ¿Pretende con su cínica perversidad hacer daño a las seducidas, o se trata más bien de un desestabilizador de las emociones, las certezas, las instituciones, el orden establecido? Don Juan, según lo veo yo, es un hombre sin capacidad alguna de expresión sentimental, un coleccionista de arrebatos, un deconstructor de mujeres, colocadas como trofeos fugaces en la vitrina de su prodigiosa fisiología; también un gran mentiroso que utiliza constantemente el disfraz y la falsificación. Todo ello puede sintetizarse en un concepto, el de la infidelidad militante. Don Juan Tenorio se deleita especialmente en las mujeres casadas, las noches de bodas ajenas y las doncellas prometidas en matrimonio, no ya a un novio formal, sino al mismísimo Esposo Místico. El donjuanismo ha tenido siempre un matiz antisacramental, irreligioso, y de ahí que el personaje titular alcance el paroxismo del gozo saltando las tapias de los conventos, deslizando mensajes de amor por una torna o arrebatando a caballo a las novicias ilusas.

Por encima de esta radical poligamia y odio al compromiso matrimonial y paternal (¿se imagina alguien al tenorio acunado por una madre tierna, o acunando él a un bebé en sus brazos?), su infidelidad es más general y profunda. Por tal razón, no por su hipererotismo (capaz de despertar, ya lo hemos dicho, nuestra envidia, nuestra curiosidad o nuestro perdón), sí estamos ante un personaje de innegable vileza. Don Juan es el hombre que no se casa con nadie, al margen del sentido nupcial de la frase; alguien que no se compromete con nadie, que no es fiel a nadie, que no cumple ninguna promesa, que no respeta ninguna amistad o lealtad, que no atiende a ningún vínculo, y cuya propia esencia es la negación de los principios mediante los que los seres humanos nos entendemos y soportamos unos a otros.

Tanteada la naturaleza, la conducta y el lugar de nacimiento del burlador, y teniendo en cuenta a Corpus Barga, que dijo que Don Juan no es un hombre natural, sino "un prejuicio literario", es el momento de detenerse en algunas de las encarnaciones del personaje, considerándolo en sus actos y sus palabras como persona que hubiera pasado por este mundo o al menos pudo existir. Aunque la competencia es dura (Goldoni, Byron, Hoffmann, Pushkin, Pérez de Ayala, Max Frisch), mis donjuanes predilectos son los de Espronceda y Zorrilla, el de Da Ponte con Mozart, y tres franceses, los de Molière, Baudelaire y Mérimée, aunque tanto este último como Espronceda le den otro nombre a su protagonista y superpongan a la de Don Juan otras leyendas tradicionales del mismo cuño.

Mi primer acercamiento y devoción a El estudiante de Salamanca se lo debo a Jaime Gil de Biedma, que publicó en uno de los tempranos libros de bolsillo de Alianza Editorial una antología comentada de Espronceda, poeta que por entonces (estoy hablando del año 1966) no figuraba entre las atracciones de la moderna feria literaria. Según Gil de Biedma, El estudiante de Salamanca es "la obra más perfecta del romanticismo español", y su protagonista, Don Félix de Montemar, la "almendra españolísima de todos los donjuanes", si bien en esa última afirmación el antólogo citaba como autoridad para blindar sus intempestivas afirmaciones nada menos que a don Antonio Machado. La figura del estudiante disoluto de Espronceda procede de una recopilación de cuentos, ésta sí anterior a la obra de Tirso de Molina (Jardín de flores curiosas, de Antonio Torquemada, impresa por vez primera en 1570), donde se recoge la historia -posteriormente asociada con la de Don Juan- del joven que, para conseguir los favores de una monja, entra de noche en el convento y observa espantado cómo en el interior de la iglesia se están celebrando sus propios funerales. Espronceda cambia algunos detalles de fondo y enriquece el habitual triángulo dramático (burlador, burlada, pariente vengador), pone el emblemático nombre de Doña Elvira, usado antes por Molière y Mozart, a la mujer violentada, y no esconde la deuda con el primer tenorio de Tirso, pues llama a su Don Félix "Segundo Don Juan Tenorio" en los versos de presentación del personaje, que traen ecos de El burlador de Sevilla y convidado de piedra: "Corazón gastado, mofa / De la mujer que corteja / Y hoy despreciándola deja / La que ayer se le rindió".

La poética de ultratumba y el ámbito nocturno, fúnebre, tan inherentes al romanticismo, marcan el desenlace del largo poema narrativo de Espronceda. Una sombra persecutoria envuelta en blancas ropas se apodera al fin de Don Félix, revelándose como el "cariado, lívido esqueleto" de Doña Elvira, que busca con su cavernosa boca la de su burlador, restriega su árida mejilla con el rostro de él y, estrujándole entre sus brazos descarnados, le lleva a la muerte. Pero este donjuán no pide la absolución (como la pide el de Tirso, en vano), y tampoco se arrepiente ni se salva, al contrario que el del célebre drama de Zorrilla, escrito según la baladronada legendaria "en veintiún días" y estrenado poco después de la muerte prematura de Espronceda.

