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El horror de los internados religiosos: “Si se metía en tu cama y llorabas, te daba una paliza. Era mejor que hiciera lo que quisiera”

El informe de EL PAÍS con 251 casos de pederastia contiene 49 en seminarios, orfanatos y colegios, algunos de propiedad pública. Las víctimas también narran violencia brutal: “Una monja me quemó las manos y las piernas con una plancha”

Agustín Molleda, de 72 años, posa para un retrato en su casa de Gijón, Asturias, en diciembre de 2021. Foto: Manu Brabo | Vídeo: BELÉN H. GÓMEZ-MANSILLA / LUIS MANUEL RIVAS

Cuando el abuelo de Agustín Molleda lo dejó abandonado con dos días de vida en el Hospicio Viejo de León, las monjas lo bautizaron como E-83: la “E” de niño expósito y su número de ingreso. Allí pasó seis años, una antesala de relativa paz para lo que luego sería el hospicio Ciudad Residencial Infantil San Cayetano, el orfanato leonés regido por los Terciarios Capuchinos, también llamados amigonianos. En esta institución, según cuenta, sufrió agresiones sexuales y físicas de 1955 a 1965 a manos de varios hermanos. “Los abusos ocurrieron desde un principio y hasta el día en que los religiosos se marcharon”, relata Molleda, que hoy tiene 72 años.

El hombre, que ha escrito varios libros sobre el centro, denuncia que cinco religiosos abusaron sexual y físicamente de él y de sus compañeros: los hermanos José Francisco Dobón Lorente, Salvador Merino Fernández y Ramón Ruiz Escudero, y los sacerdotes Julio Martínez González y Vicente Tercero Borrás. “Se metían en nuestras camas por las noches. En otras ocasiones, nos llevaban a cuartos para masturbarnos. Nos castigaban sin comer, sin cenar. Yo sufrí muchísimas patadas y puñetazos. ¡Todo por nada! Por cosas que hace cualquier chiquillo”, relata.

Internos del orfanato de San Cayetano, en León, con dos de los frailes acusados de abusos, José Francisco Dobón, a la izquierda, y Julio Martínez, en el centro, que era el director de la entidad, en los años sesenta.
Internos del orfanato de San Cayetano, en León, con dos de los frailes acusados de abusos, José Francisco Dobón, a la izquierda, y Julio Martínez, en el centro, que era el director de la entidad, en los años sesenta.

Este es uno de los 43 testimonios de abusos en internados religiosos que figuran en el informe de EL PAÍS con 251 casos de pederastia (cada caso representa a un acusado, que a su vez ha abusado de varias víctimas). El dosier ha obligado a la Iglesia a abrir una investigación sin precedentes, después de que este diario lo entregara en diciembre al Papa y al cardenal Juan José Omella, presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE). Los casos de internados constituyen 49 de los 251, el 19,5% del total. Será uno de los ángulos más oscuros del escándalo que deberá afrontar, si prospera, la comisión independiente de expertos que ha propuesto el PSOE. Los abusos ocurrieron en esos lugares donde los menores estaban aún más indefensos, pues vivían allí: colegios, seminarios, orfanatos, tanto de órdenes religiosas como de obispados. También en otros de propiedad pública, pero gestionados por la Iglesia, en los que, por tanto, la responsabilidad última es del Estado. Es un aspecto que también ha surgido en otros países y debe ser tenido en cuenta a la hora de afrontar la atención y reparación a estas víctimas. Este tipo de centros suponen una parte de la historia de los abusos que ya destapó en 2015 el documental Los internados del miedo, de Montse Armengou y Ricard Belis.

Agustín Molleda, junto al acusado José Francisco Dobón Lorente, en el hospicio San Cayetano de León, en los años sesenta.
Agustín Molleda, junto al acusado José Francisco Dobón Lorente, en el hospicio San Cayetano de León, en los años sesenta.

