Así se van las mascarillas: dudas, alegría e imitación
Tras los titubeos iniciales, los rostros descubiertos proliferan en museos, tiendas y cines. Destaparse también es contagioso
Tras 700 días, el primer rostro al descubierto de un espectador que vieron Las Meninas fue el de Manuela, una profesora que vive en Alemania, donde el fin de la obligatoriedad de las mascarillas en interiores arrancó hace semanas. A primera hora del miércoles, recién estrenado el decreto parejo del BOE, Manuela fue de las escasísimas personas que entraron en el Museo del Prado sin embozo. “Me llamó la atención y fui a contárselo”, dice Carlos Chaguaceda, director de comunicación de la pinacoteca.
Apenas cinco horas después, de las 30 personas que contemplan el cuadro de Velázquez, la mitad no lleva tapabocas. “Al principio el público no tenía muy claro qué hacer, veían a nuestros empleados con mascarilla y se la ponían incluso en la cola exterior... Pero es contagioso en ambos sentidos, cuando ven a otros visitantes sin ella, se animan a quitársela”, dice Chaguaceda, que la lleva, como el resto de la plantilla del museo (y de media España) a la espera de que el lunes su departamento de riesgos laborales decida.
En dos años hemos fabricado máscaras caseras, pagado hasta 10 euros por una FPP2, discutido hasta la saciedad sobre su incomodidad y conveniencia. Han salvado muchas vidas y se han convertido en parte de las de todos. Son una capa fundamental de la cebolla de medidas que controla los contagios —distanciamiento, cuarentenas, ventilación, vacunas— y la más simbólica de todas. Esta misma semana cayó en Estados Unidos la obligatoriedad de llevarlas en los medios de transporte (uno de los pocos sitios donde siguen siendo mandatorias en España). Internet no tardó en llenarse de vídeos con pilotos anunciándolo emocionados en pleno vuelo: azafatas y pasaje lanzándolas al aire en ese gesto tan americano de tirar los birretes en las graduaciones. Imposible hacer algo tan visual con la relajación de otras medidas tomadas a lo largo de la pandemia.
La web de la asociación española de fabricantes de mascarillas, batas y EPI, fundada en 2020, todavía anuncia en su web que produce más de 160 millones de máscaras mensuales, generando 700 empleos directos. Bajo los números, un titular, “¿Dejan las mascarillas de ser un negocio?”, donde el presidente de la asociación opina en una entrevista que “habrá ajustes inevitables”, pero que las mascarillas “han venido para quedarse”.
Sin embargo, a lo largo de la semana en gimnasios, bibliotecas o centros comerciales se nos ha ido cayendo la máscara. Con titubeos, a ratitos, poco a poco. En muchas empresas donde se ha podido elegir, los empleados han ido soltándose a medida que lo hacían otros. Hay de todo, claro, mercados de barrio donde se sigue mayoritariamente con ella y tiendas de ropa en el centro donde pocos clientes y dependientes las llevan. Es difícil sacar conclusiones, pero entre el miércoles y el sábado se notó ya la diferencia. Salvo en los vuelos peliculeros de Estados Unidos, así cambian las costumbres, diluyéndose en la corriente de lo que hacen, o no, quienes nos rodean.
Iglesia y Estado
De medio centenar de interiores visitados, el público más reacio a descubrirse fue el de Hacienda y el de misa. Tras la puerta de Alcalá, en la delegación de la Agencia Tributaria, solo un señor, de esos que hablan alto por teléfono, muestra el rostro. “Nosotros de momento no, pero los contribuyentes pueden venir como quieran”, explica un funcionario. “Aunque en toda la mañana, solo he visto a ese sin”, añade.
En la discreta capilla del Santísimo de San Jerónimo el Real, una veintena de parroquianos, aplastante mayoría de mujeres de cierta edad, asiste a misa embozado. Todas las feligresas menos una, que confiesa que hace tiempo que no usa, igual que uno de los sacerdotes. El otro cura solo se la quita para la homilía, a una distancia segura de los primeros reclinatorios. “El virus es real, aún hay peligro, mi papá murió el 28 de mayo con solo 59 años”, explica el padre Jorge Quintero, colombiano. Antes de repartir la comunión en las manos de las feligresas (solo la pone directamente en la boca de la que no lleva mascarilla) se ha echado gel hidroalcóholico. La paz se da sin contacto, con un leve gesto de cabeza. “No afecta a la liturgia, pero se pierde cercanía, ojalá pudiéramos recuperarla, aunque nuestra comunidad es mayor y ha de cuidarse”, dice el cura. En la parte más conocida de la iglesia, a cuya entrada un cartel recomienda el uso de mascarilla, los turistas se hacen selfis sin ella.
Desde su camerino del Teatro Español, el actor Carlos Hipólito cuenta que salió a escena el miércoles “ilusionadísimo”. “Tenía muchas ganas de ver la cara al público de nuevo, es un poco inquietante que te observen en silencio, sin la expresividad del gesto, sobre todo en un monólogo como Oceanía, donde me dirijo mucho al público”. Pero se quedó “chafado”: apenas un 30% del público, “siendo generosos”, arrancó la obra sin embozo. “Somos animales de costumbres y gregarios. A los 15 minutos, muchos de los que no la llevaban se la pusieron, unos pocos resistieron la presión del grupo y, casi sin quererlo, les dedique la obra porque se me iban los ojos a las caras descubiertas”.
