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LA FIEBRE DE LAS CRIPTOMONEDAS
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Comeréis tulipanes y os arruinaréis

El bitcoin incumple las condiciones de ser medio de pago universal y de reserva

Xavier Vidal-Folch
Vista de un bitcoin en Düsseldorf, Alemania, el 27 de diciembre.
Vista de un bitcoin en Düsseldorf, Alemania, el 27 de diciembre. SASCHA STEINBACH (EFE)

Sorprende que un banquero compare el bitcoin clandestino —criptomoneda por excelencia— con el oro, por ser “escaso” y presuponerse que “va a seguir teniendo valor”. Y que la encare con benigna equidistancia, pues aunque pueda “colapsar” también puede alcanzar “un múltiplo de varios ceros”, ¿le fascina?

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Así lo ha sostenido el consejero delegado del BBVA, Carlos Torres. También eran escasos, mucho más escasos que el oro, en el siglo XVII, los bulbos de tulipán; su suministro marítimo a Europa, azaroso; y su seguridad jurídica, cero. Bastó que un marinero confundiese uno de ellos con una cebolla y se lo zampase, para pinchar sus (desorbitados) precios, su burbuja financiera (generadora de múltiplos “de varios ceros”) y desencadenar la primera gran crisis especulativa moderna. Uno comió el tulipán y súbitamente casi todos se arruinaron.

Quizá Torres acierte frente a todos los demás banqueros, financieros, supervisores y académicos del mundo, que han calificado al bitcoin de “estúpido”, “peligroso”, “temerario”, “creador de burbuja”, “corrupto”, “tripa de cerdo” o “irracional”.

Pero es muy dudoso. La criptomoneda no supera el listón de las condiciones/funciones que deben cumplir las divisas serias. Ni es una (fiable, por estable) unidad de cuenta susceptible de fijar por sí los precios relativos de mercancías o servicios. Ni un (práctico) instrumento de pago universalmente aceptado. Ni un (inatacable y seguro) activo de reserva o depósito de valor.

Las criptomonedas sirven a la evasión fiscal, la droga y otros negocios sucios

Y no las cumple por su extrema volatilidad. El bitcoin, que cotizaba en el momento de su creación, en 2009, a 0,01 dólares, llegó este 17 de diciembre a costar 19.013 dólares. Y en el último año se multiplicó por más de 21 veces. Todas las grandes monedas, de la sal de la antigüedad al oro de siempre, del billete de dólar de 1914 hasta las anotaciones en cuenta en distintas divisas respaldadas por poderes públicos negociadas en el sistema financiero mundial, todas han sufrido episodios de especulación.

Pero eran algo más que especulación. Y todas buscaron (con éxito desigual) anclajes para estabilizarse: lo contrario del bitcoin, cuya pretendida solidez se basa en la fe de que su valor seguirá subiendo por siempre jamás.

Debido a su escasez: sus creadores clandestinos (bajo el seudónimo de Satoshi Nakamoto) fijaron su cantidad máxima en 21 millones de unidades (de las que ya se han “emitido” o “minado” 16,7 millones). Pero esa misma finitud le impide transformarse en moneda de referencia —al cabo, en moneda como tal—, pues no puede ampliar su circulación adaptándose a las (crecientes) necesidades de liquidez de una economía. Hasta la cantidad del buscadísimo oro exhibía cierta flexibilidad, podía aumentar: nuevos yacimientos, nuevos buscadores, nuevos sistemas de extracción.

El carácter anónimo de la criptomoneda la ha hecho muy útil para los negocios sucios, la compraventa de droga, la evasión fiscal, eventualmente la financiación del terrorismo. Ni deja rastro ni nadie la controla.

Es lo inverso de aquello que la humanidad ha buscado en esforzados siglos de irse civilizando. También en lo monetario. Contra lo que sucede con el bitcoin y basuras similares, el (todavía imperfecto) sistema monetario global se basa en la transparencia numérica (cantidad de numerario puesto a disposición del público, categorías de préstamos y otras magnitudes); en unas reglas democráticamente aprobadas (estatutos de los bancos centrales, legislaciones financieras); en un sistema de protección de usuarios y consumidores (fondos de garantía de depósitos, supervisión bancaria).

Y en una arquitectura institucional desplegada en distintas autoridades responsables de su funcionamiento: los bancos centrales (como prestadores de último recurso), el Banco Internacional de Pagos (foro global de normativización), el Fondo Monetario Internacional (último sostén de países con urgencias).

Claro que el sistema deberá mejorar. Pero no lo hará mediante una moneda secretista y sucia, sin reglas, ni autoridad, ni transparencia. Sus múltiples ceros a la derecha acabarán siendo un cero a la izquierda. O peor.

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