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Tribuna
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La vida que el móvil no nos deja vivir

Los algoritmos de alerta de las propias redes sociales envían notificaciones en tiempo real, de manera que esa intromisión distrae e incapacita cada vez más para vivir de forma placentera las propias experiencias.

El público hace fotos con sus móviles en el concierto de The Rolling Stones en Madrid, en una foto de archivo.
El público hace fotos con sus móviles en el concierto de The Rolling Stones en Madrid, en una foto de archivo.Claudio Alvarez
Milagros Pérez Oliva

Los asistentes a los conciertos de Bob Dylan se han encontrado en el control de acceso con una petición insólita: que coloquen el teléfono móvil apagado o en modo avión en una funda precintada electrónicamente para que no pueda abrirse. Este sistema, diseñado por la empresa Yondr, es el último recurso adoptado por el cantante poeta en su cruzada para defender su arte de la intromisión de los omnipresentes teléfonos móviles. Otros artistas como Bono, Jack White, Alice Keys o Guns N’Roses también han recurrido a este artilugio para preservar la experiencia de comunicación directa que pretenden en sus conciertos. Bob Dylan es consciente de que pueden darse situaciones de emergencia pero también de que hay gente que no puede estar dos horas sin mirar la pantalla, y por eso ha previsto un espacio para que puedan usar el teléfono fuera del recinto del concierto.

Hace 20 años que tenemos teléfonos móviles inteligentes que han permitido la eclosión de las redes sociales. Su penetración es tan intensa que ha cambiado nuestra forma de estar en el mundo. Nos mostramos inquietos si no tenemos el móvil y en cada acontecimiento sentimos la imperiosa necesidad de capturar el instante para guardarlo o compartirlo. Los expertos en neurociencia han observado que los dispositivos móviles alteran los mecanismos de la percepción. Como explica en sus libros el investigador Diego Redolar, de la UOC, estos dispositivos afectan no solo a la manera de procesar la información, sino también a la capacidad de atención, a la memoria a corto y largo plazo y al control cognitivo, además de alterar el sustrato nervioso del recuerdo. Nuestro cerebro procesa la información de manera que desecha todo lo que considera sobrante y da prioridad en la memoria a aquellas vivencias que son más significativas para nosotros. Las experiencias que nos causan placer tienen prioridad de almacenamiento y se guardan más tiempo, lo mismo que las experiencias negativas quedan selladas en el recuerdo y vuelven como traumas recurrentes.

Se supone que un concierto de Bob Dylan, como uno de Rosalía, es un acontecimiento memorable para sus fans. Pero como ahora tenemos en el móvil un sistema de memoria extendida, ya no basta con vivirlo y recordarlo, sino que hay que capturarlo y guardarlo en ese disco externo. Eso hace que estemos más pendientes de grabar que de vivir el concierto. La obsesión por capturar tapará el placer de vivir el momento y el concierto dejará menos huella en la memoria. Es probable que esa grabación se pierda en el espacio digital infinito sin abrirla siquiera mientras nuestra memoria sensitiva se va empobreciendo.

Bob Dylan prefiere móviles en silencio para preservar la comunicación íntima de su música y sus letras. Rosalía prefiere que haya muchos móviles porque ha hecho de las redes sociales un mecanismo de contagio que contribuye a su éxito. Cuanto más graben y más compartan las imágenes sus fans, mejor para ella. Pero, ¿por qué tenemos tanta necesidad de grabar y compartir aquello que estamos viviendo? Si la necesidad nos domina, es que estamos entrando en una conducta adictiva. Significa que el uso del móvil está impactando sobre los mecanismos cerebrales de la recompensa de una forma muy parecida a como lo hacen otras sustancias adictivas como las drogas, el juego o el chocolate.

Recientes estudios han alertado además sobre el impacto que tiene en los adolescentes el imperativo de la felicidad que transmiten ciertas redes sociales. Sus usuarios se esfuerzan en mostrar lo intensas, interesantes y divertidas que son sus vidas, lo que fomenta un estado de constante comparación. En Tik-Tok hay en realidad más euforia impostada que verdadera diversión, pero las redes dan a los jóvenes la oportunidad de modular una identidad pública y trabajo tienen después para alimentar la imagen de sí mismos que han construido. Quienes no son felices o tienen problemas de relación reciben ese bombardeo como una ratificación de su estado de desgracia y pasan de la envidia a la autoflagelación. En este ecosistema, es fácil caer en el síndrome bautizado como Fear of missing out (FOMO), el miedo a perderse algo, que es una aprensión constante a que otros puedan tener experiencias gratificantes de las que podemos quedar ausentes. Genera en quien lo sufre un estado de hipervigilancia y agitación que hace que esté permanentemente pendiente de lo que ocurre en las redes sociales y se siente excluido si no logra el mismo nivel de proyección y aceptación. Los algoritmos de alerta de las propias redes sociales envían notificaciones en tiempo real, de manera que esa intromisión distrae e incapacita cada vez más para vivir de forma placentera las propias experiencias.

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