Los episodios que relata Agustín Molleda en el internado San Cayetano de León son numerosos, de tocamientos en clase a agresiones sexuales en las habitaciones de los religiosos. Destaca los abusos de Dobón: “Era el especialista”. Era habitual, cuenta, que jugase al fútbol con los internos sin ropa interior bajo la sotana y se restregase contra ellos. En una ocasión, narra Molleda, Dobón le llamó a un cuarto: “Se quitó el hábito y se quedó desnudo. Justo en ese momento, tuvo que salir porque lo llamaron de la dirección. Me libré”. Son situaciones, asegura, de las que no había escapatoria. “Si se metía en tu cama y llorabas, te pegaba una paliza. Era mejor que viniera y que hiciera lo que quisiera”, dice.

El centro era propiedad de la Diputación de León y lo asignó a los Terciarios Capuchinos en 1956. Permanecieron allí hasta 1966, cuando se rescindió el contrato, como refleja el acta del pleno de la Diputación del 26 de junio de 1965: “Sus sistemas de enseñanza y formación, así como la práctica pedagógica que viene empleando, no son los más adecuados para la población infantil y juvenil allí acogida”. Les sucedieron los jesuitas. Los religiosos Dobón, Merino, Ruiz y Tercero abandonaron la orden entre 1970 y 1980, según informa la congregación. Martínez sigue en ella, aunque es “de edad avanzada, jubilado y retirado de cualquier actividad pastoral desde hace muchos años”, precisa una portavoz de los amigonianos.

Obispos y cardenales en la misa celebrada por el Papa en la basílica vaticana de San Pedro para inaugurar el sínodo.

La lista de 251 denuncias de abusos que EL PAÍS ha entregado al Vaticano y la Iglesia española

Consulte la relación de los nuevos casos recopilados en tres años con acusados, fecha y lugar de los hechos

Molleda relata que un día, en noviembre de 1965, se levantaron y los amigonianos ya no estaban, se habían ido sin avisar. De hecho, los chicos se adueñaron del lugar hasta que llegaron tres jesuitas con el presidente de la Diputación. Ha recordado la escena en algunos artículos Casimiro Bodelón, último rector de la institución, que la orden dejó en 1985. Los jesuitas, asombrados, dijeron: “Estos muchachos están como salvajes”. “Los jesuitas nos salvaron la vida y el futuro a muchos de nosotros, condenados con los Terciarios Capuchinos a la miseria”, concluye Molleda.

Ahora bien, uno de esos tres jesuitas que llegaron a San Cayetano era F. V., que estuvo allí solo unos años y es acusado de abusos en el colegio de la orden en León. Estaba en este centro de los jesuitas desde que abrió sus puertas en 1959 y permaneció allí al menos hasta 1980. Un exalumno lo acusa de abusos en los setenta: “Era una institución. Dirigía una asociación juvenil, Los Kostkas, organizaba excursiones y campamentos en verano en Llanes [Asturias]. Podía ser afable, pero también colérico: lo recuerdo dando bofetadas echando espuma por la boca. Elegía alumnos a los que acariciaba con un mismo perfil: delgaditos, rubios, de piel suave. Ya en BUP, en numerosas ocasiones bajaba en los recreos, se montaba en su coche, subía a un niño pequeño y se iba con él detrás del muro, fuera del colegio. Había un cura, F. Z., con el que teníamos confianza, moderno, para entendernos, y algunos de los mayores nos armamos de valor y se lo contamos. Le referimos también casos que habíamos experimentado. Nos dijo que tomarían medidas. Pero no pasó nada: el padre V. siguió recogiendo niños impunemente”.

Los casos de abusos en internados se reparten por toda España. El testimonio más antiguo es de los años cuarenta, de un huérfano que denuncia “abusos y malos tratos” en el colegio de los maristas en Venta de Baños, en Palencia, entre 1944 y 1947, y luego también en el de La Salle, en Palencia capital, donde fue después y estuvo hasta los 16 años: “En los maristas éramos unos 150 huérfanos de la Policía con edades de siete a nueve años. Éramos niños sin padre y con la familia a muchos kilómetros. En Palencia hubo auténticas palizas por simples travesuras infantiles. Deseo olvidarlo y que hechos así no vuelvan”.

