Regreso soñado a casa
No puedo matar a Cuba aunque quiera. En contra de mi voluntad, para cuidar mi salud mental, mi país, al que no puedo regresar porque intenté ser periodista allí y el Gobierno me exigió abandonarlo a cambio de evitar la cárcel, la isla de la que quise desprenderme, me volvió abrazar fuerte
No quise hacer fotos.
Ni siquiera tomar notas.
Menos aún escribir sobre el viaje.
Y aquí estoy.
Aquella noche melancólica rompió mis propósitos.
Me quedaban dos días en Miami. Solo dos días, sí. Y no pude aguantar un golpe más de añoranza. Me levanté de la silla, volteé mi cuerpo hacia Biscayne Bay, saqué mi teléfono del bolsillo e hice una fotografía. La única en diez días.
Era de noche. El manto de agua oscura de la bahía parece no estar en la foto. En su lugar se refleja el cielo azul Prusia y una decena de pequeñas nubes blancas deformes que me recordaron, cuando era niño, a los pedazos de algodón de azúcar que se le escapaban al viento al señor que los vendía en el parque de diversiones La Punta en La Habana Vieja. En el medio, entre los dos cielos, atrapado en la instantánea, un flotante trozo de tierra iluminado.
Cualquiera podría pensar que la foto está retocada con algún programa amateur de edición fotográfica. Pero no. Yo solo encuadré con mi teléfono, disparé y capturé la distopía de Miami.
Abro paréntesis.
Acabo de cumplir tres años fuera de Cuba. Durante ese tiempo, mi país se ha convertido en un sentimiento incómodo, difícil de explicar. Los primeros dos años, aunque escribí dos libros e hice un documental sobre la isla, no quise saber nada de ella. Asumí Cuba como un trabajo obligatorio con el cual tenía que cumplir. Le dedicaba tiempo exclusivamente cuando escribía o cuando entraba al salón de montaje o de postproducción.
No quería escuchar música cubana. No quería leer noticias sobre el país. No quería ver a paisanos. Me negué a entrar al grupo de WhatsApp de cubanos en Barcelona -donde ¿vivo?-. No quería hablar con mi familia que está en Cuba: mi padre enfermo, mi madre, mi abuela, mis hermanas, mis sobrinos.
Cuba me hacía/hace daño.
Barcelona colaboró en ese sentido. La comunidad aquí no es tan grande como en otras ciudades, por ejemplo, Madrid o la mismísima Miami.
Me exilié dentro de mi propio exilio.
Hasta que un sábado a la mañana, sin venir a cuento, mientras preparaba café, empecé a llorar. Spotify estaba en aleatorio y quiso que escuchara bien bajito la voz taciturna de Carlos Varela en Tarde gris:
Dicen que los años dejan cicatrices
Pero es que te extraño
Cuando hay tardes grises
A pesar de los años
A pesar del dolor
Nada es más grande
Que tu amor
El llanto repentino y desbordado era producto de una lucha irracional: no puedo matar a Cuba aunque quiera. En contra de mi voluntad, para cuidar mi salud mental, mi país, al que no puedo regresar porque intenté ser periodista allí y el Gobierno me exigió abandonarlo a cambio de evitar la cárcel, la isla de la que quise desprenderme, me volvió abrazar fuerte.
Es imposible escapar de uno mismo, le dije un día a mi psicólogo.
Cierro paréntesis.
De noche, escuchando el murmullo del agua de Biscayne Bay, a la intemperie, estábamos once cubanos. La escena era un déjà vu. Tres años atrás estábamos así mismo reunidos en una terraza del barrio El Vedado en La Habana. Unos primeros. Otros después. Todos nos fuimos de Cuba.
Abrazos largos. Lágrimas. Recuerdos. Ron. Cerveza. Una olla con lentejas y papas. De fondo los bolerazos de Rolando Laserie acompañados de nuestras voces. Se sumó una vecina rusa. Nos acordamos de Los músicos de Bremen, uno de los dibujos animados soviéticos que pasaban por la tele en nuestra infancia. Tarareamos su coro: lálalalalá lalalá yéyeye yé.
Por eso, esa noche le hice la única foto a Miami.
La distopía:
Abro paréntesis.
Tanto escuché, leí y vi videos de Miami que cargaba con una importante dosis de ansiedad antes de conocerla. De ahí vino la decisión de extirparme, antes del aterrizaje, la idea de mirar con intención, de escribir, de hacer fotos. Solo quería estar en ella.
Cierro paréntesis.
A la salida de un baño del aeropuerto escuché mi apellido. Levanté la vista y descubrí que un cubano me hablaba. No entendí qué. Sentí una voz por detrás de mí de otro cubano. El cubano de mi espalda tenía mi mismo apellido y le contestaba a quien yo pensaba que se dirigía a mí. Hablaban entre ellos y yo por azar entré en la línea visual de su diálogo.
Aluciné mientras caminaba por el aeropuerto. Cubanos y más cubanos a cada paso, trabajadores, viajeros, la melodía de nuestro acento por todas partes. Tuve la sensación de estar regresando a casa.
Abro paréntesis.
La primera vez que salí de Cuba fue -de momento- para siempre.
Cierro paréntesis.
Tengo la sensación de que los más de 700.000 cubanos que viven en Miami han encontrado la manera de seguir viviendo en Cuba. A 90 millas de donde nacieron, han construido sus pedacitos particulares de la isla.
