La verdad arde en la hoguera global
Para cartografiar las cloacas que nos inundan de desinformación hay que tener bien en cuenta el papel de la descarnada competición de potencias
Cartografiar las cloacas que nos inundan de desinformación, discursos de odio o narrativas que buscan sembrar la polarización o el nihilismo en las sociedades es una tarea que no puede culminarse de forma esclarecedora si no se superan los marcos políticos nacionales y se contempla el mefítico panorama con el prisma global. El mundo asiste a una competición de potencias descarnada, la más tensa en décadas. El poderío militar y económico o el control de capacidades tecnológicas son obviamente terreno privilegiado de la competición. Pero el control de las narrativas es otro terreno de combate crucial. La posibilidad de influir en la opinión pública de un adversario —y por tanto la conformación de las voluntades y de las capacidades— es un objetivo de valor inmenso.
Este objetivo se ha perseguido desde hace mucho tiempo, pero, obviamente, los medios disponibles para ello han cambiado y tienen ahora un potencial asombroso.
La premisa esencial para desencriptar esta dinámica es observar la asimetría en el combate: las democracias están más expuestas al riesgo de campañas de desinformación que los regímenes autoritarios. Las primeras son sociedades abiertas en las cuales el control del flujo de la información/desinformación es mucho más complejo y farragoso en nombre de la fundamental libertad de expresión; los segundos son sistemas cerrados que silencian sin contemplaciones esa libertad, en algunos casos con un grado de sofisticación extremo, como en el de China.
Algunos episodios de esta dimensión internacional son notorios, como los esfuerzos rusos para ayudar a candidatos o proyectos favorables a sus intereses —como Trump o el Brexit— a través de narrativas manipuladas. Otros lo son menos, pero no deberían subestimarse. La misma Rusia, por ejemplo, es muy activa en África para desprestigiar a Occidente, aprovechando como palanca su lamentable pasado colonial. China no solo es muy activa en su entorno, para denostar a líderes que considera hostiles en lugares como Taiwán, sino que también aprovecha la proyección global de su Ruta de la Seda Digital para afirmar su modelo de control, vigilancia, deformación y supresión de la libertad de expresión en otros países, autoritarios o con democracias frágiles. Por otra parte, la empresa china ByteDance controla TikTok, una red que un número creciente de usuarios utiliza para informarse a través de fuentes parciales y no profesionales, según un informe reciente del Oxford Reuters Institute. Y Pekín no ahorra esfuerzos para sostener medios de corte tradicional que difunden disciplinadamente la cosmovisión del Partido Comunista de China.
Las sociedades occidentales desde hace tiempo tratan de sostener organizaciones civiles vibrantes en países donde el poder político tiende a amordazarla. Esos poderes políticos han considerado a menudo que esos apoyos no eran otra cosa que mecanismos de agitación encubierta para desestabilizar sus regímenes y han actuado con draconianas medidas de represión que golpean a entidades o personas que reciben apoyo financiero del exterior o, incluso, tan solo sospechosas de trato con Occidente.
Los países occidentales tienen sin duda terribles manchas en su historial, pero en lo que concierne a la pugna de la desinformación en esta época es evidente que el desafío central es el de los ataques desde los regímenes a las democracias. Incluso quienes consideren que hay las mismas intenciones en ambos bandos deberían reconocer que la capacidad de impacto es muy desequilibrada.
El objetivo de la desestabilización es no solo apetecible, sino que probablemente más alcanzable que nunca. Los principales estudios internacionales sobre la calidad democrática en el mundo coinciden en detectar un tangible deterioro en los últimos años. La desinformación sin duda tiene mucho a que ver con ello. Tanto como para que en el Informe de Riesgos Globales publicado por el Foro Económico Mundial en enero de 2024 los 1.500 expertos consultados de área gubernamental, universitaria o empresarial indicaron como peligro principal para los dos siguientes años la desinformación. Y poca duda hay de que en el nivel de riesgo percibido no solo desempeñan un papel las acciones internas, las maniobras de los acólitos trumpistas o de tantos desinformadores dentro de países europeos —en la categoría de militantes sin escrúpulos de causas por las que se cree aceptable faltar a la verdad, de cobradores con estómagos de teflón o de tontos útiles—, sino acciones de agitación y sabotaje de actores externos. Rusia es el referente evidente, pero un alto cargo de los servicios secretos alemanes advirtió hace un tiempo de que, si Moscú es una tormenta, Pekín es el cambio climático.
La desestabilización democrática no es el único objetivo. También lo es el intento de plasmar las percepciones de la opinión pública con respecto a grandes conflictos. En ese sentido, desde Israel se propaga una lamentable ola de desinformación —que incluye no solo la difusión de mensajes falaces o el bloqueo del acceso de periodistas a la Franja de Gaza, sino sofocar el relato de los hechos matando a más de cien periodistas palestinos— para manipular la percepción de la realidad.
La verdad existe, pero arde en una gigantesca hoguera global.
Los países occidentales han ido tomando creciente consciencia de los riesgos inherentes a esta contienda. Han aumentado las tareas de vigilancia, establecido unidades especializadas de detección de movimientos sospechosos y también —lo hace por ejemplo la UE— intentan apoyar el periodismo independiente en países vulnerables. Si filtrar el enorme caudal de material marrón ya era muy difícil antes, la irrupción ahora de la inteligencia artificial lo hace más difícil aún.
La tarea es ardua. Una cosa sin embargo está clara: el recorrido de las cloacas es muy amplio. Conviene considerar bien todo el atlas para entender su funcionamiento.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.