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El calvario de los pacientes renales en Cuba: “Si quiere que su hija viva, tiene que sacarla del país”

Ante la falta de medicamentos, insumos y personal sanitario, muchos enfermos se plantean migrar para sobrevivir

Ayamey Valdés bolaño y su madre Yurama Bolaño en su casa de La Habana, el 23 de diciembre de 2024.
Ayamey Valdés bolaño y su madre Yurama Bolaño en su casa de La Habana, el 23 de diciembre de 2024.Marcel Villa

Es como si una serpiente se hubiese colado en el bracito derecho de Ayamey Valdés, una serpiente de 30 centímetros, gruesa, deforme y violenta. Otras veces parece que tiene volcanes en erupción que escupen sangre hasta dejarla sin fuerzas, con la piel teñida de un azul cianótico. Es cuando revienta la fístula arteriovenosa del bracito derecho, que le hicieron a los 10 años y que se hincha, supura y duele. A veces, en la bodega del barrio, más de uno le ha preguntado qué es eso que tiene. Si está de ánimos, explicará que se hace tratamientos de hemodiálisis. Cuando no, les dirá que ella es brava, que se fajó en una gran pelea, que le molieron el bracito. Hay momentos en los que Ayamey extraña tomarse un jarro repleto de agua y no 255 mililitros al día. Hay momentos en que se impacienta. En otros se le ha oído gritar, con una voz rasgada de niña, que quiere morir. Esos son los menos, pero son.

Tiene 19 años y desde los 10 la rutina es invariable: los martes, jueves y sábados entra a la sala de hemodiálisis del Hospital Pediátrico de Centro Habana. Desde las ocho de la mañana, permanece en el cubículo cuatro, de paredes blancas, verdes y color crema, donde el único televisor se rompió hace tiempo. Hasta el mediodía estará conectada al dializador, surfeando con paciencia todas las horas que transcurren desde que la máquina extrae la sangre del cuerpo, la limpia y se la devuelve, un tiempo en que Ayamey revisa el teléfono, bromea con alguna enfermera o conversa con los demás pacientes. Hoy dice que se siente bien, con la presión un poco baja, pero bien. Su voz se oye animada, pero luego de tres horas y media de hemodiálisis tendrá un cansancio feroz. Llegará a casa, se echará en la cama y dormirá hasta que quiera. Hay días en que tendrá ganas de vomitar, otros en los que sentirá un fuerte dolor de cabeza.

Ayamey Valdés Bolaño junto a sus medicamentos.
Ayamey Valdés Bolaño junto a sus medicamentos. Marcel Villa

—A veces me desespero un poco. A veces le digo a mi mamá que estoy cansada, bastante paciencia he tenido. A veces no tengo ganas de ir al hospital, ¿pero qué voy a hacer? Si no voy, me muero.

Su cuerpecito de 1,50 metros y 39 kilos dejó de crecer hace tiempo por la insuficiencia renal crónica y la falta de hormonas en el hospital. Desde 2016, viaja como puede cada semana desde su casa en Guanabacoa hasta el Pediátrico, donde no hay médico, enfermera o auxiliar que no la conozca. De niña, Ayamey salía en blúmer por los pasillos del clínico a competir en el improvisado certamen de carreras de sillones de ruedas. “Es muy dulce, no se queja”, cuenta la doctora Mercedes, pediatra y nefróloga. “Yo la conocí con 13 añitos, no podía ir a la escuela, era muy inteligente, con ganas de hacer muchas cosas”.

Ayamey dejó de asistir a clases cuando le diagnosticaron la enfermedad, luego de sufrir una glomerulonefritis. Los vasos sanguíneos de su riñón estaban tan dañados que no podían filtrar los desechos de su sangre. El primer síntoma fue una erupción en la piel. Los doctores le dijeron que era dengue. Al día siguiente, orinó sangre y tuvo fiebre. Los doctores le aseguraron que era normal, acaso problemas menstruales. Luego sus rodillas comenzaron a hincharse. Los doctores le aconsejaron que tomara agua, que podía ser una infección en los riñones. Transcurrieron 36 horas en las que no pudo orinar y sus riñones colapsaron. Finalmente, la remitieron al Hospital Pediátrico.

