‘Happy Valley’: Pelear, brillantemente, hasta el final
Siete años después, llega la tercera y última temporada de la serie que protagoniza Sarah Lancashire en el papel de su vida, el de una durísima y astuta sargento que patrulla una campiña inglesa nada apacible
Quería Sally Wainwright (Huddersfield, Reino Unido, 60 años) que su obra maestra, la portentosa Happy Valley (Movistar Plus+), un policial nada al uso, de tan cruda y tragicómicamente real como resulta, casi una brillante película de Mike Leigh por entregas, esperase a que el pequeño Rhys Connah cumpliese los 16 para cerrarse. En un guiño a Richard Linklater y su Boyhood, la serie de Wainwright, que sigue los pasos de la sargento Catherine Cawood —la insustituible Sarah Lancashire que Kate Winslet trató de imitar en ese intento de imitación a años luz del original que fue Mare of Easttown— en su Yorkshire West natal, se despidió de la programación en 2016 y mantuvo a sus seguidores en vilo durante los siguientes siete años. Siete años en los que ha pasado de todo. Incluida una pandemia y, hasta cierto punto, el fin del reinado de lo noir.
Porque sí, Happy Valley destacó muchísimo en su momento como una suerte de, a la vez, Fargo británico y oscurísimo y directo retrato de la forma en que la violencia contra la mujer se ejerce sin remedio y sin control —la hija de la protagonista se colgó después de tener a su hijo, torturada por el recuerdo de la brutal agresión sexual de que fue víctima; al culpable ni siquiera se le persiguió, y está en la cárcel, sí, pero por trapicheos con drogas—, pero era un momento, 2014, en el que el policial estaba cambiando de cara, sustituyendo a detectives testosterónicos —de 2014 es también el último gran disparo en ese sentido: True Detective— por inspectoras decididas a no dejar que el mundo las impresione lo más mínimo. Pensemos en Stella Gibson, la sublime y tenaz Gillian Anderson de The Fall. O en la atípica Sarah Linden de The Killing.
Ahora, el policial juguetea con un misterio —Puñales por la espalda: el misterio de Glass Onion, Los crímenes de la academia o Solo asesinatos en el edificio— más propio de otras épocas, y se refugia en un whodunnit, esto es, el clásico quién lo hizo de Agatha Christie, que rehúye de alguna forma la realidad y el presente, que de manera tan salvaje muestra Wainwright. ¿Y de qué manera afecta eso a la vuelta de Happy Valley? Su valor es el mismo —por más tiempo que pase, siempre será pionera en algún sentido— pero se diría que está fuera de contexto. Aunque, como diría la sargento Cawood, ante la vida, uno solo puede “pelear o huir”, y ella ha venido a pelear. Nada va a importarle lo más mínimo. A menos que su inminente jubilación cuente. Le quedan siete meses, una semana y tres días cuando arranca esta tercera y última temporada, y un último encuentro con el asesino indirecto de su hija, y padre de su nieto, Tommy Lee Royce.
El presente irrumpe en esta ocasión —recordemos, siete años después de que lo dejáramos: Royce estaba en la cárcel y había descubierto que era el padre de Ryan; la hermana de Catherine seguía limpia y había empezado a salir con un tal Neil; el exmarido de la inspectora seguía atrapado en un matrimonio aburrido y teniendo más feeling con ella que con nadie; las drogas, en la zona, estaban, como siempre, por todas partes— en forma de viejo asesinato primero y de otro tipo de violencia contra la mujer y otro tipo de consumo de drogas después. El asesinato es el de Gary Grakowski, personaje clave de la primera temporada —al que en la inmejorable escena de apertura, la inspectora reconoce aunque de él se encuentra poco más que su calavera—, la violencia es la de un profesor controlador y las drogas, diazepam sin receta para desaparecer a pequeñas dosis.
Familia como eje mutante
El nuevo viejo escenario de siempre, se diría, al que se añade la certeza de que, cumplidos los 16, Ryan ha empezado a visitar a su padre en la cárcel. He aquí la forma en que Royce vuelve, por última vez, y la más temida de todas, a la vida de Catherine. Entre la infinidad de cosas interesantes que plantea el policial de Wainwright figura la propia idea de la familia como ente disfuncional y mutante. Pero también y sobre todo la de la cómo encajar una posible condena genética. Desde la primera temporada, ante las muestras incontrolables de ira de su nieto, entonces un niño de ocho años, Catherine ha temido estar criando a un monstruo que podría tener los mismos impulsos que su padre. Esa necesidad de poder susceptible de acabar de la peor de las maneras porque, como no se cansa de repetir Cawood, “una violación no tiene tanto que ver con el sexo como con el poder”. La propia idea del mal en sí tiene, sobre todo, que ver con el poder.
En cualquier caso, Catherine está a punto de jubilarse. Se ha comprado un viejo Land Rover con el que piensa conducir hasta el Himalaya. Sabe que la mayoría de los policías mueren a los cinco años de jubilarse, incapaces de adaptarse a la vida después del trabajo. Pero a ella no va a ocurrirle, dice. Ella está contando los segundos. “Por fin voy a convertirme en la persona que siempre he querido ser”, comenta. Hasta el final, la sargento Cawood va a pelear. No únicamente contra los malos, sino también contra todo aquello que se ha dicho, o pensado, sobre alguien como ella. Si la serie se abrió, allá por 2014, con una visita al cementerio en el que está enterrada la hija de Catherine, pero también, la poeta Sylvia Plath, fue por algo. No merecemos —no lo merece ella, no lo merece su nieto— un relato que no podamos cambiar, está diciéndonos Wainwright. Y así es.
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