Un Nobel en la tasca El Jute
Vargas Llosa recuerda en la Complutense sus años de estudiante en Madrid
Las mañanas en la Complutense. Las tardes en la "helada" Biblioteca Nacional leyendo novelas de caballerías o en la tasca El Jute, cercana al Retiro, escribiendo La ciudad y los perros. Así transcurrió el curso 1958-59 para un pulcro muchacho peruano de 22 años llamado Mario Vargas Llosa que había recalado en una pensión de Madrid (domicilio: calle Doctor Castelo, 12, 4º izquierda) con una beca de 110 dólares mensuales para hacer el doctorado. De aquellos dólares salieron las 360 pesetas que le costó matricularse en cuatro cursos que terminó superando con sobresaliente. Un paso más en un camino que el octubre pasado culminó en Estocolmo con el premio Nobel de Literatura.
Hasta el 13 de mayo puede verse en la biblioteca de la facultad de Filología de la Universidad Complutense la solicitud de matrícula de un aplicadísimo lector -bigote, raya al lado con peine y tiralíneas en la foto carnet- que el 25 de junio de 1971 regresó al campus para defender su tesis doctoral: García Márquez: lengua y estructura de su obra narrativa. Lo mismo que todo aquel papeleo, firmado por ilustres como Rafael Lapesa o Alonso Zamora Vicente (director de la tesis), Vargas Llosa volvió ayer a ver el original de ese estudio, que no tardaría en convertirse en el mítico ensayo Historia de un deicidio. Lo hizo durante una visita a la exposición que la biblioteca de su antigua facultad -"En mis tiempos era más pequeña y estaba en otro piso", recordó- dedica a sus libros dentro de la primera semana complutense de las letras.
"Aquella ciudad tenía el encanto azoriniano de la provincia"
El escritor recordó que las clases se paraban para comer bocadillos de tortilla
"La muchacha de la pensión es ahora una viejita", explicó el autor de El sueño del celta, "pero la tasca ya no existe". Sus recuerdos de un Madrid aldeano -"Pero con el encanto azoriniano de la provincia"- que él recorría siguiendo la ruta de las novelas de Baroja sirvieron también ayer al escritor peruano para, después de visitar la biblioteca, abrir la charla que mantuvo con Juan Cruz y Carlos Granés en el paraninfo.
Allí recordó con humor los enormes bocadillos de tortilla de patatas que el bar de la facultad despachaba por una peseta a las once de la mañana -"Se detenían las clases"- y con cariño a dos de sus profesores más queridos: Carlos Bousoño y Antonio Oliver. Si a las brillantes clases del primero sobre poesía "había que llegar pronto para pescar sitio", el segundo será siempre para él el hombre que descubrió en un pueblecito español a Francisca Sánchez, "el amor final de Rubén Darío", algo que llenó de emoción a un "dariano fervoroso" como Vargas Llosa, que había dedicado su tesis de licenciatura al nicaragüense: "La Francisca del poema era una ya una anciana que siempre hablaba de 'Don Rubén'; había guardado durante años los 5.000 documentos de Darío que terminó donando a la Complutense".
De un pasado que empieza a ser historia a uno que sigue siendo presente, el escritor volvió a referirse a Madrid cuando aludió los atentados del 11-M para contestar a una pregunta sobre la muerte de Bin Laden: "Es un golpe al fanatismo y debemos celebrar su desaparición, pero sería ingenuo pensar que el terrorismo va a desaparecer con él". También explicó que desde que recibió el Nobel ha vivido "una extraña combinación de cuento de hadas con pesadilla". Nunca pensó que junto al aprecio de la gente, "estimulante y halagador", el galardón comportara un cúmulo de servidumbres que han hecho saltar por los aires su metódica vida: "Hay como una conspiración para convertirme en una estatua".
Con todo, y recordando que su problema no es la falta de ideas sino de tiempo, reveló que ya tiene en mente un proyecto con más visos de convertirse en obra de teatro que en novela: "Parte del arranque del Decamerón. ¿Recuerdan?". Dijo "¿Recuerdan?" y el silencio se congeló un instante: "En una Florencia cercada por la peste, un grupo de personajes se encierra a contarse cuentos, a huir con la imaginación. Es un símbolo maravilloso de todo lo que la literatura tiene de refugio".
Babelia
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