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Cómo un profesor de Filosofía en Zamora colaboró en el desarrollo de Signal, la alternativa de WhatsApp

Un curso del profesor Iago Ramos probó y ayudó a actualizar herramientas para grupos de la aplicación cifrada que crece a costa de los cambios en la política de privacidad de Facebook

Jordi Pérez Colomé
El profesor de Filosofía Iago Ramos, de la Universidad de Salamanca, ha colaborado junto a sus alumnos en el desarrollo de la aplicación de mensajería Signal
El profesor de Filosofía Iago Ramos, de la Universidad de Salamanca, ha colaborado junto a sus alumnos en el desarrollo de la aplicación de mensajería SignalDeLozar (Personal)

En febrero, EL PAÍS contactó con la aplicación de mensajería Signal para entrevistar a su fundador, Moxie Marlinspike. Signal había crecido mucho en descargas tras el lío sobre la política de privacidad de WhatsApp en enero. Al ser un periódico español, desde California la compañía lo puso sobre la pista sobre un uso pionero de su aplicación que se hacía precisamente en España. “Hay un profesor increíble allí que hace todas sus clases con Signal”, dijeron. En Signal no conocían a nadie que diera sus clases con su herramienta, excepto él. Finalmente resultó ser un profesor de Filosofía de la Universidad de Salamanca que daba clase con Signal en la Escuela de Magisterio de Zamora.

Iago Ramos es un filósofo especial. Desde joven programa y usa ordenadores como cualquier informático. “Hay herencias mías por varias comunidades de Linux, estuve en los primeros foros de Dropbox, en Infogami, cada vez que probaba una aplicación me convertía en probador”. Pero cuando decidió ir a la universidad y luego doctorarse, optó por la filosofía: “En España ser informático era para acabar haciendo trabajos de analista o picacódigo, muy de oficina. Mi hermano era informático y tenía también amigos que me contaban sus historias y no lo veía”, dice por teléfono y Signal a EL PAÍS a lo largo de varias conversaciones. “Me gustaba más leer, curiosear. La informática no era tan divertida como ahora, era más para frikis”, añade. Al final optó por hacer el doctorado sobre el filósofo francés Jean-Jacques Rousseau.

Pero nunca abandonó su interés por la tecnología. Y en una asignatura de Ciudadanía Digital para 70 universitarios en la Escuela de Magisterio de Zamora ha sofisticado su experimentación con Signal como método educativo.

Antes de la pandemia, Ramos usaba Signal para prolongar el debate en clase y comentar actividades. Pero durante la crisis sanitaria trasladó sus clases solo a Signal: montó un proyecto de Gobierno con sus Ministerios, que distintos grupos de alumnos gestionaban mediante la aplicación. Pero el objetivo de emplear Signal iba más allá. Se trataba de visibilizar la tecnología, de mostrar la dificultad de crear una herramienta cifrada de mensajería.

No es magia, es ingeniería

A Ramos le cuesta entender por qué, si ya existe una tecnología que permite la misma privacidad que la conversación cara a cara pero a través de dos pantallas, la gente no la use: “Nos permite hablar desde la distancia en privado y es genial: pura ingeniería, pura matemática, pura experiencia de usuario”, dice.

“Cuando empezamos a utilizar Signal beta [en pruebas], todos los problemas se recibían al principio como ‘es peor que WhatsApp’”, dice, pero no era en realidad un problema. “Fue interesante porque pude explicarles las dificultades del cifrado de extremo a extremo, los esfuerzos de ingeniería que supone, y que nos diésemos cuenta de que no es magia”, dice. Ramos recuerda una sesión prepandemia donde les llevó a hablar de quién paga la tecnología.

El resultado de estas pruebas con la versión beta de los grupos de Signal fue que la clase de Ramos ayudó a los desarrolladores de la aplicación a mejorar sus actualizaciones. Ramos mantuvo varias conversaciones con ingenieros de la compañía y mandaron una serie de correos con fallos en el uso al añadir usuarios a un grupo o con las notificaciones: “Alguna actualización de Signal se hizo casi gracias a nosotros”, dice. Ramos incluso ayudó con la traducción al español.

La colaboración con Signal era parte de la educación para los alumnos, siempre con la idea de que la tecnología no es invisible, sino un código que se comunica por una red entre dispositivos: “Mis alumnos sabían que estábamos ayudando con eso porque me parecía interesante que lo supieran”, explica.

Signal se convirtió en una de las tres aplicaciones más descargadas de España durante los días posteriores al anuncio de cambios en las políticas de Facebook en enero. Desde entonces, ha desaparecido de nuevo de la clasificación de las 100 apps más descargadas en España, según la herramienta de medición AppAnnie. En Alemania, en cambio, lleva meses entre las diez primeras.

Los estudiantes ven Signal como una ventaja sobre todo porque “es distinta de WhatsApp”. “Así distinguen lo que es de la universidad de su WhatsApp. Eso les encanta”, dice Ramos. “A mí me gustaría que se dieran cuenta de que es algo más y me da la sensación de que es como si hiciera mala publicidad”, añade. Pero la semilla está sembrada.

