El rey Trump
La pregunta ya no es si Trump puede modificar la Constitución para mantenerse en el poder, sino si la democracia estadounidense es lo suficientemente sólida para resistir los desafíos de un líder con una base dispuesta a cuestionar sus límites
El contundente regreso de Donald Trump a la Casa Blanca hace un mes marcó un hito en la historia contemporánea de Estados Unidos, pero también abrió una incógnita: ¿qué tan sólidos son los límites institucionales en la democracia más influyente del mundo?
La Enmienda 22 de la Constitución de Estados Unidos, aprobada en 1951 tras la presidencia extendida de Franklin D. Roosevelt, establece que ninguna persona puede ser elegida presidente más de dos veces. No importa si los periodos son consecutivos o no: dos es el límite. Ya que se encuentra en su segundo mandato, la normativa vigente impide que Trump continúe en el poder después de 2029.
Sin embargo, la historia reciente ha demostrado que las normas democráticas no siempre son infranqueables. La erosión institucional y la concentración del poder son procesos graduales que, en ciertos contextos de crisis, pueden acelerarse.
Si Trump o sus seguidores quisieran abolir el límite de dos mandatos, tendrían que cambiar la Constitución. Pero modificar la Carta Magna estadounidense es un proceso intencionalmente difícil, diseñado para evitar alteraciones impulsivas o basadas en intereses personales. Existen dos vías: una enmienda aprobada por el Congreso y ratificada por 38 Estados, o la convocatoria de una convención nacional, algo nunca utilizado en la historia del país. Ambas rutas parecen inalcanzables en un contexto de polarización extrema.
Históricamente, algunos republicanos han propuesto eliminar la Enmienda 22, pero sin éxito. De hecho, en los últimos años, han sido más frecuentes las propuestas para reforzar los límites al poder presidencial, no para debilitarlos.
La resistencia institucional depende, en gran medida, del contexto político. En tiempos de crisis, los límites del poder pueden volverse difusos. Estados Unidos tiene un conjunto de leyes y órdenes ejecutivas que otorgan al presidente autoridad ampliada en situaciones de emergencia nacional. En teoría, si el país enfrentara una guerra, un ataque terrorista de gran escala o una crisis de gobernabilidad, el Gobierno podría adoptar medidas extraordinarias, como suspender elecciones o extender el mandato presidencial.
A lo largo de la historia, varios presidentes han expandido su autoridad en tiempos de crisis. Abraham Lincoln eliminó temporalmente el derecho de los ciudadanos a no ser detenidos arbitrariamente sin una orden judicial durante la Guerra Civil, permitiendo arrestos sin necesidad de presentar cargos ante un juez. Franklin D. Roosevelt asumió poderes extraordinarios durante la Segunda Guerra Mundial, permitiendo al Gobierno intervenir en la economía, restringir libertades civiles y tomar decisiones sin la aprobación del Congreso en ciertos casos. George W. Bush incrementó la vigilancia gubernamental tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
En la mayoría de los casos, estos poderes se retiraron con el tiempo, pero la historia muestra que los estados de excepción pueden modificar el equilibrio de poder de forma duradera. Trump, quien ha basado su retórica en la idea de que el sistema está en su contra y en narrativas de amigos y enemigos que cohesionen y refuercen a sus seguidores, podría argumentar que el país enfrenta una amenaza sin precedentes. Si lograra suficiente apoyo en el Congreso y entre sus bases, podría intentar utilizar alguna forma de emergencia para aplazar elecciones o cuestionar su resultado (como ya hizo en 2020).
Junto con el uso de emergencias, Trump podría también asegurarse de que cualquier disputa sobre su mandato sea resuelta a su favor. Su primer Gobierno dejó una marca profunda en el poder judicial, con cientos de jueces federales designados y un Tribunal Supremo de mayoría conservadora. Si en su segundo mandato logra consolidar aún más su influencia en la judicatura, la independencia de los tribunales podría verse comprometida en un momento crítico para la democracia estadounidense.
