Extracto de ‘Todo va a mejorar’, de Almudena Grandes
EL PAÍS ofrece un adelanto de la nueva novela de la autora madrileña. Se publica el 11 de octubre
Fueron años.
Cuando se decidió a dar el primer paso, su hija menor se había iniciado ya en el arte de las mechas doradas bajo la experta tutela de su madre. Entretanto, habían pasado muchas cosas y no había pasado ninguna.
Se habían celebrado diversas elecciones, generales, autonómicas, anticipadas, en plazo. El poder había cambiado de manos varias veces, pero la alegría de los sucesivos vencedores duraba cada vez menos. Mientras la polarización ideológica seguía desgarrando las instituciones, la desconfianza de la ciudadanía respecto a la política no había parado de crecer, incentivando el desprestigio de la democracia misma. La nueva normalidad había llegado a convertirse en normalidad a secas para llenar de gente los vagones de metro y los campos de fútbol, pero cuando los españoles creían haber dejado atrás la experiencia del confinamiento, una nueva pandemia volvió a encerrarlos en sus casas. La crisis fue más breve, aunque la economía, que no se había recuperado por completo del primer golpe, se tambaleaba como un boxeador sonado, incapaz de andar en línea recta, cuando todo volvió a empezar. Sin embargo, unos pocos empresarios, los que habían sabido diversificar a tiempo sus inversiones, salieron ganando.
El hombre conocido ya como Gran Capitán hasta en los periódicos, seguía siendo el presidente de la compañía eléctrica líder en renovables, había trepado hasta la cima de la CEOE, había sido invitado a formar parte del consejo directivo de la patronal europea. Pero, además, entre pandemia y pandemia, había comprado una compañía de plásticos especializada en mamparas de metacrilato, otra de material sanitario, y la patente de unos trajes de protección de tejido refrigerante y ultraligero, rematados por unas escafandras transparentes con un sistema de renovación de aire, que sustituyeron muy pronto a los vie- jos EPIS en los hospitales de varios países. Su mujer le había regañado por gastarse una millonada en tonterías, pero durante la que pasaría a la historia como Segunda Pandemia se forró, y eso era sólo el principio. Cuando su hija decidió que de mayor iba a ser rubia, ya le había echado el ojo a un laboratorio farmacéutico, pero pensó que lo mejor sería empezar por el principio.
—¿Puedo preguntarte qué es lo que quieres hacer exactamente?
—Todavía no —levantó la mano para llamar al camarero y sonrió—. Más adelante...
Ella respondió con una pequeña carcajada y él estuvo seguro de que había acertado.
Cuando la llamó por teléfono para citarla a media tarde en la cafetería de un discreto, tranquilo hotel de lujo, la había visto pocas veces, pero recordaba su nombre. Nunca habría podido olvidarlo, porque se llamaba Megan García. Su físico, a cambio, era intercambiable con el de cualquier otra chica insignificante, más baja que alta, más gorda que delgada, gafas redondas de montura fina, media melena de pelo castaño, ni ondulado ni absolutamente liso, y ningún atractivo particular. Era tan corriente que, al verla por primera vez, le asombró que se comportara como la pareja de Borja Álvarez de Nosequé, el joven campeón de bádminton y aspirante a la presidencia del PP que había convocado a un selecto grupo de empresarios para explicarles su programa. Él parecía tenerlo todo para triunfar. Guapo, alto, atlético, estaba muy bien situado en las encuestas de las primarias, pero el Gran Capitán advirtió a tiempo que jamás abría la boca antes de que Megan le autorizara con la mirada. Porque aquella chica, tan vulgar en todo salvo en su nombre, era la única que sabía qué estaban haciendo allí. Ella se encargaba de todo, desde los discursos del candidato hasta la lista de sus invitados, sus gustos, sus afinidades, al lado de quien convenía o no sentarlos a una mesa. Conocía mucho mejor que Borja las fortalezas y debilidades de sus rivales, los porcentajes a los que cada uno podía aspirar en cada provincia, las estrategias más convenientes para ganarse el favor de los medios de comu- nicación. El Gran Capitán apostó a que él se pegaría un trastazo irremediable en el instante en que ella le soltara de la mano, y acertó. Después de quedarse en blanco varias veces durante el primer debate, su candidatura se desinfló como un globo pinchado. La última vez que los vio juntos ya no reparó en los centímetros, de altura a favor de él, de anchura a favor de ella, que los separaban. Lo único que le llamaba la atención era que una chica tan lista como Megan García hubiera podido enamorarse de un memo como el campeón de bádminton.
