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La ilusión de una vida sin Internet

El derecho a desconectar solo funcionará para unos privilegiados. Es necesaria una reforma más profunda para civilizar el capitalismo digital

Fotografías tomadas de 'Telephones' (1995), un vídeo del artista Christian Marclay que forma parte de la colección CGAC de Santiago de Compostela.
Fotografías tomadas de 'Telephones' (1995), un vídeo del artista Christian Marclay que forma parte de la colección CGAC de Santiago de Compostela.

La carrera mundial para controlar y civilizar el capitalismo digital está en marcha. En Francia, el 1 de enero entró en vigor el llamado “derecho a desconectar”, que exige a las empresas de más de 50 empleados que negocien explícitamente el trabajo y la disponibilidad de sus asalariados terminada la jornada laboral. En 2016, los diputados del Parlamento de Corea del Sur debatieron una ley similar. A principios de febrero, en Filipinas, un congresista presentó una medida de ese tipo y obtuvo el respaldo de un influyente sindicato local. Es de suponer que va a haber más leyes así, sobre todo porque muchas empresas —por ejemplo, Volkswagen y Daimler— ya han hecho concesiones parecidas incluso sin que hubiera leyes aprobadas.

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¿Qué debemos pensar de este nuevo derecho? ¿Será como el “derecho al olvido”, otra nueva medida que aspira a compensar a los usuarios normales por los desagradables excesos del capitalismo digital? ¿O se limitará a dejar las cosas como están y a darnos falsas esperanzas, sin abordar la dinámica fundamental de la economía globalizada?

En primer lugar, no está de más cierta claridad. Calificar el privilegio de no contestar a correos de trabajo fuera de las horas de oficina como “derecho a desconectar” es un poco engañoso. Tal y como ha sido planteada, esta definición tan limitada deja fuera muchos otros tipos de relaciones sociales en las que la parte más débil puede desear una desconexión permanente o temporal, y en las que la necesidad de estar conectados se traduce en una oportunidad para que algunos saquen rédito o para que otros abusen descaradamente de su poder. Al fin y al cabo, la conectividad no solo es un medio de explotación, sino también de dominación; afrontarlo solo en el ámbito del trabajo simplemente no es suficiente.

Pensemos, por ejemplo, en todos los datos que generamos al estar en la ciudad inteligente, la vivienda inteligente o incluso el vehículo inteligente. Que esos datos que generamos tienen gran valor no es un secreto para nadie; desde luego, no para las compañías de seguros, que están encantadas de rebajar nuestras primas, ni para las numerosas start-ups financieras dispuestas a ofrecernos un préstamo más barato cuando compartimos nuestros datos con ellas. Las instituciones públicas también utilizan nuestra presencia en Internet para juzgarnos. Por ejemplo, parece que los funcionarios de fronteras de Estados Unidos ya están preguntando a algunos viajeros extranjeros qué cuentas operativas tienen en las redes sociales.

¿Qué conseguimos de verdad si obtenemos el derecho a no mirar los correos de trabajo y ese tiempo ganado lo invertimos en Facebook?

¿Podemos permitirnos el lujo de “desconectar” de las compañías de seguros, los bancos y las autoridades de inmigración? En principio, sí, siempre que seamos capaces de asumir los costes sociales y económicos (cada vez mayores) de esa desconexión y ese anonimato. Los que intenten desvincularse tendrán que acabar pagando el privilegio, en forma de tipos de interés más altos, cuotas de seguros más caras y más pérdida de tiempo intentando asegurar al funcionario de inmigración que sus intenciones son pacíficas.

En segundo lugar, si los que profetizan la llegada del trabajo digital —la idea de que, con los datos que generamos, al usar los servicios digitales más básicos ya estamos produciendo un inmenso valor económico— tienen razón, es evidente que no solo es “trabajo” responder a los correos profesionales, sino incluso a los personales. No nos damos cuenta, por supuesto; seguramente, casi todos pensamos —y no nos falta razón— que nuestro uso de las redes sociales no es más que otra adicción.

Pero es una adicción que tiene unos orígenes muy tangibles: muchas plataformas que captan nuestra atención están diseñadas precisamente para eso y para que divulguemos, a base de clics, la mayor cantidad posible de datos personales. La razón por la que las redes sociales son tan adictivas es porque están cuidadosamente diseñadas —y probadas con millones de usuarios— para provocar una dependencia duradera.