A esto se suma la reciente decisión del Tribunal Supremo, que ha ampliado aún más el margen de maniobra del poder ejecutivo. En un fallo histórico, la corte determinó el año pasado que los presidentes en ejercicio gozan de inmunidad absoluta por actos oficiales y de protección legal en ciertas acciones no oficiales, dificultando que puedan ser procesados judicialmente mientras ocupan el cargo. Esta interpretación otorga a Trump una cobertura sin precedentes, que podría blindarlo frente a intentos de responsabilizarlo legalmente por medidas extremas, reforzando la percepción de que el presidente está, en gran medida, por encima de la ley.
En Centroamérica, el caso de Nayib Bukele en El Salvador ilustra cómo un líder con suficiente respaldo popular puede desafiar los límites de la reelección. Aunque la Constitución salvadoreña prohíbe la reelección inmediata, un fallo de la Corte Suprema, en un contexto de dominio oficialista, permitió que Bukele volviera a postularse. Asimismo, la figura de Rodrigo Chaves en Costa Rica busca ampliar su poder en el siguiente Gobierno, con un candidato designado, y reformar el sistema para facilitar su retorno lo antes posible, aprovechando la desconfianza popular hacia las instituciones tradicionales y tensionando los límites constitucionales.
Nicaragua representa un caso aún más extremo. Daniel Ortega regresó al poder en 2007 y, tras eliminar el límite a la reelección mediante un fallo judicial en 2009, ha consolidado un régimen autoritario. Las elecciones han sido objeto de fraude sistemático, la oposición ha sido encarcelada o exiliada y el país ha entrado en una espiral de represión política. Su Gobierno es una muestra de cómo, una vez que se desmontan los frenos institucionales, la permanencia en el poder se convierte en un fin en sí mismo.
Venezuela es un caso más que conocido. Hugo Chávez impulsó una reforma constitucional en 2009 para eliminar los límites a la reelección, asegurando su continuidad en el poder hasta su muerte en 2013. Su sucesor, Nicolás Maduro, ha profundizado el control sobre las instituciones, inhabilitando opositores, cooptando el poder judicial y celebrando elecciones cuestionadas internacionalmente. A través del uso de la crisis económica y el aparato militar, ha logrado sostenerse en el poder a pesar del creciente aislamiento internacional y la erosión de la democracia en el país.
Estamos ante una tendencia global: líderes que han sorteado los límites de la reelección utilizando distintos mecanismos. Vladímir Putin en Rusia ha alternado entre la presidencia y el cargo de primer ministro, modificando la Constitución en 2020 para extender su posible mandato hasta 2036. Recep Tayyip Erdogan en Turquía pasó de primer ministro a presidente, consolidando el poder con una reforma constitucional en 2017 que transformó el sistema parlamentario en uno presidencialista. Alexander Lukashenko en Bielorrusia eliminó los límites a la reelección mediante un referéndum en 2004 y ha amañado sucesivas elecciones con represión y denuncias de fraude electoral.
No todos los líderes eligen este camino. Pero quienes han buscado perpetuarse en el poder han utilizado el debilitamiento de las instituciones y el control del aparato estatal como herramientas clave para su permanencia. Lo que empieza como una excepción, un ajuste institucional o una justificación de estabilidad, termina transformando el sistema político. Para cuando la erosión democrática se vuelve evidente, suele ser demasiado tarde.
La pregunta ya no es si Trump puede modificar la Constitución para mantenerse en el poder, sino si el sistema democrático estadounidense es lo suficientemente sólido para resistir los desafíos de un líder con una base dispuesta a cuestionar sus límites. Él, por su parte, ya está refiriéndose a sí mismo como el Rey del país.
En Estados Unidos, el caos necesario para justificar medidas extraordinarias podría parecerse al asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, pero en una escala mayor y con respaldo dentro de las estructuras de poder. Un escenario donde disturbios, ataques o crisis de seguridad fueran presentados como una amenaza a la estabilidad nacional podría generar las condiciones para que Trump o sus aliados argumenten la necesidad de “proteger la democracia” con medidas fuera de lo común.
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