Tampoco es menor que los jóvenes sean de la provincia de Zamora. Muchos viven en pueblos: “A menudo la conexión es mala y una videoconferencia a 70 no funciona”, dice Ramos. El chat, con su relación asincrónica, es una alternativa perfecta.

Ramos se inspiró con una noticia sobre Beirut, la capital del Líbano, donde WhatsApp se había convertido en un modo de dar clase: “Si en Beirut pueden hacerlo, en Zamora también. Ese artículo me lanzó a la aventura”, dice.

La vida está en los chats

Ramos se descargó Signal en 2016. “Cuando empecé a usarla nunca pensé que llegaría donde está ahora. Cuando crearon la fundación, me pilló por sorpresa y expectante”, dice.

En 2018, una inversión de 50 millones de dólares de Brian Acton llevó a Signal a crear una fundación y aumentar sus expectativas. Acton había fundado en 2009 WhatsApp, que Facebook compró en 2014 por 19.000 millones de dólares, una cantidad desorbitada (solo dos años antes Facebook había pagado 1.000 millones por Instagram). Esta semana WhatsApp obligará a sus usuarios a que aprueben una nueva política de privacidad si quieren seguir usándolo. Ramos, de momento, no aceptará.

“Mi argumento principal es que tenemos alternativas y que no vamos a usar las herramientas que no respeten nuestra privacidad”, dice. Se considera un “privilegiado” porque puede no aceptar, al contrario que muchos millones de usuarios que ya dependen de la herramienta porque es un modo casi único de comunicación.

Sin embargo, de hecho, llegó a la necesidad de emplear Signal gracias a WhatsApp. Su gran argumento es que el chat en grupo se ha convertido en el centro de la vida de millones de españoles. También de sus alumnos: “Cuando llegué a la universidad, vi que no funcionaban las aulas virtuales ni el correo. Para organizar la clase lo hacía por correo, pero tampoco se entera nadie”, dice.

Así se pasó a WhatsApp. “Por el chat sí responden y se genera una pequeña conversación. Cuando hay alguna noticia, ellos mismos me interpelan en el grupo”, dice. Pero en seguida le surgieron dudas con WhatsApp y la privacidad.

La tecnología no es gratis

El esfuerzo de Ramos se extiende a toda la Universidad. Probó por ejemplo con el servicio educativo Google Clasroom. “Nos ponen herramientas gratuitas porque somos estudiantes y no una empresa, pero me genera dudas”, dice. “Cuando era beta les ayudaba a montar el negocio. No me gusta. Hay una cuestión moral: que sean claros conmigo con sus intenciones, que no me intenten engañar. En Silicon Valley no puedes confiar en nadie”, dice. “En el proyecto docente pido 100 euros para donarlos a Signal y no me los dan. Imagino que si fuese una aplicación comercial sí podría discutir que necesito ese dinero”, añade.

“No quiero tener mis datos en servidores de otros. Quiero un sistema de mensajería privado no porque nadie pueda ver lo que hay en sus servidores, sino porque mis mensajes acaban en mi teléfono y yo los borro”, explica. Y todo vuelve a Signal: “Una cosa que me interesaba mucho de Signal era poder hablar en clase sobre mensajes efímeros y el miedo a perderlos. Facebook o Google conservan un montón de datos para su negocio”, dice. Su argumento a favor de la desaparición del pasado es también filosófico. “Una conversación tiene que repetirse: si un alumno pregunta cómo se hace un ejercicio le dices que vaya a mirar el registro de mensajes antiguos. Pero si en lugar de eso lo vuelves a explicar enriqueces la explicación, tus conocimientos y entienden mejor cómo hacer esa actividad”, dice.

Ramos hace una reflexión también sobre alfabetización digital vinculada a su uso de Signal en clase. “Cuando introduces algo como Signal, a veces te dicen: ‘A mí no me funciona cuando lo hago’. Y no, es que lo haces mal. Preguntarlo no puede ser un tabú”, dice. No se aprende a utilizar tecnología y se generan tabús para explicarlo cuando la mayoría de gente sabe usar solo tres funciones de Word. Eso puede pasar con gente de 18 años, añade.

Sus conocimientos tecnológicos dentro de una carrera de filosofía dan a Ramos un perfil peculiar en la universidad española. En 2020 viajó a la Universidad de Stanford para trabajar con una profesora de Historia de la Ciencia, pero es evidente que la elección del destino estaba vinculada a su relación con Silicon Valley: “En España, no tenemos una cultura tecnológica. No la valoramos para nada. Nunca hemos respetado la tecnología, la vemos como un juego”, dice, y la vincula a corrientes más profundas: “Es parte de nuestro anti intelectualismo. Ya lo dijo Ramón y Cajal: en España sobran artistas y faltan científicos e ingenieros. La gloria se alcanza por las dos vías. Es una cultura que en España no tenemos”, lamenta.

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Sobre la firma

Jordi Pérez Colomé
Es reportero de Tecnología, preocupado por las consecuencias sociales que provoca internet. Escribe cada semana una newsletter sobre los jaleos que provocan estos cambios. Fue premio José Manuel Porquet 2012 e iRedes Letras Enredadas 2014. Ha dado y da clases en cinco universidades españolas. Entre otros estudios, es filólogo italiano.

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