En el extremo opuesto habla el cómico Jaime Caravaca: “Voy a ser brutalmente honesto. Apenas noté el cambio, hace mucho que en mis shows casi nadie la lleva”. El miércoles actuó en una sala de Pamplona donde se sirven bebidas y, por tanto, ya estaba excusado cubrirse. Fue, de hecho, la primera vez que él salió con mascarilla al escenario. “Formaba parte del chiste”, dice: “¿Ah, que ya no hay que llevarla? Es que en Madrid nos la quitaron en 2020... A veces, creo que ni siquiera nos la llegaron a poner”.
Turistas
A Iris y José, 24 y 48 años, de Mallorca, les ha venido “de maravilla” que el anuncio del BOE coincida con sus vacaciones en la capital. “Es raro, pero yo ya no podía más, hemos entrado en el Prado con ella y, en cuanto he visto a unos extranjeros destapados, al bolso”, dice ella. Él es músico, toca la trompa, y no cree que su público del auditorio se anime a quitársela: “Los aficionados a la música clásica tienen cierta edad...”. Por la noche irán al musical El Rey León, también sin mascarilla. “Porque una vez te la quitas...”, dice Iris, con cara de que, a lo bueno, también te acostumbras.
Allí, la pareja coincide con un grupo de 65 alumnos de sexto de los Salesianos de Córdoba, todos con mascarilla. “Yo ya estoy acostumbrado, un día casi me duermo la siesta con ella”, dice Javi, de 12 años. “No somos de aquí y no queremos traer el virus. Sobre todo después de Semana Santa, porque la covid sigue”. A lo que su compañero Daniel apunta: “Pero ahora será como la varicela o el cáncer”. “Más bien como la gripe”, corrige María Tenorio, la profesora de Inglés, para explicar que los docentes también han sufrido lo suyo: “Son muchas horas hablando sin que te vean vocalizar, pero soy asmática, así que me la dejaré un tiempo”.
El viernes, en una sala de profesores de un colegio privado madrileño, los tutores de secundaria comentan la semana: el bigotillo que le ha salido a fulanito, lo diferente que habían imaginado a menganita, la sorpresa de los niños al saber que uno de ellos lleva barba y los halagos a una profe “más guapa de lo que creían”. El tono general es de optimismo, de fin de ciclo y, sobre todo, de alivio: se acabó el dolor de garganta y las gafas perennemente empañadas.
Entre pedagogos y psicólogos hay cierta inquietud por las razones que algunos chicos esgrimen para no querer quitársela, aunque recomiendan, ante todo, paciencia. Aún es pronto. Basta con preguntar en la puerta de un par de institutos a los que salen embozados para encontrar algunos argumentos preocupantes: “Me veo fea”, “me da vergüenza”, “quizás me la quite si adelgazo”. “A mí es que me da calorcito”, contesta una quinceañera con un acné galopante que lleva el uniforme remangado y los muslos al aire a escasos 10 grados matutinos. A todos dan ganas de decirles que la adolescencia también se pasa.
3x2 en pintalabios
En plena Gran Vía madrileña, en uno de esos locales de maquillaje económico que parecen discotecas, Paloma (purpurina dorada en los párpados y labios perfiladísimos) ayuda a elegir un pintalabios. “¿Que si he vendido muchos? No paro, ¡todas queréis sacar los morros de paseo! Hay oferta 3x2, por si te interesa...”. Según la industria, el mercado de lujo de labiales cayó de casi 60 millones de euros en 2019 hasta 27,7 millones en 2020, pero ha ido remontando hasta un 73% en la primavera de 2022 respecto al año anterior.
En la barbería Docklands, el recepcionista Daniel cuenta que no ha notado más afluencia esta semana, pero sí “más alegría”: “Por fin pueden enseñar que van arreglados y que la gente lo vea”.
A juzgar por las redes sociales, pareciera que el fin de la mascarilla ha destapado dos tipos de monstruos: los que, celebrando por todo lo alto su ansiada libertad, se burlan de quienes optan por seguir protegiéndose y aquellos que consideran a quienes se las retiran como unos insensatos. Sin embargo, la hostilidad de Twitter no se respira en la vida real. Para un farmacéutico de La Latina la medida es “un disparate”: “Es demasiado pronto, la gente no entiende por qué se la quita, solo obedecen como ovejas, se van a disparar los casos...”. En esto, cruza la puerta una chica sin mascarilla. El farmacéutico la atiende amablemente. Ni lo menciona. Para eso está la periodista. “Ay, perdón, es que, cuando he visto que se la quitaban mis jefes en la oficina, la he tirado tan contenta. ¿En farmacias hay que llevarla? L a próxima vez la traigo”, promete. “Tranquila mujer, pero sería mejor que la usases en todos los interiores”. Fin de la polémica.
El crítico de cine Alejandro G. Calvo programó el miércoles la mítica Arrebato en los cines Paz. “Noté, sobre todo, normalidad, buen rollo y respeto por la decisión de cada cual”, dice. Fueron 300 personas, la mayoría jóvenes, el 95% sin mascarilla. “Había mucha más tensión antes, alguna vez he tenido que rogarle al típico negacionista que se la pusiese”.
A pocos días de la medida, las contradicciones que genera el adiós a las mascarillas muchas veces coexisten en una misma persona. En una pequeña galería de arte, Mariló, 79, operada de cáncer, es tajante: “Yo no me la pienso quitar, si me pilla el virus soy vulnerable, y ya verás como al final vuelve a ser obligatoria...”. Es parte del plan, la medida puede cambiar en función del riesgo: 24 horas después del BOE, Asturias pidió a sus ciudadanos que se volviesen a cubrir en interiores ante el nivel de contagios. Lo curioso es que Mariló dice esto con la mascarilla en un brazo, rodeada de una veintena de personas que tampoco la lleva. “Pues he entrado con ella, pero como nadie la llevaba... ¿Me la pongo? Vaya lío”.
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