¿Aún podremos habitar la aldea global?
¿Es posible abrir otro modelo de vida, ahora casi impensable, aprovechando que en el mundo digital se puede vivir de otra forma el espacio (sin lugares) y el tiempo (sin demoras)?
Tendemos a imaginar la globalización de nuestro mundo como extensión que termina cubriendo con una capa planetaria una humanidad diversa y dispersa, con el riesgo de que sofoque esa diversidad. Pero quizá más revelador sería verla como una fenomenal concentración de los humanos. Cierto que desde un principio y durante la mayor parte de nuestra existencia la historia ha sido la de una diáspora por toda la superficie terrestre. Pequeños grupos escindidos como esporas colonizando el espacio hasta llegar a todos sus rincones, mientras se favorece así la generación de diversidad cultural, de igual modo que los continentes, las islas, los nichos favorecen la evolución natural de las especies. Sin embargo, en un momento de esta historia se produce una inversión del proceso y se precipita el ser humano hacia la concentración: es el fenómeno que conocemos como civilización.
Para que se dé esta concentración se ha necesitado disponer de nuevas y mayores fuentes de energía (el animal domesticado y la semilla cultivada) que sostengan, a diferencia del pequeño grupo cazador recolector, una aglomeración creciente de seres humanos en un territorio reducido. La proximidad de las personas dispara sus interrelaciones y desarrolla la capacidad asombrosa de la comunicación humana. Los frutos de esta concentración en puntos llamados ciudades aparecen enseguida, y en pocos miles de años, en comparación con los muchos de diáspora en grupos reducidos, el despliegue del potencial de la especie humana se hace incontenible.
Y muy recientemente (en un tiempo que alcanza solo un par de siglos) otros aportes de energía incomparables con los anteriores pueden alimentar el maquinismo hasta grados de desarrollo inimaginables. Y con ello la ciudad, que crece y crece desmesuradamente, es decir, aumenta la aglomeración del ser humano como jamás se habría podido conseguir en condiciones anteriores. Ha sido tan rápido el fenómeno que no nos ha dejado percibir su alcance… y ese alcance es el planetario. Estamos ya dentro de una megalópolis planetaria. La ciudad nos ha englobado y quizá por eso no nos damos cuenta de que estamos en ella.
Hoy Wuhan es para la ciudad planeta como el mercado mayorista de marisco, pescado y animales vivos lo fue para Wuhan: el foco está dentro de la ciudad, pero no hay salida.
Pensábamos que íbamos al encuentro de la aldea global y resulta que nos hemos extraviado en el laberinto de la megalópolis planetaria. Porque este mundo es una sola ciudad inmensa, una aglomeración humana descomunal, una contracción rapidísima sometida actualmente a la aceleración brusca del proceso de milenios de reunirse los seres humanos lo más juntos posibles.
Es una megalópolis ilimitada y, por tanto, global. Eso quiere decir que ya no podemos acercarnos a los límites marcados por sus murallas y asomarnos a lo que queda fuera, y sentir por ello la protección de permanecer dentro. La incertidumbre, la amenaza, la intemperie ya no están extramuros. El enemigo ya no está fuera y no nos espera en el campo de batalla, sino que está en las calles. Y si la inseguridad se encuentra al bajar a la calle, el reducto protector está en cada vivienda. Tampoco podemos huir de los miasmas pestíferos saliendo de la ciudad, como se hacía en las insalubres ciudades amuralladas de antes. Hoy Wuhan es para la ciudad planeta como el mercado mayorista de marisco, pescado y animales vivos lo fue para Wuhan: el foco está dentro de la ciudad, pero no hay salida.
La megalópolis es una imponente aglomeración de personas, un conglomerado de lugares y una acumulación desigual de la riqueza y del bienestar. Los ciudadanos no dejan de moverse de un lugar a otro en máquinas que los transportan. Y si las máquinas consumen energía, el tiempo personal se consume en los desplazamientos; mientras que las manillas del gran reloj de la ciudad giran cada vez más rápidamente para marcar una frenética agitación. Una quinta parte de la población mundial está en todo momento del día desplazándose en las máquinas. Incluso el sueño futurista de una ciudad con un enjambre de máquinas sobrevolando sus calles lo cumple hoy la aviación sobre la megalópolis global: basta con asomarse a una ventana como la de FlightRadar24.
Las calles de la megalópolis están muy concurridas, especialmente en torno a lugares monumentales, culturales, de recreo, por una masa excesiva e invasiva de turistas. Mientras que en solares y zonas marginales acampan millones de desahuciados, desplazados, y migrantes que no integra la ciudad.
Pensábamos que íbamos al encuentro de la aldea global y resulta que nos hemos extraviado en el laberinto de la megalópolis planetaria.
¿Podrá ser habitable esta megalópolis planetaria? ¿Las disfunciones de esta aglomeración llevarán al colapso? Se confía en que se haga inteligente, que la inteligencia artificial se haga con su control y gestión, pues solo ella será capaz de recabar y procesar tantos datos y de tomar decisiones con la rapidez y fiabilidad que exige su complejidad. La megalópolis planetaria es una inmensa máquina que necesita que todas sus actividades y todas sus piezas (ciudadanos, transportes, edificios, energía…) proporcionen información para su procesamiento y control. La ciudad, de siempre, es un espacio reticular (una red de calles) sobre el que se han venido superponiendo otras redes (saneamiento, electricidad, agua corriente, telefonía…) que la han sostenido y han evitado su desplome por la aglomeración creciente; por eso se confía en que llegado hoy a este punto de desmesura una fina, densa y penetrante red digital, por la que circulen masas astronómicas de datos y un sinfín de instrucciones de comportamiento, le proporcione la consistencia que necesita.
Con la megalópolis global se ha llegado al extremo de concentración de lugares y de aglomeración de personas, ¿pero es el destino transformador del mundo digital sostener sin que se colapse este resultado de la civilización? ¿O, por el contrario, abrir otro modelo de vida, ahora casi impensable, aprovechando que en el mundo digital se puede vivir de otra forma el espacio (sin lugares) y el tiempo (sin demoras)? Una proximidad, por tanto, sin necesidad de aglomerarse, y que el tiempo no se disipe en agitación. Se iniciaría entonces un lento proceso inverso de relajación hasta que en el terreno planetario de la megalópolis quedara la aldea global.
Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid
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La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.
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