El caso más próximo en el tiempo es de 1995, en el colegio Nuestra Señora de Guayente, una escuela de hostelería de Sahún, en los Pirineos de Huesca, de la orden de La Salle. Un exalumno acusa al hermano J. B. S. de pasar por las noches por los dormitorios para abusar de los internos: “Hacía ronda para dar las buenas noches. La primera vez, con 15 o 16 años, me desperté porque noté que eyaculaba. Cuando abrí los ojos me di cuenta de que no era un sueño, sino que el hermano J. me había masturbado. Entre el miedo y la estupefacción, seguí como si estuviera durmiendo. A todos nos hacía lo mismo, pero nunca dijimos nada. Una vez se lo comenté al director, pero ahí quedó, como si nada”. Este religioso estuvo en el centro de 1985 a 1996, según información de la orden.

Capítulo aparte merece la violencia física, parte del clima de terror de muchos de estos centros. Una de las historias más impactantes es la de Jordi Grau Folch, de 61 años. Describe crueles vejaciones en un hospicio en la localidad de Jesús, en Tortosa (Tarragona), dirigido por monjas de las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación, una orden fundada en este mismo municipio. Corría el año 1965 y Grau tenía cinco años. “Mi madre estaba separada con seis hijos y no nos podía alimentar, y nos dejó a mí y a mis hermanos en este centro, donde también había huérfanos, ancianos y personas de pobreza extrema. Padecí y vi abusos físicos. Un día una monja me quemó con una plancha. Estaba planchando, la desenchufó y me la pasó por las manos y las piernas. Recuerdo que tuve una pierna vendada. En otra ocasión, una monja me tiró contra el suelo y me partió el labio, dejándome una cicatriz de la nariz al labio superior, todavía tengo la marca”, relata. También lo tiraban a la piscina —conscientes de que no sabía nadar— y lo sacaban antes de que se ahogara. “Recuerdo haber sido encerrado a solas en un espacio grande donde guardaban los ataúdes para cuando alguno de los ancianos moría”. Este caso no ha sido incluido en el dosier de EL PAÍS, pues Grau no denuncia abusos sexuales. Este diario ha llamado varias veces a la congregación para obtener explicaciones y no ha recibido respuesta.

“Una cárcel sería más libre”

Agustín Llop denuncia que también fue un niño abusado, tanto sexual como física y psicológicamente, en el seminario de los mercedarios de Reus, en Tarragona: “Yo era muy inocente. Solo quería ser cura para ayudar a los demás”. Según cuenta, el difunto padre Félix Jiménez iba los veranos a su pueblo a buscar niños para el centro. Llop fue uno de los niños captados, y con 12 o 13 años entró en el seminario, en 1972. Recuerda que allí Jiménez empezó sus tocamientos: “Me venía a buscar a mi cama cuando se apagaban las luces, a las once de la noche, y me llevaba a su celda. Me sentaba encima de él y me manoseaba”, narra. “Tengo mucho resentimiento y mucha rabia retenida. Mi inocencia, mis creencias y hasta mi bondad fueron pisoteadas, humilladas y trituradas. Me ha condicionado de por vida. Una cárcel sería más libre”, lamenta.

Agustín Llop, el tercero por la derecha en la última fila, en el seminario de los mercedarios de Reus, Tarragona, en los años setenta.
Agustín Llop, el tercero por la derecha en la última fila, en el seminario de los mercedarios de Reus, Tarragona, en los años setenta.