—Yo me acuerdo de que me montaron en la camilla y comencé a preguntar qué me iban a hacer, pero nadie respondía nada. Solo me dijeron: ‘No te preocupes, que no te va a doler’. Me viraron la cara y, cuando me introdujeron la aguja en el cuello, vinieron los gritos, la anestesia no me hizo nada.

Ayamey Valdés Bolaño en su casa de La Habana.
Ayamey Valdés Bolaño en su casa de La Habana.Marcel Villa

A partir de ahí, hubo una complicación tras otra. Con tratamientos, Ayamey recuperó parcialmente la función renal, pero al año exacto volvió al Hospital Pediátrico casi de manera permanente. En 19 años, ha visto muchas veces la muerte. Es la última que queda entre los niños que conoció hace tiempo en el hospital. Se ha despedido de todos, uno a uno. Recuerda a un amigo en particular, un niño menor que ella, que se hacía hemodiálisis en la cama de al lado.

—Cuando él murió, yo no quería entrar al hospital. He tenido momentos en que me he deprimido. Yo siempre he sido una niña muy alegre, pero no estoy hecha de hierro.

Pareciera que un cuerpo tan diminuto no puede con tanto, un cuerpo que es el mapa exacto de su enfermedad, una geografía moldeada a pinchazos, estrías o marcas de los nueve catéteres que le han puesto y que a cada rato se infectan. Le perforaron un pulmón colocando un catéter a ciegas. Sufre de gastritis, por los medicamentos que toma; de hipertensión y anemia crónica. Apenas tiene accesos vasculares. Una vez, debido a la retención de líquido en su cuerpo, tuvo 17 convulsiones. Ese fue probablemente el día más triste en la vida de Yurama Bolaños, su madre, que vio cómo la niña brincaba entre espasmos, temblores y los ojos se le quedaban en blanco. Hace unos días, la doctora le habló sin remiendos a la madre: no hay posibilidad de trasplantes renales en Cuba. Si quiere que su hija viva, tiene que sacarla del país. “Es mi única hija y esto es algo que uno no se espera. Es incalculable la tristeza que uno lleva por dentro”, dice. “Pero yo no tengo dinero, ¿cómo puedo llevármela de aquí?”

Aunque el doctor Alexander Mármol Sóñora, vicepresidente de la Sociedad Cubana de Nefrología, llegó a decir el año pasado que “la nefrología en Cuba está en uno de sus mejores momentos”, no es lo que creen médicos y pacientes, convencidos de que, desde hace al menos cuatro años, en la isla apenas se realizan trasplantes de riñón. La falta de medicamentos e insumos médicos son el centro de las denuncias de muchas familias en medio de la crisis sanitaria que atraviesa el país. Pero lo que quizás nunca había sucedido en Cuba —que se vendió como un paraíso sanitario ante el mundo—, es que tampoco hay suficiente personal médico especializado para hacer trasplantes de órganos.

***

Cuando tuvo en sus manos un ticket de la aerolínea Aruba Airlines, los doctores del hospital Hermanos Ameijeiras, uno de los más renombrados de Cuba, se apresuraron a enseñarle a Héctor González cómo se curaba el orificio de entrada de un catéter en el corazón. Iba a ser probablemente más difícil que cruzar un río, trepar una cerca o caminar un descampado en el camino hacia Estados Unidos. El cardiólogo le recomendó cubrirse con guantes, gorro y nasobuco para evitar una infección que podría ser mortal, encerrarse en lugares donde no corriera el aire, agarrar alcohol o yodo y limpiar el orificio.