El Don Juan español ama -yo diría que tanto como a las mujeres- los ripios, que Espronceda y sobre todo Zorrilla elevaron a una categoría dramática irresistible. No hay ningún personaje en toda la historia de la literatura española -después, claro está, de Don Quijote y Sancho y el Segismundo de La vida es sueño- que se exprese con palabras tan memorables, tan memorizadas hasta por quienes no leen, como las del Don Juan Tenorio de Zorrilla. La portentosa facilidad versificadora del autor vallisoletano refleja y mimetiza la abundancia amatoria del burlador. Don Juan no sólo tiene encanto físico, desparpajo. Su arma de conquista es la labia, y su seducción se consuma gracias al rico despliegue de su lengua, del mismo modo que Zorrilla nos seduce a nosotros, constante público de espectadores y lectores, con el derroche de sus rimas, tan resonantes, tan simplistas a veces, tan efectivas siempre. Es muy fácil rendirse, sobre todo si se es monja joven, a tiradas como ésta:

Cálmate, pues, vida mía;

reposa aquí, y un momento

olvida de tu convento

la triste cárcel sombría.

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

Pero tampoco es difícil dejarse hechizar por la sonoridad de una proclama en la que los alardes del burlador siguen un ritmo así de cadencioso:

Por dondequiera que fui

la razón atropellé,

la virtud escarnecí,

a la justicia burlé,

y a las mujeres vendí.

Yo a las cabañas bajé,

yo a los palacios subí,

yo los claustros escalé

y en todas partes dejé

memoria amarga de mí.

Si la palabra rimada con tal grado de artimaña convence a las mujeres y embauca los oídos de todos, la música aún puede producir mayor arrobo. El veneciano Lorenzo da Ponte, ex judío, ex sacerdote, libertino permanente, compinche de Casanova en muchas francachelas, y tan aventurero como buen escritor, le sirvió a Mozart (inspirándose en otro anterior escrito por Giovanni Bertati y puesto en música por Gazzaniga para su ópera Don Giovanni o sia Il Convitato di pietra) un libreto que está entre las obras maestras de este subgénero literario. Del Don Giovanni de Mozart / Da Ponte (Don Giovanni ossia Il dissoluto punito es el título completo de la ópera, estrenada en Praga en octubre de 1787) cuesta trabajo ensalzar un momento musical o un conjunto por encima de otros, siendo la obra, y no descubro nada, uno de los títulos más sostenidamente inspirados del repertorio operístico universal. Quiero detenerme tan sólo en la sutilísima caracterización de los personajes, que tiene su primer rasgo de genio en la elección por Mozart de las voces graves para sus dos taimados protagonistas, Don Giovanni (barítono) y el criado Leporello (bajo bufo), mientras que encomienda a un tenor lírico el rol menor (pero intérprete de dos de las más grandes arias del canon mozartiano, Dalla sua pace e Il mio tesoro intanto) de Don Ottavio, el dócil, casi angélico prometido de Donna Elvira.

Ella es, sin embargo, la figura femenina de mayor calado psicológico en toda la galería de mujeres burladas por los distintos donjuanes, y la que representa con mayor refinamiento el síndrome de Estocolmo antes mencionado. Donna Elvira, la "abandonada dama de Burgos", irrumpe como una furia amargada en el acto primero, advirtiendo a la campesina Zerlina, la última víctima potencial de Don Giovanni, del "labio mentidor" y el "falaz semblante" del apuesto caballero. Y mientras la ópera ofrece nuevos lances del catálogo amoroso de su señor que el sirviente Leporello, en celebérrima aria, enumera (las 640 italianas seducidas, las 1.003 españolas), Donna Elvira va expresando ante los personajes del drama musical (y ante nosotros, su público) la pugna de sus sentimientos, resumida conmovedoramente en su última aria, Mi tradì quell'alma ingrata, donde las hermosas alturas de su coloratura vocal reflejan la línea de sus atormentadas palabras: los suspiros y ansiedades que le sigue provocando la imagen del hombre que la burló, y la contradicción irresuelta entre el deseo de venganza y el pálpito amoroso todavía sentido al ver en peligro de muerte a Don Giovanni.

Cierro mi galería de retratos con los donjuanes franceses, que, sin dejar de mostrar su españolidad básica, adquieren ese retorcido grado de perfidia propio de las culturas más distinguidas. Baudelaire, en un solo poema de 20 versos, Don Juan en los infiernos, plasma las imágenes esenciales del mito: "Pagado ya a Caronte el óbolo supremo", Don Juan avanza por las aguas subterráneas entre el mugido del "gran rebaño de víctimas por él sacrificadas", las acusaciones paternas de Don Luis, la burlona queja del criado por los atrasos que su señor le adeuda, y los requerimientos de una figura doliente:

La casta y flaca Elvira, temblorosa en su luto,

frente al esposo pérfido, su amante de un momento,

parecía buscar en su dios absoluto

la exquisita dulzura del primer juramento.

