‘Los hombres del SAS’: cómo matar a un centinela alemán con una daga alada
La serie revisa con gran realismo histórico, mucha testosterona y música de ‘heavy metal’ los inicios en la Segunda Guerra Mundial de la temeraria unidad pionera de las fuerzas especiales modernas
Un puñado de combatientes aliados vestidos con ropas extravagantes y a bordo de jeeps Willys erizados de ametralladoras Lewis, Vickers y Browing salen del desierto para infiltrarse de noche por sorpresa en un aeródromo alemán. Recorren la pista de aterrizaje a toda velocidad, en una motorizada cabalgada ensordecedora y salvaje, mientras disparan a diestro y siniestro. Los aviones alineados se incendian entre estallidos y fogonazos y decenas de soldados enemigos caen abatidos en medio de un pandemónium de muerte y destrucción pespunteado por las balas trazadoras. Los gritos de alarma y dolor de los atacados se confunden con los aullidos furiosos de los atacantes: “¡A por ellos!”, “¡Morid cabrones!”, “¡jodeos, putos nazis!”. Y de fondo, desconcertantemente, Overkill, de Motorhead.
Es una de las escenas más espectaculares —de las muchas por el estilo— de Los hombres del SAS, la contundente serie de la BBC de seis capítulos que puede verse en HBO Max y que está consagrada a relatar, con mucho ruido y furia, detalles de humor y algún recurso de cómic, los orígenes de la unidad de élite pionera de las fuerzas especiales modernas: el británico Special Air Service (SAS), el Servicio Aéreo Especial, nacido en 1941 en el desierto norteafricano durante la Segunda Guerra Mundial. Y lo más sorprendente es que esa escena mencionada (y muchas otras que pueden parecer puro disparate) es absolutamente verídica: reproduce fielmente el audaz ataque en julio de 1942 de fuerzas del SAS bajo el mando de su comandante el mayor David Stirling (interpretado en la serie por Connor Swindells) al campo de aviación del Afrika Korps de Rommel en Sidi Haneish, en la costa egipcia, a unos cuatrocientos kilómetros al noroeste de El Cairo. La serie lo mezcla a su conveniencia con otro ataque de la unidad, el lanzado contra el aeródromo de Benina, en junio (que se realizó a pie), y en realidad, claro, lo de ponerle música de Motorhead (en otros momentos el Born too loose de Johnny Thunders & The Heartbreakers, o KIlling Machine de Judas Priest) es una licencia, pero en la escena se muestra muy efectivamente cómo eran las incursiones del grupo.
En un capítulo anterior, ya habíamos visto otras imágenes que parecen salida de la mente desbordante de testosterona y tebeos bélicos del Tarantino de Malditos bastardos pero que son absolutamente verdaderas. En ellas, el segundo de Stirling, el larger tan life Blair Paddy Mayne (encarnado por Jack O’Connell), uno de los personajes más insólitos de la Segunda Guerra Mundial, y mira que los hubo raros, se queda sin bombas para destruir cazas alemanes en el ataque al campo de aviación de Tamid y entonces se encarama a los aparatos aparcados y, como un berserker poseído de furor guerrero, destruye los instrumentos a culatazos de su metralleta Thompson y hasta arrancándolos con sus manos. También es cierto lo de que los miembros del SAS se enzarzaban a puñetazos si te reías de sus primeras boinas blancas, que el fondón hijo de Churchill, Randolph, fue uno de ellos y participó en la arriesgada misión en Bengasi (“¿qué le dirás a tu padre cuando vuelvas?”, “le diré ¡hostia, hostia, hostia puta!”), y que solían sufrir enfermedades típicas de largas estancias en el desierto como las úlceras, las quemaduras de sol y la oftalmia severa. Como señala un personaje de la serie, “la arena en el prepucio es muy dolorosa”.