Héctor González mientras le realizan una diálisis en Miami, Florida, el pasado 20 de diciembre.
Héctor González mientras le realizan una diálisis en Miami, Florida, el pasado 20 de diciembre. Eva Marie UZCATEGUI

En su último ingreso al hospital, Héctor, de 41 años, vio morir a cinco pacientes renales como él. “Un día llegas y no ves a alguien. En ese momento, se te hace un nudo en la garganta. Sabes que está ingresado o falleció”, dice. Entre los que vio morir estaba Lino, un hombre fuerte, saludable, que cuando acababa las hemodiálisis se iba a hacer sus labores como ascensorista del hospital. Habían transcurrido cinco años desde que a Héctor le diagnosticaron una insuficiencia renal crónica, la enfermedad que hoy constituye la octava causa de muerte en Cuba. Su cuerpo ha soportado más de 30 catéteres transitorios que se infectan con frecuencia y que le han obstruido las venas.

—En Cuba casi nunca ponen catéteres permanentes, porque no hay, no los compran. Para mí eso es un delito, tú sabes que eso va a afectar al paciente y lo estás haciendo. Yo tengo huecos en todo el cuerpo de esos catéteres.

En una ocasión, a falta de lugar en el cuerpo donde pudieran colocar uno, estuvo casi un mes sin someterse a hemodiálisis. Se le acumuló líquido en la membrana que rodea al corazón y tuvo que ser operado de un derrame pericárdico. Héctor recuerda el cansancio que también notaba en la mayoría de los médicos. No tenían guantes para trabajar, ni agujas, ni filtros, había que reciclarlos. “A veces, en la sala había algodones con sangre en el suelo. Una vez me encontré una cucaracha caminando encima del dializador. Pero una de las cosas que me hizo pensar en irme de Cuba fue que los dializadores de los filtros los lavan y los reciclan, por eso más de la mitad de los pacientes de mi sala tenía Hepatitis C”.

Héctor sabía que cruzar Centroamérica y México podía costarle la vida, pero nada le aseguraba que su permanencia en Cuba pudiera salvarlo. Probablemente nunca iba a existir la posibilidad de un trasplante renal, menos para él, que no tenía quién le donara el órgano.

Según los últimos datos oficiales, en 2022 había 340 pacientes por millón de habitantes que usaban métodos dialíticos en los 57 servicios de nefrología del país. Ese año, unos 4.700 pacientes vivían gracias a terapias de reemplazo renal, ya sean diálisis o trasplantes. Y, según el doctor Antonio Enamorado Casanova, coordinador del Programa Nacional de Donación y Trasplante del Ministerio de Salud Pública, en ese momento había más de 1.500 personas trasplantadas.

Las autoridades han presumido que Cuba es el segundo país con más trasplantes de riñón en Latinoamérica, con una tasa de donación de órganos de 13,7 por millón de habitantes en 2019. En 2020, los hospitales cubanos, colapsados por la pandemia de coronavirus, dejaron de realizar trasplantes renales. En 2022, la prensa oficial anunció que se retomaban, tras casi dos años “paralizados”, pero pacientes y profesionales de la salud consultados por EL PAÍS niegan esta versión y aseguran no se están haciendo trasplantes de riñón, al menos con órganos de personas fallecidas. En condición de anonimato, un doctor que trabajó en el Hospital Provincial Clínico Quirúrgico Amalia Simón, de Camagüey, y que también es paciente renal, sostiene que el programa de trasplante renal en Cuba está suspendido desde 2020, antes de que aumentaran los casos de Covid-19. “Todos los pacientes estamos condenados a morir”, asegura.

Los medicamentos que Héctor González debe de tomar durante su tratamiento.
Los medicamentos que Héctor González debe de tomar durante su tratamiento. Eva Marie UZCATEGUI

No hay datos oficiales que hablen de un número de pacientes trasplantados en estos últimos años, pero el Registro Internacional de Donación y Trasplante de Órganos (IRODaT) muestra que en 2023 en Cuba se hicieron 13 trasplantes. Los pacientes aseguran que la mayoría son de familiares donantes. Héctor no tiene dudas de que muchos de los órganos de pacientes fallecidos no llegan a los enfermos comunes. Recuerda que a mediados del año pasado todos en el hospital Hermanos Ameijeiras rumoraban que el único riñón disponible era para alguien cercano a Miguel Díaz-Canel, el presidente de Cuba.

—Había un muchacho que estaba listo para trasplantarse, el próximo riñón era de él. De repente le dijeron que no podían, operaron a otro, que llegó de la nada. Esa no ha sido la única vez que priorizan al familiar de un dirigente.