[Traducción de Eduardo Marquina].

Pero ya sabemos que Don Juan nunca da una segunda oportunidad; la Doña Elvira de Baudelaire persigue inútilmente a un "hombre de piedra", ese "héroe calmo" que, acaba así el poeta, "contemplaba la estela, sin dignarse ver nada".

Prosper Mérimée, en su estupenda novela corta Las ánimas del purgatorio, funde dos renombrados antihéroes sevillanos, Don Juan Tenorio y Don Miguel de Mañara (buen conocedor del castellano, Mérimée lo llama Don Juan de Maraña, tal vez con segundas), desarrollando -o según algunos, fantaseando- los episodios más truculentos de la vida del segundo, el histórico don Miguel de Mañara Vicentelo de Leca, nacido en Sevilla en 1627, miembro de la Orden de Calatrava y caballero en su juventud muy dado al adulterio sistemático y las pendencias de sangre, hasta que la visión de sus propias honras fúnebres hizo de él un arrepentido y gran benefactor de los pobres. Aunque Mérimée tal vez se dejase llevar por la fantasía en el relato de las atroces aventuras como estudiante y militar en Flandes de su Don Juan de Maraña (instigado y acompañado siempre por un crápula salmantino de corazón todavía más cruel, don García Navarro), el trepidante desenlace de Las ánimas del purgatorio arrastra al lector al pórtico de entrada del sevillano hospital de la Caridad, donde a día de hoy sigue colocada la modesta lápida con la que el auténtico Miguel de Mañara quiso purgar pecados y ganar la indulgencia de los siglos venideros, haciendo grabar en ella la frase: "Aquí yacen los huesos y cenizas del peor hombre que ha habido en el mundo".

Con todo, el donjuán más acendrado, más impío y demoledor, el que más plenamente adquiere carta de naturaleza como serial lover, es el creado por Molière en una de las piezas más extraordinarias de toda la literatura escénica, Dom Juan ou le festin de pierre. Entre Tirso (del que toma diversos elementos argumentales) y Wolfgang Amadeus (Don Giovanni se inspira fundamentalmente, quizá por vía interpuesta, en el drama francés), Molière lleva al límite el retrato del libertino en una obra, bellísimamente escrita en prosa, cuya cruda franqueza al exponer los actos y motivaciones de Dom Juan la hizo objeto de escándalo y censuras desde el momento de su estreno. Y es que este Dom Juan francés no sólo seduce, goza y desdeña en serie, con una prisa humillante, a sus elegidas; lo hace convencido de la justicia sensual de tales hazañas, que dará a muchas mujeres la posibilidad de satisfacer un placer deseado en lo más hondo. Para él, únicamente la pasión es hermosa y estimulante; la tranquilidad del amor, por el contrario, atonta.

Pero el Dom Juan de Molière traspasa las fronteras de la afrenta y la deshonra femenina, exhibiendo una voluntad de trasgresión social, de quebrantamiento de las normas. Como dice de él en la primera escena de la obra el criado Sganarelle (otra magistral figura dramática), su amo "es un hereje, no cree ni en el Cielo, ni en los santos, ni en Dios, ni en los espíritus malignos" (los "hombres-lobo", dice exactamente Sganarelle). Se trata, pues, de un individuo que asocia la obtención de su placer con la violación de los grandes tabúes instituidos: el contrato nupcial, la conyugalidad, la fe religiosa, los ritos mortuorios. Y el respeto a la tradición de la virtud, ridiculizada elocuentemente en su último parlamento contra el "hombre de bien", personaje representativo del vicio de la hipocresía, que, dice Dom Juan, como "todos los vicios de moda se consideran virtudes".

Si grande es la importancia en la mayoría de figuraciones donjuanescas del Convidado de Piedra, padre vilipendiado que sale de la tumba para reclamar mortalmente el sometimiento del burlador a la convención humana y al orden divino, en la de Molière su papel se hace genérico y trascendental. Más que padre de una víctima nominada, el Convidado de Piedra es aquí el Padre, el Superior, la sagrada voz de la Autoridad, y, en correspondencia, la confrontación de ese eterno Hijo díscolo que es Dom Juan se radicaliza: hace en el último acto una burla cáustica de su propio padre, Don Luis y, a continuación, se prepara para mofarse de la supremacía paterno-moral, invitando a cenar al difunto Comendador que él mismo asesinó en una fechoría lejana.

Por mucho que el donjuán inmortal consiga escabullirse -cuando menos en la ficción y los sueños- de la condena de Dios y el olvido de los hombres, Dom Juan perece; ningún otro desenlace era posible en un escenario cortesano del siglo XVII. Pero Molière insiste en el carácter disolvente, convulsivo, de su drama con una impúdica frase final del criado Sganarelle, quien, si a lo largo de toda la obra condenaba hipócritamente los desenfrenos de su señor, ahora sólo repite al verlo hundido en las llamas: "¡Mi salario, mi salario, mi salario!". Otra lujuria: la de la codicia.

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