Cuesta creerse al Moisés de Netflix
‘Testamento: La historia de Moisés’ pone más afán en educar en el relato bíblico que en enganchar al descreído. Falta épica, la que tenía el Charlton Heston de ‘Los diez mandamientos’. Pero hay público para la ficción religiosa
No habíamos visto venir el resurgir de las ficciones inspiradas en la Biblia, pero hay un público para el género. TVE estrenó en Semana Santa la serie The Chosen (Los elegidos), que recrea la vida de Jesús de Nazaret desde una mirada creyente y había cosechado cierto éxito internacional (en España está también en Movistar+). Es el proyecto de Dallas Jenkins, un director de cine sin éxitos previos y devoto evangélico, que recurrió al micromecenazgo para financiar la serie, que va por su cuarta temporada, de siete previstas. Muy apropiada para el público familiar que quiera instruir a sus niños, esos que no se despegan de sus pantallas, en un cristianismo que está menos presente en la sociedad de hoy.
Netflix se sube al carro con un formato en auge: el docudrama. Después de Alejandro Magno: la creación de un dios y de La reina Cleopatra, miniseries que salpican la dramatización de comentarios de expertos, llega Testamento: La historia de Moisés. En tres episodios de hora y media, se recrea lo que cuentan de Moisés el Éxodo y el Deuteronomio (ambos en la Biblia y en el Tanaj judío) y el Corán. Para sorpresa de muchos, Testamento se ha disputado el puesto de serie de Netflix más vista en el mundo con la ambiciosa producción de ciencia ficción de El problema de los 3 cuerpos.
En Testamento manda la dramatización, pero se sigue casi al pie de la letra el texto bíblico: esa canastilla en el Nilo, esa zarza ardiendo sin consumirse, esa apertura del mar Rojo, el maná, las tablas con los diez mandamientos o esos diálogos en voz alta con el mismo Yahvé, presentado aquí como una luz deslumbrante que aparece de repente. La diferencia con los otros docudramas es que Alejandro y Cleopatra son figuras históricas bien documentadas, y Moisés es un enigma para los historiadores, porque no quedó más rastro de él que el que aparece en los libros sagrados. Y por eso, si en las producciones anteriores las voces que ponían contexto eran de historiadores, aquí lo hacen sobre todo teólogos. De distintas confesiones, eso sí: judía, cristiana y musulmana, todas herederas de la misma tradición.
Aceptado el punto de partida, el desarrollo del drama es mejorable. Las licencias que se toman los guionistas son escasas, y ese corsé no sienta bien a una serie histórica. No se deja volar a los personajes. El actor que interpreta al príncipe egipcio, profeta y liberador de los judíos, Avi Azulay, no acaba de funcionar en su intento de expresarnos el tormento interior que siente por la misión que se le ha encomendado: transmite poco. Lo hacen mejor algunos secundarios, como su esposa Séfora. El faraón no se sale de su rol de tirano, cuando las buenas producciones suelen cuidar más a los villanos. La serie pone más afán en educar en el relato bíblico que en enganchar al espectador descreído. Eso sí, está hecha con buenos medios, pero es que esos abundan hoy.
Lejana época dorada
La edad de oro del cine bíblico fueron los años cincuenta y sesenta: entonces se pusieron al frente de esas películas directores de la talla de Cecil B. DeMille, John Huston, Pier Paolo Pasolini o Nicholas Ray. Eran producciones muy ambiciosas también en lo artístico. No hay comparación posible entre el papel de Charlton Heston como Moisés en Los diez mandamientos, y este personaje de Netflix.
En un relato tan lineal, tan rutinario como el de esta miniserie, Moisés resulta poco comprensible para los laicos de hoy. Entregado de bebé mediante el canastillo en el río por sus padres a la familia real egipcia, educado en lo hebreo de forma clandestina, criminal confeso y fugitivo, encargado por Dios de liberar a su pueblo (que lo sigue a lo que parece una misión suicida), el que desata las plagas de Egipto, el que pasa 40 años vagando por el desierto, el que no llega a pisar la tierra prometida.
Existiera o no, el personaje es piedra angular de los tres grandes monoteísmos, tiene una visión política (la idea de que Dios prometió su patria a los israelíes sigue vigente) y ha resultado inspirador para movimientos de liberación diversos. Aquí se le compara con Noé, porque pacta con Dios y reconstruye su mundo partiendo desde cero, y con Martin Luther King. No se mencionan (será por el afán incluyente entre credos) sus paralelismos con Jesús, desde el momento en que ambos sobreviven siendo bebés a una matanza de inocentes (en la que ordenó el faraón, Yahvé se toma la revancha durante las siete plagas matando a todos los primogénitos egipcios; en la que ordenó Herodes, la familia de Jesús se refugia precisamente en Egipto) hasta su facilidad para hacer milagros, su pesar por la dura tarea que les toca y su sentimiento, puesto por escrito, de que algún momento Dios les había abandonado.
Los historiadores no han hallado rastro de la esclavitud de los judíos en Egipto durante esos enigmáticos cuatro siglos, ni de su supuesto liberador. Tampoco se sabe en qué época se encuadra, porque el faraón nunca es citado por su nombre. Algunos expertos sostienen que Moisés es pura leyenda; Sigmund Freud escribió un ensayo en el que defendía que debió de ser algún líder egipcio que introdujo a los judíos en el primer monoteísmo (el atonismo que trató de imponer el faraón Akenatón en el siglo XIV antes de Cristo). Los libros aparecieron mucho más tarde, ocho siglos después de Akenatón, recopilados, escritos o reescritos durante el cautiverio del pueblo judío en Babilonia (ese sí documentado). De ahí que se perciba en la narración cierto propósito nacionalista: enseñar a los hijos de Israel que ya fueron liberados otra vez del yugo al que estaban sometidos, que era posible volver a la tierra prometida.
Los expertos que intervienen en Testamento no son fundamentalistas, o no del todo, o no todos. Ninguno se sale del guion para cuestionar la historicidad de Moisés, pero algunos parecen referirse a lo simbólico. Habría sido más clarificador que alguno lo hiciera desde una óptica diferente. La mayoría de los teólogos, no digamos los historiadores, rechazan una lectura literal de la Biblia. El espectador escéptico pero interesado en la huella cultural de los mitos antiguos echará de menos algún contrapunto. No se quiso así, seguramente para no ofender a la audiencia a la que se dirige. Es una pena: el Éxodo, como el Génesis y los demás libros fundacionales de tres religiones, son literatura de la mejor, repleta de épica, de magia y de giros de guion. Daba para mucho más, como demostró el Hollywood de los años dorados. El público de hoy tampoco es el mismo del que iba a ver a Charlton Heston. Pero no había desaparecido, no, la demanda de historias de fe en las pantallas.
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