‘Borgen’: cuando los políticos molan demasiado
Los personajes de la nueva temporada de la serie danesa ya no parecen vicepresidentes de diputación provincial, ahora van de estadistas y hasta caminan con más estilo
Me costó entusiasmarme por la Borgen original, la de la televisión danesa de hace nueve años. Donde muchos percibían aromas de Shakespeare, yo solo olía a algo podrido en Dinamarca, pero de verdad, sin citas de Hamlet. Veía una serie pequeñita, un culebrón de cadena autonómica. Todo en ella parecía de mentira y sonaba infantil, e incluso me asusté de que algunos políticos se identificasen con las tramas: sin tener yo una idea muy noble de la política, esperaba que la realidad fuera algo menos cutre.
Pero las series son hábito, como la amistad, y lo que al principio parece ridículo, a la tercera temporada es simpático. Fueron esa ingenuidad y esos planteamientos de función escolar los que me enamoraron: Borgen era la versión playmobil de El ala oeste de la Casa Blanca. Un Aaron Sorkin elemental, sin frases subordinadas.
Por desgracia, la nueva Borgen de Netflix lleva la grandilocuencia en el subtítulo (Reino, poder y gloria) y la sostiene hasta en el paisaje. Se han ido a rodar a Groenlandia y nos lo han llenado todo de hielos milenarios bellísimos. Los personajes visten de tiros largos. Ya no parecen vicepresidentes de diputación provincial, ahora van de estadistas, e incluso sus casas molan más. Diantres, si hasta caminan con más estilo. Todo exuda ese glamur del poder y la ambición, esa latencia de verso yámbico. Los guiones supuran máximas de oratoria clásica. Estoy a dos episodios de creerme que la política tiene erótica.
Menos mal que los debates de las elecciones andaluzas me bajan al suelo, a ese suelo cubierto de serrín sobre el que pasean su mediocridad los candidatos. Menos mal que aparecen la soberbia de Juanma Moreno o la dicción de actriz sustituta de la bruja mala del oeste de Macarena Olona para recordarnos, como un servicio público, que el olor a podrido no es exclusivo de Dinamarca.
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