“No busco ningún tipo de notoriedad. Me decidí a dar este paso por estar harto de que la Iglesia minimizara los casos en España y no les diera importancia”, recalca Llop. Contactó a finales de noviembre de 2021 con los mercedarios de Aragón para contarles su caso. La orden respondió que procedería a “iniciar el correspondiente expediente” y que él debía presentar una “denuncia para iniciar las pertinentes averiguaciones”. El padre superior provincial de la orden, José Juan Galve, quedó en que se reuniría en persona con él para tomar su testimonio. No obstante, pasaron dos meses y los mercedarios seguían sin contactar con Llop. EL PAÍS llamó a la orden y un día después Galve contactó de nuevo con Llop. “Estamos investigando”, responde el religioso. Afirma que no les ha llegado ninguna otra denuncia contra Félix Jiménez, aunque Llop asegura que hubo más víctimas.

En ese mismo seminario, otro antiguo alumno, Sergi, aseguró en 2014 en Diari de Tarragona que sufrió abusos en 1982 del padre Javier A., otro religioso. La orden se reunió con el denunciante, le pidió perdón y apartó al acusado mientras investigaba lo sucedido. La congregación informa ahora a EL PAÍS de que el religioso fue absuelto y ha fallecido.

En los jesuitas, un exalumno denuncia abusos en el colegio San Luis Gonzaga de El Puerto de Santa María, Cádiz. Tenía 14 años en 1965. Asegura que el hermano A. P. A., que daba clases de latín, lo buscaba por las noches: “Siempre venía de madrugada a mi camareta y me llevaba a los aseos de los dormitorios para tocarme. Durante más de 50 años he sufrido en silencio mis traumas. Primero por temor a que mis padres no me creyeran. Segundo, por vergüenza. Durante años tuve la sensación errónea de ser cómplice de aquellos abusos al no denunciarlos”. Añade que el religioso abusó de al menos siete niños más y que el profesorado lo sabía. Tras la publicación del informe de EL PAÍS, un exalumno del colegio jesuita San Estanislao de Kostka, en Málaga, ha señalado a este diario que A. P. A. también estuvo allí a finales de los años setenta y le acusa igualmente de tocamientos.

Otro jesuita señalado es el padre J. P., del colegio de esta orden en Alicante, un centro donde han surgido acusaciones contra varios religiosos. En 1962, con siete u ocho años, F. B. M. entró en ese internado: “Empecé a orinarme en la cama y entonces el padre P., que sabía lo que me pasaba, por las noches siempre bajaba y venía a mi cama hacia la una o las dos de la madrugada, cuando calculaba que ya me había orinado. Entonces me subía a su habitación, me desnudaba, me limpiaba, me secaba, me limpiaba el pene lentamente, me echaba polvos de talco y aprovechaba para toquetearme. Después me volvía a bajar”, narra.

Otro jesuita de este centro, J. L. C., es señalado por sus incursiones en el colegio femenino de enfrente, de las Teresianas. Relata G. G. A., una exalumna: “Eran los años sesenta. Nos daban largas charlas sobre los peligros de la sensualidad, como verse en el espejo al salir de la ducha o coger de la mano a alguien. En ese contexto, con tanta desinformación, aparece el padre C., que impartía misa y era el confesor de alumnas. En confesión yo le relataba mis pecados del sexto mandamiento, sin entrar en detalles porque me daba mucha vergüenza, y desde la perspectiva de adulta creo que eso le ponía cachondo, ya que insistía en que fuera más concreta, pues si no, podía cometer sacrilegio. Me dijo que necesitaba un padre espiritual y que fuera los sábados por la tarde a los jesuitas para aconsejarme. Podía tener 14 o 15 años. Era 1969 o principios de 1970. Cuando llegaba, me recibía en una enorme sala fría, con un sofá y varias sillas. Se ponía a mi lado, me levantaba la falda y me sobaba los muslos y las rodillas. No podía concebir que tuviera esa doble moral, que urdiera toda esa trama del gran pecado para tener una adolescente a la que sobar a su disposición. Luego he tenido que ir mucho al psicólogo”.

