Nobel
Resulta patético, aunque también cómico, hacer memoria de unos cuantos escritores a los que la presunta corte de sabios les negó el supremo reconocimiento
La concesión del Premio Nobel ocupa lugar privilegiado en los medios de comunicación. Supone que otorguen la santidad en vida, la gloria perdurable, el reconocimiento de los académicos a la excepcionalidad. Como no sé nada de ciencia, no puedo opinar de los méritos de aquellos que se lo llevan, pero se supone que contribuyen a que el mundo avance o sea menos malo. Y con el de la Paz, tan humanista él, se marcaron algo que parece una broma salvaje al otorgárselo a un tipo llamado Henry Kissinger, estratega y cómplice de tanta sangre derramada en Vietnam y en Latinoamérica. Y dices, olé los genitales de aquel jurado que actuaba en nombre de esa cosa tan sucia llamada política o del dadaísmo.
Entiendo que los medios se pongan muy nerviosos al no poseer tantas veces ni puta idea de los galardonados con el Nobel de Literatura. Y resulta patético, aunque también cómico, hacer memoria de unos cuantos escritores a los que la presunta corte de sabios les negó el supremo reconocimiento. No les consideraron dignos de él a Borges, Tolstoi, Kafka, Proust, Pessoa, Joyce, Fitzgerald, Valle-Inclán y otras incontestables luminarias.
Tal vez existan grandiosos, aunque desconocidos, literatos entre los que les cae el premio gordo, pero no tengo ninguna prisa por leerlos. Me conformo con releer a los de siempre y dejarme aconsejar por amigos sobre otros que no he leído y que me pueden deslumbrar. O a seguir mi instinto. Pero el Nobel casi nunca me sirve de guía. Cuenta Jon Fosse, el último premiado: “No se llega más alto que el Nobel, después de esto, todo es cuesta abajo”. Pues que disfrute usted el momento y que no se caiga.
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