La historia de la unidad de Stirling que cuenta Los hombres del SAS, a partir del estupendo libro del mismo título del reconocido y ameno historiador Ben Macintyre (Crítica, 2017, ¡no se lo pierdan!)-, está llena de los elementos con los que se crean las leyendas: los inadaptados e indisciplinados que se convierten en héroes, el enfrentamiento con los mandos convencionales (entre ellos Montgomery, que detestaba a Stirling , la guerra en la sombra de un contingente clandestino, los fracasos iniciales y los éxitos extraordinarios luego, el peligro constante...; y la serie los aprovecha muy bien. “Basada en una historia real”, se advierte al principio de cada capítulo, “aquellos hechos que parecen increíbles son ciertos en su mayoría”. Con la fundación del grupo por la tríada Stirling (el visionario), Mayne (el loco) y Jock Lewes (supuestamente el sensato, pintado por Rex Whistler), y su despliegue en el desierto contra la retaguardia de Rommel estamos en el territorio además de la gran aventura clásica y Los hombres del SAS está insuflado de ella.
Las escenas de los vehículos de la unidad —al principio las camionetas Chevrolet costumizadas y artilladas que compartían con otro grupo legendario, el Long Range Desert Group (LRDG), las patrullas del desierto de largo alcance de Bagnold, que sale— recorriendo el inmenso Mar de Arena en una impetuosa y eufórica galopada, son excitantes y dignas de una gloriosa sesión de tarde de programas dobles con Tobruk y Las ratas del desierto. “¿Estás al mando aquí?”, pregunta un comando recién llegado a un barbudo veterano del SAS con aire de bucanero y turbante (prenda casi oficial en la unidad), que contesta displicentemente: “No, aquí manda el desierto”.
Salvajismo y guerra sucia
La serie, “carnival of macho nonsense”, como la ha descrito, no sin admiración, una periodista británica, no escatima los episodios de violencia inaudita y salvajismo desmesurado que son también consustanciales, como el romanticismo de las dunas, a la historia del SAS, un grupo en el que se enseñaba pormenorizadamente a matar. “Es nuestro trabajo matar y que nos maten”, sentencia Mayne —un as con la Thompson que ríete tú del Albert Finney de Muerte entre las flores—, que entra en una cantina de aviadores alemanes y ametralla todo lo que se le pone por delante, incluido un retrato de Hitler, para rematar luego a los heridos mientras en la radio suena Lili Marlen. Creada por Steven Knight, el mismo de Peaky Blinders, donde se reflejaba la brutalidad de otra banda peleona, en ese caso de criminales de Birmingham, Los hombres del SAS muestra repetidamente cómo se elimina a los centinelas alemanes, agarrándolos por detrás con el brazo en el cuello y clavándoles un cuchillo en la garganta. Para que se diga que la televisión no es educativa.
Un interés añadido del SAS, en el que militaron gente como Fitzroy Maclean, George Jellicoe, Reg Seekings o Wilfred Thesiger (que una vez me explicó cómo participó en incursiones en las que se metían de noche con sus vehículos en los campamentos del Afrika Korps y ametrallaban al tuntún las tiendas para salir pitando) estriba en que se convirtió en un prototipo para las fuerzas especiales de todo el mundo, sobre todo, destaca Macintyre, de la Fuerza Delta y los SEAL de la Armada de EE UU. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, la unidad fue disuelta (o casi: se cree que se mantuvo un pequeño contingente en secreto), pero volvió a constituirse oficialmente en los años cincuenta con motivo de la insurgencia contra los británicos en Malasia. Luego luchó en Omán, en Borneo, en Irlanda del Norte (durante la guerra sucia contra el IRA asesinó a tres terroristas en Gibraltar en 1988), las Malvinas, primera y segunda guerras del Golfo, Bosnia, Sierra Leona y Afganistán.