Por el colegio jesuita de Alicante también pasó en los años cincuenta Luis To González, que luego protagonizó un gran escándalo de pederastia en Barcelona en los años noventa. Era profesor del colegio jesuita de San Ignacio de la capital catalana y fue condenado en 1992 por abusar de una menor de ocho años. EL PAÍS reveló en 2018 que fue trasladado a Bolivia a los dos meses de la sentencia. La orden confirma ahora que antes fue profesor en Alicante, aunque afirma que en este centro no consta ninguna denuncia contra él: “Estuvo allí al principio de su etapa de formación”.

“La violencia física era lo que movía el entramado del colegio”

En los salesianos, otro denunciante que no desea ser identificado relata abusos en 1968 en el colegio San Bernardo de Huesca, con 11 años. Acusa a F. C. M, alias Nonius, y a J. R., conocido como El Patroclo, aunque él consiguió evitarlos: “Tuve que defenderme en numerosas ocasiones contra los depredadores sexuales, que en dormitorios, duchas, cine, teatro, patio o incluso en la propia iglesia me acosaron. A mí y a todos”. Confiesa que siempre ha cargado con esos recuerdos: “Tal fue el daño psicológico y las numerosas aberraciones que tuve que sufrir o ver que aún sufro pesadillas”. La orden precisa que F. C. falleció en 2016 y J. R. sigue en la congregación. Luego estuvo en Ushuaia, Argentina, y antes había pasado por los Hogares Mundet, de los salesianos, en Barcelona, un centro que apareció en el documental Los internados del miedo. “La violencia física era lo que movía el entramado del colegio”, cuenta este antiguo alumno. Nadie se quejaba: “Era la época de la dictadura. El miedo nos tenía acobardados. En los años del franquismo, un cura era un dios. Tú no podías decir que un religioso abusaba de ti, y menos a una autoridad civil. Te hubieran castigado a ti en vez de al sacerdote”.

Dormitorio del internado salesiano Santo Domingo Savio, en Valencia, centro donde un exalumno denuncia abusos.
Dormitorio del internado salesiano Santo Domingo Savio, en Valencia, centro donde un exalumno denuncia abusos.

Otro estudiante del internado salesiano Santo Domingo Savio, en Valencia, recuerda: “Los cursos del 67, 68 y 69 fueron brutales. Fue durísimo”. Entró con 10 años y asegura que los tres primeros años sufrió abusos sexuales y agresiones físicas. Dormían en grandes dormitorios: “Nos vigilaban dos clérigos. Una vez, el hermano E. L. metió la mano debajo de la manta y me tocó desde la rodilla hasta la ingle”, relata. “He estado toda mi vida de adulto realizando cursos de crecimiento personal, quizás parte del motivo era esto”, concluye. Los salesianos informan de que este hermano solo estuvo en ese colegio, dejó la orden en 1971 y desconocen su paradero actual.

Los abusos que denuncia Ángel Beñarán ocurrieron en la universidad laboral que dirigían los salesianos en Sevilla. Las llamadas universidades laborales, abiertas en el franquismo en los años cincuenta, eran escuelas de oficios para hijos de trabajadores. La de la capital andaluza era un internado en un gran complejo de edificios, la actual universidad Pablo Olavide. Beñarán recuerda que cuando llegó al centro con 13 años, en el curso 1960-1961, el padre Lucas pasaba por las noches por las habitaciones, cada una con seis camas, para apagar las luces. “Se metió en mi cama, me empezó a tocar el pene y me llevó la mano al de él. Yo me quedé petrificado, hasta que conseguí apartarme de él y tirarlo al suelo. Todavía tengo pesadillas con eso”. Relata que a la mañana siguiente se lo contó al jefe del centro, un salesiano conocido como la Virgen María, y no le creyó. “Me dijo: ‘Hijo mío, debes de haberlo soñado’. Mientras, don Lucas estaba celebrando la misa, como hacía a diario”.

Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es

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