_
_
_
_

Grupos anti-suicidio, urgencias psicóticas y falta de medios: el día a día de un centro público de salud mental

La pandemia y una mayor conciencia de la importancia del bienestar psicológico, la soledad y la incertidumbre han hecho que los pacientes se multipliquen en este edificio de Lavapiés, en Madrid

Antonio Jiménez Barca
Salud mental
ilustración de Enrique Flores

En el centro de salud mental del distrito centro de Madrid, en la calle Cabeza, los lunes, a la una, hay prevista una sesión del grupo de prevención de suicidio. Lo integran doce personas que con frecuencia han pensado y piensan en matarse. Algunos lo han intentado alguna vez. Lo dirigen Silvia Oliván, una de las tres psicólogas clínicas del centro, y Carmen Pertejo, una de las tres enfermeras especialistas en salud mental. Los pacientes entran en una sala amplia, algo desangelada, con sillas de oficina dispuestas en círculo. Hay desde jóvenes angustiados de 18 años a jubilados de más de 70. Empiezan hablando de cómo les ha ido la semana, qué tipo de ansiedades les han sobrevenido en los últimos días. Hasta que enseguida surge un tema concreto que la psicóloga utiliza para tirar del hilo: “Que puede ser, por ejemplo, que alguien no aguanta a su madre, o al revés: que no te puedes separar de tu madre”, explica Oliván, con más de 20 años de experiencia. Eso sirve de detonante. “De lo que se trata es de que conecten consigo mismos. Y a través de los otros es más fácil, porque se produce un efecto espejo: si a este le pasa esto, no es tan raro lo que me pasa a mí. Tienen que ser capaces de atravesar las heridas que cargan, como maltratos infantiles o abusos, que a veces no saben ni siquiera que arrastran, y aprender a enfrentarse a lo que les duele, no a huir de él”.

Tras la sesión, la enfermera les llamará a todos y a cada uno dos veces a lo largo de la semana para calibrar y contener las posibles ideas suicidas. Para saber de ellos, para que se sientan arropados, para que no se vean solos. El programa colectivo, como se ve, responde a unas necesidades terapéuticas, pero también a imperativos logísticos porque es la manera que tiene este centro público de salud mental de adaptarse rápidamente a las circunstancias y ser aún más operativo. Los profesionales de la calle Cabeza no dan abasto para contener la avalancha de personas aquejadas de ideas suicidas en los últimos años, que responde, por otra parte, a una tendencia general: en 2020, último año del que existen datos, se quitaron la vida 3.941 personas en España, la cifra más alta de la serie histórica. El fenómeno afecta especialmente a los jóvenes: las tentativas de suicidio entre la población de 10 a 24 años se multiplicaron por tres entre 2006 y 2020. Inmersos en un grupo, esta docena de pacientes con riesgo son observados una vez a la semana. Sin esto, solo serían vistos en sus consultas individuales, que se producen una cada mes.

El centro de salud mental de la calle Cabeza, en el corazón de Madrid, perteneciente al instituto de psiquiatría y salud mental del Hospital Clínico San Carlos, con su veintena de profesionales (psiquiatras, psicólogos clínicos, trabajadores sociales, enfermeros, administrativos, celador y personal de limpieza) es una especie de termómetro mental de la sociedad a la que atiende. Su radio de acción comprende un área de 150.000 personas donde hay zonas de clase media, con buenos sueldos, y barrios deprimidos donde no es raro encontrar casas con un baño compartido para cada piso. Su día a día sirve para comprender los males psicológicos que afectan a todos. Pasar una semana allí ―incluso sin poder preguntar a los pacientes por razones de confidencialidad― permite contemplar una suerte de radiografía psicológica de España.

El coordinador del centro, el psiquiatra David Fraguas, siempre atareado, sale al paso cada día a los mil problemas que le asaltan a cada momento. Insiste una y otra vez, en su pequeño despacho, en que el secreto de su trabajo radica en la labor de equipo. Muchas veces es necesaria la actuación conjunta de varios profesionales para sacar a alguien de su propio infierno. Pone un ejemplo: “Hace meses, una ONG nos alertó de un chico joven, de 19 años, que había ido a pedir comida a la parroquia. Nos pusimos en contacto con él. Padece un trastorno mental grave, una esquizofrenia con delirios en los que mezcla la CIA, la KGB, la policía secreta y los espías. No se organiza. No sabe vivir. Pero eso es en gran parte tratable. Lo que pasa es que lleva malviviendo años en la casa familiar, solo, sin luz ni agua caliente porque no sabe pagar la factura de la electricidad. Lleva años sin probar la verdura, comiendo a base de botes y de lo que le dan en las iglesias. Ha habido que empezar a enseñarle hábitos: lavarse, comer. La enfermera se ocupó de la parte médica, la trabajadora social se encargó, entre otras cosas, de procurarle una residencia por un tiempo mientras le limpian la casa, le arreglan la caldera, y mirará ahora de buscarle un trabajo para cuando salga de esa residencia…”

