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Columna
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Chirbes, te quiero

Lúcido, tierno, hiperculto, implacable consigo mismo y con los demás. Era un escritor de la hostia

Rafael Chirbes, en una imagen de 2014.
Rafael Chirbes, en una imagen de 2014.Daniel Reinhardt (picture alliance / Getty Images)
Carlos Boyero

Para no aumentar la cretinización del sumiso, aunque asustado, receptor, a las televisiones les ha seducido citar entre crimen y espanto, entre la oda al asqueroso poder y la condena a los que van a seguir oliéndolo en vano, hablar un día sí y al otro también del sagrado bien de la cultura, aconsejando la lectura de los amanuenses que son amigos de la casa. Es grotesco. Pero vete a saber si esto incita a tanto analfabeto satisfecho a que visiten esos libros para estar en la onda. Mayoritariamente progresista, como debe ser, en nombre del arte subvencionado.

“La gente solo debería de conocerse cuando está disponible, en ciertas horas pálidas de la noche. Con problemas de hombres, con problemas de melancolía. Ricardo, póngame el último trago. Para el camino”, gritaba aquel poeta anarquista y desesperado llamado Léo Ferré. Yo tuve esa comunicación a través de un teléfono con un escritor prodigioso y alguien que era de verdad. Se llamaba Rafael Chirbes. Es el autor de Crematorio y En la orilla. Léanlas. Yo sentí con esas novelas algo milagroso, comparable a la emoción que me proporcionaron Últimas tardes con Teresa, Tiempo de silencio y La ciudad de los prodigios.

Chirbes cuenta en el tercer volumen de sus inmortales Diarios: “Siento puro rechazo, ganas de estar solo y al mismo tiempo asfixiante sensación de soledad, de no tener nada ni a nadie, ni poder aspirar a nada: No haber tenido capacidad para convivir o haberla perdido. Me sigue enamorando usted después de muerto”. Lúcido, tierno, hiperculto, implacable consigo mismo y con los demás. Era un escritor de la hostia, a pesar de sus dudas. También un hombre honesto.

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