En las mañanas, mientras pollos, gallinas y gallos caminan por las aceras de las calles de la Pequeña Habana, señores mayores juegan dominó en una plaza al aire libre. En las noches, a la misma hora que la televisión cubana emite la novela de su canal principal, en muchos hogares de Miami también sintonizan los capítulos mediante una cajita satelital. En los lugares de ocio nocturno se encuentra a los músicos, humoristas y presentadores que años atrás actuaban en Cuba. En los lugares de comida cubana, como en la isla, las bocinas suenan a todo volumen y los platos de muestra están adornados: en el Palacio de los Jugos encontré una bandeja con una montaña de arroz congrí que encima llevaba, como una corona, un ají cortado en forma de flor.
La ciudad parece un museo que salvaguarda la Cuba material. Esa que ahora mismo se encuentra al borde de la extinción producto del Castrismo, el huracán que ha arrasado a la nación y la ha convertido en un archipiélago de carestía y penurias.
En Miami encontré patrimonios materiales de la cubanidad: pastelitos, sándwiches medialunas, bocaditos de helado, pizzas a la cubana— la masa gorda, el queso concentrado al centro, los bordes quemados, horneadas en platos hondos de aluminio.
En el restaurante Versailles, mordí un pastelito de guayaba y dentro de mi boca se mezcló entre los dientes, la lengua, la encía y el cielo de la boca el hojaldre crujiente con la pasta de guayaba caliente. La experiencia me transportó a Cuba. Me vi con el uniforme de secundaria, pantalón de tela amarillo y camisa blanca, en la cafetería del costado de mi escuela. Aquella casita minúscula en la calle Lealtad de Centro Habana de aquella señora amable que vivía sola y que, por la ventana enrejada que daba a la calle, vendía merenguitos, pastelitos y refrescos. La señora se llamaba Ofelia, aunque le decíamos Fefi. Cuando algún niño no tenía dinero, ella le regalaba la merienda. Al día siguiente, si ese niño intentaba pagarle lo del día anterior, ella se negaba y le decía: “Lo fiado, fiado está”.
Viajé a Cuba a través de un mordisco. A pesar de los rascacielos de Brickell, los coches de ciencia ficción y las modelos de Onlyfans que pasean cerca de la playa en ropa de deporte con sus perritos miniaturas.
Igual, pero al revés
En la calle 8 me topé un cartel que pedía la liberación de los presos políticos en Cuba. Sorpresa: el cartel tenía los mismos colores, la misma tipografía y desarrollaba la misma idea conceptual -mostrar los rostros y los nombres de esas mujeres y hombres- que los carteles utilizados por el castrismo en su campaña propagandística que abogó por la liberación de los espías cubanos capturados en 1998 en Estados Unidos. La única diferencia entre las pancartas, la de una orilla y la de la otra, es el contenido del mensaje.
“Miami es Cuba, pero al revés”, me explicó un amigo cuando le conté mi descubrimiento. Mi amigo, que lleva diez años viviendo en la ciudad, lo resume así: “Si allá había un Fidel, aquí hay un Trump; si allá la gente es más comunista que Lenin, aquí la gente es más capitalista que Adam Smith; si allá los que creen en la Revolución le hacen bullying a los que no, aquí los que son trumpistas también lo hacen con los que no lo son”.
Y quizás tenga razón mi amigo, porque no hubo una sola vez que hablara con un cubano partidario del presidente Donald Trump, que no me hiciera recordar a mi familia militante comunista cuando en Cuba se referían a Fidel Castro como el dios todopoderoso salvador del porvenir.
La despedida
La última noche en Miami estuve en una cena en Hialeah, la municipalidad con mayor presencia de hispanos per cápita en Estados Unidos. El 75% son cubanos y cubanoamericanos.
La gente conversaba mientras comía, se reían a carcajadas, se fotografiaban. En el centro de la mesa, una señora con más de veinte años en Miami le confesaba a otra recién llegada: “Por las drogas, por el fácil acceso a todo, por la peligrosidad, por las armas, yo le tengo más miedo a esto aquí que allá”. En una esquina, un hombre solitario, empuñando un tenedor y un cuchillo, hablaba a través de unos auriculares con sus hijos en Jatibonico. En el patio, los niños bailaban Block Party, la conga electrónica de DJ Laz:
Si tú pasas por mi casa
y tú ves a mi mujer,
tú le dices que
estoy en Hialeah,
trabajando en factoría
por culpa de Fidel.
Al día siguiente volé a Barcelona.
En el salón de espera del aeropuerto escuché un aviso que llamaba a los pasajeros con destino La Habana. A unos metros de mí, cubanos se colocaban en una fila arrastrando maletas, bolsas, mochilas, todo el cargamento posible para suministrar a sus familiares en la isla.
Compré mis últimos pastelitos de guayaba. Saboreándolos me vino un pensamiento: en Miami no pude encontrar la vasija de plástico blanca donde durante años mis abuelos almacenaron aceite y ajo para untar al pan del desayuno; ese sabor. Y subí al avión.
Un rato después, cargado de equipaje, caminaba por un pasillo largo hacia una puerta de cristal, cuando una azafata me despertó en mi asiento para preguntarme si quería algo de beber.
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