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Programas de televisión
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

‘The Dancer’: un repetitivo concurso de TVE

El programa asegura buscar al “mejor bailarín de España” pero no juguemos tan alegremente los términos y las categorías: busca al mejor ‘show-dancer’ mesetario

Dos concursantes bailan en el primer programa de 'The Dancer'.
Dos concursantes bailan en el primer programa de 'The Dancer'.MOEH ATITAR

The Dancer es un nuevo concurso de danza que abona y pisa exactamente sobre las huellas de sus precedentes (hasta en los decorados de los platós) y que viene precedido de un discreto éxito comercial y de audiencia en los países donde ha sido emitido, con ligeras variantes: Reino Unido, China y Dinamarca. El programa estrenado este lunes en TVE tiene un desarrollo y un ritmo que no son fáciles de sostener, pues la escena de presentación de los concursantes se repite machaconamente y sin demasiada gracia hasta recordar a Eurovisión. El paseo urbano, la llegada al telefonillo de una figurada escuela y al saloncito con secretaria que quiere ser humorística: eso no da para mucho.

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Simon Cowell, ideador y dueño del invento, hace tiempo que dejó de ser el Rey Midas de la gestación de estos programas, aunque logra sobrevivir con cierta holgura de sus triunfos pasados (¿quién no recuerda a Susan Boyle?) y de ciertos esquemas que siempre llenan el escenario catódico: la escaleta básica de este programa franquiciado resulta una mezcla de elementos probados en Got Talent y en Factor X. Unas buenas luces, la dosis de grititos aplaudidos y cierto inevitable lagrimeo sentimentaloide ya rematan el cóctel. ¿Por qué TVE escogió este programa, entre tantos de este estilo como hay a la venta, para hacerse la competencia a sí mismo con sus otros dos programas de esta índole? Un misterio.

El papel del espejo en el decorado es fundamental. Hay un programa de ballet (ballet de verdad, debe aclararse) en la televisión de la Federación rusa, que usa algo parecido, solo que en The Dancer está jerarquizado como si tuviera voto. Ya se sabe que el espejo en el salón de trabajo de los bailarines ejerce un doble papel de fiscal y enemigo. Mirarse es parte del oficio, recoger cuerda y críticamente lo que se ve, y eso es parte de la inteligencia del artista. Aquí simplemente es una mirilla, el público de The Dancer aplaude y vota hasta descorrer ese figurado telón de azogue.

En la primera entrega vimos cosas muy variadas con nombres (de bailes) a veces incomprensibles y exóticos, desde ese vogue nipón a otros que ni se pueden memorizar. ¿Pero son realmente estilos de baile? ¡No vulgaricemos el concepto de estilo en danza! Se ruega tino y concierto, por favor. Son modas, algunas más pasajeras que otras, asentadas en el revoltijo del baile urbano y que, más que un propio diccionario, tienen unos pocos pseudopasos y un fraseo oportunista de la rítmica electrónica que lo acompaña.

La versión española está bien empacada, es técnicamente solvente, muy justa de lujos (quizás por estos tiempos que corren, quizás porque no se confía del todo en su éxito) y con unos presentadores, Sandra Cervera e Ion Aramendi (vestido por su peor enemigo) bastante verdes, que están aún entrando en sus respectivos papeles. En la mesa de las celebridades, tres muy conocidas del público de hoy: Lola Índigo con sus conjuntos a la californiana, que lo mejor que puede aportar es explicar la parte heroica de su propia carrera: empezó a bailar muy tarde, a los 18, de modo que ha sido ir contra reloj día tras día; el actor Miguel Ángel Muñoz, siempre transmitiendo confianza con su tono empático, que tuvo un gesto de sinceridad muy de agradecer al reconocer que no va a juzgar por lo técnico, que no es lo suyo, sino por lo emocional, y Rafa Méndez, que ha estado en varios de estos programas televisivos y cuyo diapasón está igual de chirriantes que antes. Unas falsas parejas, actores de circunstancia trufados entre el público, fueron lo peor de este guion, con torpes y alambicadas frases hechas y dichas sin la menos convicción.

El eslogan del programa, buenas intenciones aparte, es tan inapropiado como engañoso. Puede hasta resultar hiriente para un sector de la profesión de la danza; otros, algunos, pueden sentirse halagados, pero no se trata de eso, sino de oír entre líneas lo que exactamente se está planteando. Puede que The Dancer busque y encuentre al mejor show-dancer mesetario, pero no juguemos tan alegremente los términos, las categorías y las asignaciones. “El mejor bailarín de España” está ahora deslomándose en un espacio inapropiado y devanándose los sesos para salir a flote y adelante; estamos en una época traumática para el artista de danza y ballet, sea del género y la escuela que sean, y con toda probabilidad no pisaría jamás un concurso de este tipo. La lucha por sobrevivir a la inactividad y a la falta de un espacio para que el cuerpo bailador se expanda y respire, es un drama cotidiano y no tiene nada de broma ni de alegre carrerilla. Un programa de televisión, su presea o cualquier triunfo, será efímero y lejos, muy lejos, del hábitat teatral natural e ideal que pide esta durísima y corta profesión. Lo comercial no quita lo valiente, pero con ambos pies en tierra.

La primera emisión dejó un buen sabor de boca con lo más sorprendente: Fátima, la elegida para pasar a una segunda ronda junto a Leandro, chico del vogue japonés y Macarena, una bailarina de danza española en bata de cola (un desvarío del peluquero casi da al traste con su imagen) que habrá que ver y seguir en otros programas; Fátima, a mucha distancia del resto, es una belleza en todo: ritmo, entrega, físico, singularidad y un estilo que resultaba tan ancestral como moderno. Su vitalidad arrasó.

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