En ‘La casa del dragón’, el juego de tronos se queda en familia
La nueva serie de HBO se centra en las intrigas palaciegas de los Targaryen y rebaja la altura épica de la historia original
Es sorprendente que solo hayan pasado poco más de tres años desde el final de Juego de tronos y no un siglo, como parece. El mundo en 2019 era diferente. Parecido, pero diferente. Por eso, no es extraño que hoy volvamos a un Desembarco del rey parecido, pero diferente. Juego de tronos fue una serie superlativa: la más vista, la más cara, la más espectacular, la más amada hasta que casi se convirtió en la más odiada. La que había cambiado la televisión y tras la que nada sería igual. Y así fue. Pero la televisión cambia tan rápido que tres años son un siglo. O dos, que son los que viaja atrás en el tiempo su secuela, La casa del dragón, cuyo primer capítulo ya está disponible en HBO Max.
Por suerte o por desgracia para ella, La casa del dragón nace bajo el ala de Juego de tronos. No lo oculta, al contrario, hace gala de ello. Por un lado, es un seguro de vida: los ojos de medio mundo están puestos en ella por su mera existencia, sin necesidad de méritos adicionales. Por otro, es un hándicap: la comparación será inevitable, constante e incluso necesaria. Tampoco se puede evitar una cierta emoción vibrante en el espectador fiel de Juego de tronos al detectar en la banda sonora, compuesta de nuevo por el músico germano-iraní Ramin Djawadi, las notas características de la serie madre.
HBO tenía (y tiene todavía sobre la mesa) varias opciones para seguir navegando por ese universo. Para esta primera incursión se decantó por la más continuista, la que miraba al pasado de una de las principales familias de aquella legendaria lucha por el trono, los Targaryen, dinastía de cabalgadores de dragones donde la endogamia y el incesto eran costumbre y cuya historia escribe George R. R. Martin en el libro Fuego y sangre. La clave, así lo han explicado sus responsables y se comprueba en los primeros episodios —se han visto los tres primeros para esta crítica—, era que se reconociera Juego de tronos. Queremos más de lo mismo, pero ligeramente diferente, debió ser la consigna.
La historia comienza situando al espectador unos 200 años antes de Juego de tronos. Apenas han pasado tres minutos cuando el primer dragón hace acto de presencia en un episodio que despliega sus cartas poniendo sobre el tapete todos los ingredientes que caracterizaron a la serie más premiada de la historia de la televisión: violencia salvaje, sexo, dragones, intrigas políticas, muertes dramáticas, batallas (duelos medievales en el primer capítulo; solo habrá que esperar al tercero para encontrar la primera batalla propiamente dicha) y personajes ambiciosos y carismáticos.
Lo que antes fue una lucha entre casas reinantes, ahora se limita a una guerra familiar donde aún hace falta que salte la chispa que encienda todo. El vasto universo de Juego de tronos se reduce ahora a poco más que las habitaciones del palacio. Porque Ryan Condal y Miguel Sapochnick, máximos responsables de la serie, el primero al frente del guion y el segundo en la dirección, han optado por regresar al Juego de tronos de las primeras temporadas, aquel en el que las intrigas palaciegas, la política y los diálogos entre personajes eran la base de la trama, por encima de la épica. Y la trama se hace más sencilla de seguir al reducirse a una historia, una familia, y un puñado de personajes, no aquellos paseos de un lado a otro de Poniente con tantas historias abiertas y tantos personajes implicados que a veces hacía falta un esquema para no perderse. Menos mal que fueron muriendo.
Por un lado, ahora encontramos al rey Viserys, con fama de buen hombre (a pesar de algunas decisiones más que cuestionables), empujado por el Consejo Privado a elegir sucesor para el trono. Su hija, la princesa Rhaenyra, sería la opción más clara si no fuera porque la tradición marca que las mujeres no pueden reinar. Otra posibilidad es su hermano pequeño, el príncipe Daemon, un hombre imprevisible, guerrero, violento, peligroso y carismático que se postula sin disimulos pero al que Viserys no ve preparado para llevar la corona. En torno a ellos están la Mano del Rey, Otto Hightower, que maniobra para que su hija Alicent, amiga de la princesa, se acerque al rey. Y también la princesa Rhaenys (no confundir con Rhaenyra, ojo), prima del rey y quien realmente debería haber reinado si no hubiera sido mujer, casada ahora con Lord Corlys Velaryon, la serpiente marina, de linaje valyrio, poseedor de grandes cantidades de oro y la armada más potente de Poniente, el aliado perfecto y un enemigo temido. Con ellos y poco más se compone una trama en la que los personajes irán maniobrando para intentar asegurarse el Trono de Hierro con alianzas y enemistades, traiciones y acercamientos.
Ya en este primer capítulo, la historia pone el foco en el machismo de una sociedad patriarcal y misógina que no deja a las mujeres reinar, un asunto que se trataba también en Juego de tronos pero que ahora cobra más relevancia y un enfoque nuevo. La trama adquiere un punto de vista femenino, que también se aprecia en un tratamiento del sexo distinto del que presentaba Juego de tronos. La explicación es sencilla: a diferencia de Juego de tronos, detrás de la escritura de La casa del dragón hay una sala de guionistas en la que las mujeres están representadas de misma forma que los hombres. Y, sorpresa, se nota.
Para que los personajes se sostengan es fundamental una buena elección del reparto, punto que en este caso parece conseguido. Paddy Considine transmite el pesar, las dudas y la lucha interna que atormentan al rey Viserys. Matt Smith da al príncipe Daemon la arrogancia de un niño malcriado y el punto de locura que se entiende en los Targaryen. Pero quien conquista los primeros compases de la serie es Milly Alcock, la joven princesa Rhaenyra, que lucha internamente por aceptar su papel en esta sociedad mientras se rebela contra él. El personaje en la edad adulta estará interpretado por Emma D’Arcy.
En sus compases iniciales, La casa del dragón ha construido un universo más limitado que el de Juego de tronos en muchos aspectos, sin espacio para un alivio cómico, ni apenas para una sonrisa. Sus guionistas parecen haber tomado buena nota de prestigiosos dramas familiares recientes como Succession o The Crown (o incluso dramas de época como Los Tudor) para tratar de trasladar esas rencillas íntimas, esas intrigas intramuros, a un mundo con dragones. Habrá que esperar a las próximas temporadas (nadie duda de que las habrá; el tortazo debería ser monumental para que no las hubiera) para comprobar si surge esa chispa que aún le falta, se convierte en llama y la historia de los Targaryen termina por atrapar. Tampoco Juego de tronos fue la serie que recordamos desde su comienzo. Pero La casa del dragón tiene el reto de lidiar con un espectador mucho menos paciente y un panorama audiovisual mucho más complejo, competido y competitivo que el de hace una década. Eso sí, ellos no tienen dragones, y los Targaryen sí.
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