La conectividad no es solo un medio de explotación, sino también de dominación. Afrontarlo solo en el ámbito del trabajo no es suficiente

¿Qué conseguimos de verdad si obtenemos el derecho a no mirar nuestros correos de trabajo, pero ese tiempo ganado lo dedicamos, medio hipnotizados, a dar al botón de “actualizar” en Facebook o ­Twitter? Habrá unas empresas —nuestros lugares oficiales de trabajo— que saldrán perdiendo, porque no podrán contar con que estemos siempre disponibles, mientras que otras, las que están informalmente a nuestra disposición —como Facebook y ­Twitter— serán las beneficiadas, porque les proporcionaremos los datos que necesitan para seguir creciendo.

Mientras no desarrollemos otra economía de las comunicaciones digitales —lo que, a estas alturas, significaría desarrollar otra economía del conocimiento—, no existe más que una manera de luchar contra esa adicción: la desconexión. Pero en ese caso no hay que considerar la desconexión como un derecho, sino como un servicio; es decir, podemos pagar una tarifa mensual para utilizar sofisticados programas que limiten nuestro acceso a Facebook o ­Twitter. O podemos pagar un poco más y llenar nuestro teléfono de una docena de apps de mindfulness que nos proporcionen todos los beneficios del zen sin el lastre espiritual del budismo. O podemos pagar por el privilegio de pasar unas semanas en un campamento de desintoxicación de Internet de los muchos que están abriéndose en todo el mundo.

La solución es siempre la misma: si pagas, podrás disfrutar de las libertades que antes dabas por sentadas. El remedio no está en el ámbito de los derechos políticos, sino en el mercado, al que tienen acceso algunos, tal vez a distintos precios.

Por consiguiente, sacado del contexto inmediato de la relación entre jefe y empleado, el “derecho a desconectar” es un arma tan poderosa en la lucha contra la ansiedad y el estrés como el derecho a la abstinencia en la lucha contra el alcoholismo. Y cuando se examina de cerca la nueva ley, ni siquiera es evidente que tenga mucha fuerza como arma contra los abusos de los jefes, porque no está claro que sea posible aplicarlo a la llamada gig economy, la economía de los encargos concretos.

¿Por qué? Es cierto que, en teoría, la ventaja de trabajar como contratista independiente, ya sea como conductor de Uber o mensajero de Deliveroo, es la libertad y la autonomía que nos conceden las plataformas digitales: los horarios pueden ser flexibles y ajustarse en función de nuestras preferencias y nuestras necesidades. Ahora bien, la realidad es muy distinta. En primer lugar, para poder tener unos ingresos aceptables con ese sistema, uno tiene que estar dispuesto a hacer jornadas interminables y a estar disponible a todas horas.

En segundo lugar, si uno se niega a aceptar pasajeros o llevar paquetes a determinadas horas, su reputación en la plataforma digital puede verse perjudicada, lo cual puede incluso desembocar en una suspensión. De ahí la paradoja: los trabajadores a la pieza no necesitan desconectarse, porque nadie les obliga a trabajar, pero la dinámica de la plataforma hace que sea casi estructuralmente imposible una verdadera desconexión. Como consecuencia, en el ámbito de esta economía tan flexible y a menudo precaria, el derecho a desconectar tiene escaso sentido; su aparente flexibilidad oculta el hecho de que la única forma de triunfar en ella es estar siempre preparado y disponible para hacer un trabajo.

Así que nos encontramos en la curiosa situación de que los trabajos normales, ya protegidos, obtienen ventajas adicionales como el “derecho a desconectar”, mientras que los trabajos desprotegidos y precarios de la gig economy se extienden cada vez más, entre otras cosas, a condición de que ese derecho pueda infringirse con la mayor frecuencia posible.

No hay duda de que los partidos tradicionales, en particular los socialdemócratas, podrán beneficiarse si proclaman su compromiso con el “derecho a desconectar”. Pero, en su forma actual, ese derecho, pensado para ordenar el trabajo regulado y protegido, no tiene en cuenta en absoluto de dónde proceden muchas otras presiones para estar conectados en todo momento. Para que el derecho a desconectar tenga verdaderamente contenido debe estar vinculado a una visión mucho más amplia y radical sobre qué hacer para que una sociedad con esa riqueza de datos conserve ciertos elementos esenciales de igualdad y justicia. Sin esa visión, este derecho no protegerá más que a los que ya viven bien y obligará a los demás a buscar soluciones —como las apps de mindfulness— en el mercado.

Evgeny Morozov es editor asociado en New Republic y autor de La locura del solucionismo tecnológico.

Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.

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