Aunque en algunos momentos deja entrever las dudas, escrúpulos y remordimientos de los personajes, sobre todo cuando están de resaca, la serie, por lo demás muy fiel al libro de Macintyre, se inclina por mostrar con profusión y hasta cierto deleite el bárbaro espectáculo de la guerra, la barahúnda, el salvajismo y la desmesura de la peripecia del SAS, representada especialmente por Paddy Mayne, al que se retrata como el complejo tipo con rasgos psicopáticos que sin duda era. Si tenía el día malo (lo que era muy frecuente), mejor no cruzártelo en el camino, aunque no fueras alemán.
Camaradas y huesos rotos
En la primera temporada (se anuncia ya una segunda), seguimos peligrosamente al SAS desde que se crea como una pequeña unidad (”destacamento L”) de “putos locos”, como la define uno de los pilotos de un avión del que van a saltar en paracaídas “por cojones” aunque el aparato no posee las condiciones necesarias para ello, hasta su consolidación regimental y la captura de Stirling por los alemanes. Entremedio, en ese “incierto camino hacia la gloria”, brazos, piernas y cabezas rotos (el propio Stirling se dañó la columna en un mal salto), golpes de mano casi inverosímiles (Tamet, Agedabia, Mersa Brega…), camaradas y (muchos) enemigos muertos, fanfarronería, competencia pueril, bases que parecen salidas de Beau Geste (Kabrit, Jalo) y la construcción de un sprit de corps y una mística de colectivo. Asistimos a la creación del famoso emblema, la espada Excálibur flameante con alas (tenida universalmente por una daga alada) y el lema “quien se atreve gana” (el extraoficial era “bebe fuerte, pega duro y a la mierda las reglas”). A destacar la inusitada frecuencia con que aparecen en pelotas por cualquier motivo los soldados del SAS. También es verdad que en la batalla de las Ardenas debía ser menos corriente ir desnudo.
Los tiempos que corren exigían presencia femenina en la historia, y la serie se inventa una mujer, Eve (la actriz y modelo argelina Sofia Boutella, la momia de Tom Cruise), representante de los servicios secretos de la Francia Libre de De Gaulle en el Cairo y a la que se le hace sostener un romance con Stirling. En realidad, a nivel sexual lo más interesante de toda la historia (la de verdad y en la serie) es la libido de Paddy, al que se le atribuye una pulsión homosexual mal llevada.
Excelente en la puesta en escena, los vehículos, las armas, los uniformes, las indumentarias extravagantes del SAS (algunas escenas son recreaciones exactas de las fotos icónicas de la unidad), o los ambientes en El Cairo, se le pueden hacer algunos reproches a la serie como no disponer de un panzer de verdad en la escena de la captura de Stirling (poner a estas alturas un tanque estadounidense camuflado es una chapuza) y que se vean un pelín de pega algunos de los aviones de los aeródromos alemanes. Es una pena asimismo que no se explique del todo bien la acción para atacar aeródromos con miembros franceses del SAS que se hacían pasar por prisioneros conducidos por soldados alemanes que se habían pasado a las filas aliadas. En realidad, la operación era del SIG, el Special Identification Group, Grupo Especial de Interrogatorios, otra unidad secreta británica o “ejército privado” que reclutaba a desertores alemanes o judíos alemanes de Palestina para infiltrarlos. Desgraciadamente, tal y como sí muestra la serie, incorporaron a un traidor (re-traidor) que los vendió en plena operación. En la infiltración de Stirling en Bengasi se le añade salsa a la acción: en la de verdad no fue tan sonada, aunque es cierto que tuvo elementos de película cómica.
Como decíamos, la serie va a tener continuación, y es que las aventuras del SAS en la Segunda Guerra Mundial no se acaban tras la derrota del Eje en el Norte de África. Sus acciones continúan en Italia, Francia y la propia Alemania (hombres de la unidad fueron los primeros en entrar en Bergen Belsen, descubrir sus horrores y liberar el campo). También parece que algunos miembros se tomaron la justicia por su mano y cazaron a varios criminales nazis. Y eso sin contar con que tenemos a Stirling prisionero e intentando fugarse en… ¡Colditz!, el castillo prisión de máxima seguridad para militares aliados.
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