El doctor que pidió permanecer en anonimato cuenta que, en los hospitales, la mayoría de las veces no hay antígenos leucocitarios humanos para hacer estudios de compatibilidad. Las hemodiálisis de los jueves y viernes en Camagüey se suspenden constantemente por la falta de insumos. La mayoría de los pacientes renales, dice, están desnutridos por la mala alimentación. “En los hospitales violan la dieta y dan cualquier cosa de comer”, asegura. “Los médicos a veces tienen un solo catéter para varios pacientes y tienen que decidir quién vive o quién muere en ese momento”.

A la falta de insumos se suma la falta de personal especializado. Aunque la prensa oficial sostiene que Cuba es el país que más nefrólogos tiene en América Latina por millón de habitantes, muchos de los trabajadores de la Salud se han sumado al éxodo de los casi dos millones de cubanos que se han ido en los últimos tres años. Otros prefieren trabajar en el sector privado por pagos superiores a los 20 dólares, el salario promedio de un médico en Cuba hoy. La Oficina Nacional de Estadísticas e Información reveló que en 2022 el país había perdido 12.000 médicos.

“En Camagüey solo está trabajando un angiólogo que trasplante, el resto del equipo ya no trabaja en el sector de la Salud”, dice el doctor. “De 16 enfermeros especializados que lleva la sala de trasplante para cuatro turnos de trabajo, solo se cuenta con uno”. La doctora Mercedes, por su parte, recuerda que en el Hospital Pediátrico de Centro Habana solo había un doctor mayor que hacía trasplantes. “Todos los que él entrenaba se iban del país”. Ella misma se fue hace unos años a través de México con su hija porque su salario como médico (de entre 5.000 y 6.200 pesos cubanos, unos 20 dólares) no le daba para vivir. “Las condiciones de trabajo me tenían loca, porque no hay nefrólogos en Cuba, por lo menos para pediatría. Ya yo me había ido de ese hospital y tenía que seguir yendo a hacer guardias porque no había nadie. Todo por el mismo salario. Decidí que era el momento, tenía que irme”.

El doctor de Camagüey también quiere irse, pero no tiene cómo. Héctor compró un ticket de 1.500 dólares y llegó en noviembre de 2023 a Managua, Nicaragua, para emprender la ruta que miles han transitado desde que en 2021 el presidente Daniel Ortega levantara, a modo de válvula de escape, los requerimientos de visados a cubanos.

***

El 4 de diciembre de 2018 alguien podía salvarse en el Hospital Pediátrico de Centro Habana. Había llegado el riñón de un fallecido que iba a alargar la vida de un niño. Hubo alboroto. Los médicos buscaron al cirujano, al doctor Labrada. Prepararon el salón. Telefonearon a los posibles receptores. Algunos llegaron en taxi, otros esperaron por la ambulancia. Comenzaron las pruebas y los nervios.

“Los niños en Cuba no están en lista de espera, son prioridad”, asegura la doctora Mercedes. Entre los pacientes que aguardan por el órgano, se escoge al más adecuado, que sea compatible con el donante. “Tiene que tener una hemoglobina aceptable, no pudo haber presentado infección en un periodo de tiempo. Si hay varios niños aptos, escoges al que clínicamente esté mejor o al que más lo necesite en ese momento por la edad. Porque si es un niño pequeño, tiene posibilidades de que aparezca otro trasplante; pero si es un niño que está en una edad en la que pronto va a pasar a adulto, donde cambia por completo la elección para ser apto para trasplantes, entonces tratas de priorizar a ese niño”.

Ayamey, que tenía entonces 13 años, fue la elegida. Aún recuerda el pijama blanco y rosado que tenía puesto el día de la intervención. Estaba más bien tranquila. Su mamá, nerviosa, recorría de arriba a abajo los pasillos del Pediátrico.