—Una vez te pregunté por qué no te presentabas tú a las primarias, ¿te acuerdas?
Muchos años después, ella repitió su respuesta con una sonrisa.
—Y yo te dije que, para empezar, no soy del PP.
—Sí. Y me dijiste además que no te gustaban los focos, que preferías trabajar en la sombra.
—Exacto —a partir de ese instante le miró de otra manera, como si acabara de adivinar que él iba a proponerle algo que le convendría aceptar—. ¡Qué buena memoria!
En la fase del café con pastas, antes de pasar a los gin-tonics, el Gran Capitán había indagado discretamente en la situación de Megan y había confirmado que la información que poseía sobre ella era buena. Su relación con Álvarez de Nosequé apenas había sobrevivido a la carrera del candidato. Ahora tengo que replantearme mi vida, buscar otro camino, soltar lastre... Lo comprendes, ¿verdad? Lo que ella comprendió fue que era un pedazo de hijo de puta aprovechado y sin escrúpulos. Decírselo a la cara le procuró cierto consuelo, porque la ruptura le estaba doliendo más de lo que a ella misma le parecía admisible. Creía que era demasiado inteligente como para haberse hecho ilusiones, pero cuando estas se rompieron pudo reconocer, uno por uno, cada pedazo. Además, los efectos colaterales del abandono de Borja, empleador antes que novio, representaron una catástrofe de la que no se había recuperado todavía. Por él había dejado un trabajo en el que no la readmitieron, se había mudado a un piso cuyo alquiler no podía pagar, se había visto obligada a volver a casa de sus padres más allá de los treinta años y, mientras intentaba abrirse paso como coach sin demasiado éxito, porque todo el sector sabía que había dejado tirada a su empresa de un día para otro cuando le dio la ventolera de enamorarse de un político, iba resistiendo con pequeños encargos y trabajos sueltos. Que el Gran Capitán supiera, sólo tenía un ingreso fijo, quinientos miserables euros que le pagaba cada mes Mónica Hernández, una profesora de Historia para la que su madre trabajaba como asistenta desde hacía décadas, y que la había contratado a tiempo parcial como documentalista para su canal de YouTube. El típico alarde de caridad disfrazada de solidaridad progresista, pensó él. Una mierda.
—Necesito una asesora que sepa moverse y trabajar en la sombra, Megan —el Gran Capitán desplegó sus cartas antes de probar su copa—. Tengo un gran proyecto, cuyo desarrollo necesitará varios años de trabajo, pero no me importa esperar. Tampoco sé si tendrá éxito, pero estoy decidido a invertir en él todo el dinero que haga falta.
—¿Un partido político? —sugirió ella, con una chispa de excitación en los ojos.
—Un partido político, sí —él asintió con la cabeza mientras se felicitaba en silencio por el acierto de haberla elegido—, pero esa es la parte más fácil.
No estaba diciendo toda la verdad. Montar un partido político no era muy difícil, él lo sabía porque había intervenido en la creación de algunos, pero estaba pensando en algo diferente, una organización que desbordaría en muchos aspectos la naturaleza de los partidos convencionales y cuya singularidad sembraría el camino de obstáculos. Después de pensarlo mucho, había llegado a la conclusión de que no le quedaba más remedio que recorrerlo. El Gran Capitán no era el único hombre poderoso dispuesto a tomar las riendas de un país europeo. La mayoría de sus colegas de Bruselas estaban meditando iniciativas que a simple vista se parecían a la suya, pero, hasta aquel momento, ninguno había logrado eludir del todo la fascinación por los totalitarismos clásicos, un charco en el que él no tenía la menor intención de meter los pies. Juan Francisco Martínez Sarmiento no era enemigo de la democracia, al contrario. En su opinión, un sistema estable que facilitara la alternancia en el poder y cultivara la fantasía de la efectiva soberanía popular propiciaba la mejor coyuntura posible para ganar dinero. No pretendía convertirse en un caudillo, mucho menos someterse a otro, y estaba convencido de que el fascismo no representaba una solución, sino una amenaza. El poder no le atraía como proyecto personal. Lo concebía como una simple herramienta para ganar tiempo, un instrumento imprescindible para empezar a curar las heridas del planeta, para salvar lo que merecía la pena de la economía existente, para sentar las bases de una nueva versión del capitalismo que garantizara un crecimiento distinto, duradero. Fundar un partido fascista no supondría una gran dificultad. La creación del que él había planeado desembocaría antes o después en un rompecabezas, pero, pese a sus complejidades, la vertiente política de su proyecto le inquietaba menos que otras.
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