Clayton Christensen, un generoso maestro de la innovación
El teórico de la gestión empresarial más influyente del último medio siglo siempre dedicó una atención especial a sus alumnos de la Harvard Business School
¿Por qué el éxito de muchas grandes empresas es efímero? ¿Por qué a menudo sucumben a la amenaza de rivales pequeños con productos de peor calidad? ¿Hay alguna forma de enfrentarse a esa amenaza con éxito? En torno a esas tres preguntas gira la obra de Clayton Christensen, el teórico de la gestión empresarial más influyente del último medio siglo.
Clayton Christensen falleció este jueves en Boston a los 67 años como consecuencia de una leucemia. Escribió una docena de libros, asesoró a cientos de empresas y inspiró a los grandes líderes de Silicon Valley. Pero siempre dedicó una atención especial a sus alumnos de la Harvard Business School, con quienes conversó en las aulas en sesiones socráticas hasta unos meses antes de morir.
En la primavera de 2018, tuve la suerte de compartir algunas de esas sesiones. Christensen las impartía sentado y con las manos apoyadas sobre un bastón. Para entonces había sufrido un infarto, un linfoma y un ictus que le había obligado a volver a aprender a hablar, pero aún se expresaba con una extraña mezcla de aplomo y humanidad. “Era un interlocutor paciente que siempre te respondía con una pregunta perspicaz”, recordaba este sábado Pauline Albert, una de sus alumnas, en los comentarios al obituario del Wall Street Journal.
Christensen medía algo más de dos metros y llevaba una vida frugal. Nunca tiraba comida a la basura: se la comía aunque estuviera en muy mal estado. Se cosía los agujeros de los calcetines y coleccionaba manteles de papel de restaurantes de comida rápida. Durante muchos años condujo un automóvil destartalado de 1986.
Hijo de un empleado de unos grandes almacenes y de una profesora de instituto, Christensen se crió en Salt Lake City (Utah), donde nació el 6 de abril de 1952. Fue un niño precoz e inteligente. Con apenas 11 años, se había leído de cabo a rabo una enciclopedia de 22 volúmenes. A menudo chequeaba el diario de sesiones del Capitolio y hacía gráficos con el historial de voto de los congresistas. Años después, desvelaría que su sueño entonces era llegar a dirigir el Wall Street Journal.
Christensen era el segundo de ocho hermanos. Se crió en una familia mormona. Uno de sus bisabuelos maternos, Hans Magleby, era un carpintero danés al que convirtieron los misioneros mormones en torno a 1850. Magleby cruzó el océano, viajó en tren hasta Iowa y allí construyó una carreta que arrastró él solo casi dos mil kilómetros hasta Salt Lake City.
Esa misma fe empujó a Christensen a viajar como misionero mormón a Corea del Sur (y a aprender coreano) entre 1971 y 1973. Al volver, se graduó en la universidad de su estado, estudió como Rhodes Scholar en Oxford y se enroló como estudiante en la Harvard Business School.
Al graduarse, trabajó como consultor y fundó después una empresa tecnológica junto a varios profesores del MIT. Fue en esos años cuando empezó a dar forma a su teoría al observar lo que ocurría a su alrededor. Muchas empresas de éxito quebraban. Cuando eso ocurría, la explicación habitual era que sus directivos no habían sido lo suficientemente listos. “Eran personas inteligentes”, recordaba Christensen. “Tenía que haber una respuesta distinta”.
Así nació la idea central de su libro más célebre, The Innovator’s Dilemma (1997). Christensen descubrió que aquellos ejecutivos fracasaban por seguir dos pautas que se enseñaban en las escuelas de negocios: escuchar con atención a sus mejores clientes e invertir sólo en las mejoras que prometían los mayores réditos. Esas pautas les hacían centrarse en mejorar su oferta e ignorar la amenaza de productos al principio inferiores pero más baratos y fáciles de usar.
A medida que esos productos mejoraban, iban comiendo cuota de mercado a las empresas grandes, que seguían sin cambiar el foco. Como la rana que nada plácida hasta cocerse viva en el agua hirviendo, no apreciaban la amenaza hasta que era demasiado tarde.
Christensen definió este proceso como disruptive innovation y lo detectó en los problemas de cientos de compañías de sectores distintos: de la crisis de la fotográfica Kodak al desplome de los diarios impresos o el de las empresas que sucumbieron al ascenso del ordenador personal.
Es imposible no apreciar la huella de Christensen en el ascenso de empresas como Netflix, Uber o Airbnb. Líderes como Jeff Bezos o Steve Jobs estaban en deuda con él. The Economist definió su teoría como la idea de gestión más influyente del siglo XXI. El marco de Christensen sigue explicando mejor que ningún otro lo que ocurre a nuestro alrededor.
Su huella se extendió mucho más allá de ese primer libro. Detectado el problema, apuntó también algunas posibles soluciones. La primera fue contraintuitiva. Las empresas de éxito debían crear unidades pequeñas, lejos de sus sedes y dejar que sus empleados encararan esas amenazas de forma independiente, sin asumir las prioridades de la madre nodriza.
Unos años después, Christensen refinó su teoría en The Innovator’s Solution (2003). El libro explica que una empresa no debe prestar atención a sus productos sino a sus clientes y a los problemas cotidianos que resuelven al usar esos productos. Al hacerlo, verá que no compite sólo con productos similares sino con otros que resuelven los mismos problemas. Un periódico, por ejemplo, no compite sólo con otros periódicos sino con videojuegos, plataformas de vídeo y cualquier servicio que viva de captar nuestra atención.
Christensen publicó más libros, algunos junto a otros autores. En sus últimos años intentó aplicar su teoría a problemas sociales como la economía de los países en desarrollo, la sanidad o la educación. Zarandeado por la enfermedad, volvió la vista sobre sí mismo en How will you Measure your Life, un texto que nació como un discurso de graduación y se convirtió luego en un libro y en uno de los artículos más leídos de la historia de la Harvard Business Review.
“Cuando yo muera y tenga mi entrevista con Dios” escribió en este texto, “no me va a decir: ‘Anda, pero si eres Clay Christensen, el famoso profesor de Harvard’. Me va a decir: ‘¿Podemos hablar de las personas concretas a las que ayudaste a convertirse en mejores personas?’”.
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