La doctora Mercedes formó parte del equipo de trasplante. “Aquella noche fue increíble”, cuenta. Pero habían transcurrido entre seis y siete horas desde que se supo que había un órgano disponible hasta que Ayamey entró al salón de operaciones, un tiempo superior al indicado, porque el órgano a trasplantar no está recibiendo sangre. “Se trata de que sea el menor tiempo posible, pero así es en Cuba, no hay transporte, no hay ambulancias para buscar a todo el mundo”, dice.

La operación duró unas seis horas. En principio no hubo complicaciones. El problema vino cuando unieron las arterias y las venas de la niña con las del riñón. “No hubo diuresis inmediata, o sea, el riñón no orinó”, explica la doctora. A las pocas horas, “se empezó a ver que no estaba saliendo sangre correctamente, ese órgano no se estaba transfundiendo bien”.

Ayamey sentía el cansancio de una operación que se extendió hasta las tres de la mañana. En el letargo, oyó las voces de los médicos y entendió que algo estaba mal. La doctora Mercedes le dio la noticia a Yurama Bolaños. “Su mamá me decía: ‘No se lo quites, no mandes a que le quiten el riñón”, cuenta. “Yo le decía que no estaba funcionando, que si hacía una reacción aguda, la paciente podría perder la vida. Sufrimos mucho. Pero hubo que sacarle el riñón ese mismo día”.

Cuando Ayamey despertó y supo que no había funcionado el trasplante, no soltó una lágrima. Su madre, agarrada al doctor, le decía que, por favor, consiguieran otro riñón para su hija. Hasta hoy no ha podido ser. Ayamey cumplió los 19 años y ha dejado de recibir atención en el Hospital Pediátrico. Ha perdido los pocos beneficios que se garantiza a los menores de edad en Cuba. Ahora se atiende en el Hospital Clínico Quirúrgico Miguel Enríquez de La Habana, conocido como La Benéfica, donde debe llevar sus propias sábanas, jeringuillas, filtros y líneas arteriales para las hemodiálisis.

Algunos días no hay hierro, otros, eritropoyetina; a veces no entra el rocaltrol o no hay nada para la hipertensión y tienen que comprar en el mercado negro. Semanas atrás, su mamá pidió ayuda para una donación de sangre porque su hija tiene la hemoglobina muy baja. Le han dicho que en La Habana hay gente vendiéndola hasta en más de 15.000 pesos cubanos (50 dólares), una cantidad que se le hace difícil pagar, pero que tendrá que conseguir. Hace poco, la fístula se reventó y Ayamey entró de urgencia al salón de operaciones. Estuvo a punto de perder el bracito izquierdo. Ahora que se recupera, su mamá permanece en la sala de espera. Es un dolor grande el que siente, explica, una “angustia, una apretazón en el pecho”.

“Yo me pongo a pensar en cuando era chiquitita, que era una niña feliz, tenía una vida normal”, dice la madre. “A veces entro al cuarto y la veo con los ojos llorosos, y me pregunta que cuándo se va a poder trasplantar, si eso va a poder suceder algún día”.

***

Héctor aterrizó en Nicaragua con la mochila cargada de medicamentos e insumos médicos que le enviaban del exterior. Las autoridades, alarmadas, pidieron explicaciones. Nada los convencía.

—Hasta que me levanté el pulóver y les mostré el catéter. Ahí me dejaron tranquilo, cuenta.

Estaba débil, casi cadavérico, era un cuerpo al que los últimos tratamientos le habían arrebatado casi 10 kilogramos de peso. Para la travesía, los médicos le recomendaron tomar zinc y calcio en caso de demorar una hemodiálisis, y cuidar la ingesta de líquidos para evitar un edema pulmonar.

Héctor González en el patio de su casa en Miami.
Héctor González en el patio de su casa en Miami. Eva Marie UZCATEGUI

En el aeropuerto de Managua, conoció al coyote que antes había localizado en Facebook. Partieron. Del viaje que le esperaba, le preocupaban las hemodiálisis. Cuándo, cómo y dónde iba a filtrar las toxinas y el agua de su sangre. Buscó en Google clínicas para pacientes renales, la mayoría alejadas del camino que debía seguir. Su primera parada fue en una iglesia situada en la frontera con Honduras. Después, atravesó Guatemala. Las piernas de Héctor comenzaron a hincharse, parecían siempre a punto de explotar. En el viaje, se cuidó de consumir solo 30 mililitros de líquido y una comida por día. La gente a su alrededor se preguntaba cómo era posible que apenas comiera habiendo tantas frutas, gaseosas y panes de todo tipo. Jamás se permitió ningún exceso.