Hay centenares de casos graves como ese: una señora viuda con demencia con un terror añadido debido a que lleva dos años sin pagar el IBI simplemente porque no sabe hacerlo y cree que por eso la van a echar de la casa, lo que aumenta sus ya de por sí frecuentes crisis de ansiedad; una madre con trastorno bipolar a la que tuvieron que ayudar, a base de medicamentos y terapia, para que no perdiera la custodia de su hija pequeña después de que en el colegio saltara la alarma; una señora mayor que acudió una vez a la consulta con la cabeza llena de chinches porque era incapaz de cuidarse a sí misma o su casa; otra que sólo comía yogures naturales porque estaba convencida de que el resto de los alimentos, que no eran blancos, que se vendían en los supermercados, estaban envenenados…

Las dos trabajadoras sociales del centro se ocupan sobre todo de ellos. Les llaman, les preguntan, les buscan, les gestionan las ayudas que ellos no saben pedir o que no saben ni que tienen derecho a pedir, hacen de madre o de hermana, les siguen la pista, no les olvidan… “Con el aluvión de casos de depresión y angustia que nos llegan desde la pandemia, corremos el riesgo de relegar a estos casos graves que muchas veces ni se acercan por aquí”, explica una de ellas.

Es cierto lo del aluvión: a cualquier hora, cualquier día de la semana, la sala de espera se llena de pacientes. Para los enfermos no urgentes (“los que no tienen pulsiones suicidas, los que a pesar de padecer ansiedad o depresión pueden manejarse en su vida”, según el psiquiatra David Fraguas) la lista de espera es de dos o tres meses. En 2018 atendieron 17.000 citas. En 2021 llegaron a las 20.200. En 2022 superarán las 22.000. Al equipo de siete psiquiatras y tres psicólogos se han incorporado este año un psiquiatra más y un psicólogo a media jornada. Pero los medios siguen siendo claramente insuficientes.

Otro de los psiquiatras del centro comenta que los efectos de la pandemia, sumados a la mayor concienciación sobre la necesidad de una correcta salud mental se encuentran detrás de este aumento. “La pandemia hizo mella sobre todo en las personas mayores y en los jóvenes. Y el problema, muchas veces, es el mismo: la soledad. La gente está muy sola. Los jubilados que viven solos la padecen, pero también los jóvenes que están todo el día en el ordenador. Y ese problema, el de la soledad, va a ir creciendo. No soy optimista”.

Todos los días hay consultas, de lunes a viernes, de nueve a tres de la tarde. Y todos los días de la semana, además, hay grupos de psicoterapia: al de suicidio, entre otros, hay que sumar dos de experiencias traumáticas, dos de trastornos de la personalidad, dos de trastornos afectivos, uno para personas con psicosis y uno para pacientes con trastornos mentales graves y sus familiares. Las enfermeras, además, convertidas en el primer dique de contención, se ocupan, junto con los psiquiatras, de otro sector vital: las urgencias. Lo cuenta Carmen Pertejo, una de las enfermeras: “Hay veces que las personas no aguantan más, ven que se pueden suicidar, que la angustia es superior a sus fuerzas y entonces saben que estamos aquí, que pueden venir, sin necesidad de llamar ni pedir cita. Y vienen llenos de desesperanza, con mucha angustia, mucha ansiedad. Desmesurada. Tú tienes que contener eso y ayudarles a gestionar su estado emocional. Y para eso es muy importante la calidez. Muchas veces basta con que se sientan acompañados, a veces lo mejor es un abrazo”.

El centro, ya se ha dicho, es una suerte de termómetro social de las calles que le rodean: así que desde hace unos meses acuden a él muchas más personas aquejadas de ataques de ansiedad o de depresión cuya causa última, más que médica, es puramente social: “Viene una madre que vive con su marido y dos adolescentes y un bebé en un piso de 20 metros cuadrados, que te dice que o calienta la casa o pone el horno porque para las dos cosas no le da con la inflación. Me cuenta que no duerme, que no sabe qué hacer, que no sabe cómo va a hacer para llegar a fin de mes, que se deprime, pero yo no puedo hacer nada excepto derivarla a la trabajadora social, porque esa mujer no necesita medicación, necesita otra cosa que yo no puedo darle. En estos casos, la barrera entre mala salud mental y una vida precaria y difícil es bastante borrosa”, explica David Fraguas, que añade: “Ahora vienen bastantes personas preocupadas por la economía o por la guerra en Ucrania, que tienen miedo al futuro, que les cuesta mucho gestionar eso, que no duermen bien por eso, que les cuesta tomar decisiones y que tienen paralizada su vida porque no saben qué va a pasar. La incertidumbre: ese es también otro gran mal de ahora”.

Pero todo tiene un límite. Los viernes, a las tres de la tarde, el centro cierra. Si hubiera más medios, podrían abrir por la tarde, o los fines de semana. Pero por ahora, lo que hay es lo que hay. Los profesionales salen, se juntan en un bar cercano a tomar una cerveza. “Oír tantas desgracias, tantas cosas malas diferentes, tantos problemas que ni te imaginas, te vacía por dentro. Es necesario poder hablarlo con los colegas”, dice uno de los profesionales del centro. La psicóloga Silvia Oliván añade: “No somos superhéroes, ni salvadores de nadie. Yo soy feliz haciendo lo que hago, pero al salir desconecto: es la única manera de seguir”.

Es entonces cuando David Fraguas echa el cierre pensando, sin fiarse del todo, en la semana que viene: “A ver qué nos pasa el lunes”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_