Un domingo llegó a Tapachula, México, tras cruzar el río Suchiate en una balsa casera. Lo próximo fue subir a un camión. Eran las dos de la mañana y había más de 40 personas, uniendo sus cuerpos como un rompecabezas humano. A Héctor le empezó a faltar el aire. Pidió que lo bajaran, que por favor lo dejaran salir. El coyote se enfureció, tenía que cumplir las reglas.

—Me abrí la camisa y le mostré el catéter. Le dije: ‘No es que no quiera, hermano, es que no puedo. Si hago el viaje en estas condiciones, me puede pasar algo y va a ser un problema incluso para ustedes’.

Se marchó y se las arregló como pudo. Lo primero que hizo fue localizar un sitio para la hemodiálisis. Cuando la clínica Hemoquid, en el centro de Tapachula, abrió las puertas en la mañana, Héctor fue el primer paciente. Habían transcurrido cinco días sin hacerse una hemodiálisis, demasiado tiempo.

—Ya sentía el organismo débil, tenía falta de aire, estaba bastante debilitado.

Durante las sesiones de hemodiálisis, Héctor comparará todo el tiempo la clínica mexicana, bien equipada y pulcra, con los hospitales cubanos. Otras veces escuchará música, llamará a la familia o se encargará de ver cómo recorrerá la parte del camino que le falta. Fue una amiga quien le recomendó al nuevo coyote. No todos quieren encargarse de un enfermo, pero este se mostró atento, se preocupó por preguntarle qué días le tocaba el tratamiento para calcular el tiempo de su travesía hasta la Ciudad de México. También dio instrucciones a su red de contactos para que llevaran a Héctor a clínicas y farmacias en caso de ser necesario.

“La gente que está dentro de este negocio ve a las personas como una mercancía”, dice el pollero, que habla en condición de anonimato. Sabe que hay muchos abusos y estafas, pero él se considera un tipo “bastante humano y sensible”. “Uno advierte a los familiares o personas que nos contratan de las situaciones que pueden pasar. El caso de Héctor fue muy especial por sus hemodiálisis, y lo tuvimos que considerar”, afirma.

Héctor pensó que no iba a resistir. Salió un viernes en la madrugada de Tapachula con un grupo de 21 cubanos, dominicanos y ecuatorianos. Algunos tramos los hizo en moto, otros en una camioneta. Caminó entre los retenes. El catéter se le despegó más de una vez por el sudor. Los pies estaban tremendamente hinchados.

—En un momento me desplomé, pero otro cubano me cogió por el brazo y me dijo: ‘Vamos, que tú tienes que llegar’.

Con sus últimas fuerzas, llegó a Ciudad de México, donde fue rápidamente llevado a una clínica. Una vez recuperado, el coyote buscó la vía más rápida, segura y cómoda de trasladarlo hasta la frontera de Mexicali. En la madrugada del 4 de diciembre de 2023, el día que iba a cruzar a Estados Unidos, Héctor creyó que se moría. Atravesó un campo de algodón, un fangal, trepó una escalera improvisada para escalar el muro fronterizo y, con una soga, se dejó caer del otro lado.

—Levanté la vista a mi alrededor y me dije: ‘Coño, lo logré, aquí estoy’. Cuando la patrulla fronteriza se acercó, Héctor les mostró el catéter y pidió ayuda urgente.

Ha pasado un año desde que los agentes trasladaron a Héctor a un hospital cercano. Un año de que solicitara asilo político, se asentara en la Florida, le otorgaran un seguro de Medicaid, retomara sus tratamientos de hemodiálisis y recuperara energías. Ahora se prepara para someterse a un trasplante de riñón en el Instituto de Trasplantes de Miami (MTI). Sabe que el próximo viaje es largo. Tiene la mochila lista.


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