El escritor Alejandro Palomas denuncia que sufrió abusos de un religioso: “Soy un tío mermado, a los ocho años me convertí en un superviviente”
El autor barcelonés, premio Nadal en 2018, declara que fue víctima de un hermano de La Salle en un colegio de Premià de Mar en 1975
Alejandro Palomas (Barcelona, 54 años), escritor conocido por su trilogía de las novelas Una madre, Un perro y Un amor, la última de las cuales le valió el premio Nadal en 2018, ha revelado a EL PAÍS que fue víctima de abusos sexuales por parte de un hermano de La Salle cuando tenía entre ocho y nueve años. “Desde febrero de 1975 hasta las Navidades de 1976, sufrí abusos por parte del hermano L., del Colegio de La Salle de Premià de Mar (Barcelona)”, sentenciaba el martes en conversación telefónica. La inicial L. es el apellido del acusado, por el que se lo conocía popularmente en el colegio. La Salle explica que siguió en ese mismo colegio hasta hace algunos años, aunque no aclara hasta cuándo. Ahora tiene 91 años y está retirado en una residencia para religiosos en Cambrils (Tarragona). Este diario ha comprobado que al menos en 2013, casi 40 años después de los abusos denunciados, aún permanecía en el colegio. Palomas ha decidido hablar tras leer el reportaje publicado en este diario sobre abusos en la congregación religiosa de La Salle: “Pensé que hacía falta una cara con un nombre conocido y una historia que contar”. Para él, la pregunta que suelen escuchar las víctimas, “¿por qué ahora?”, no está bien planteada. La cuestión, afirma, es: “¿Por qué no hasta ahora?”. La denuncia pública de Palomas se suma a las 251 recogidas en el informe elaborado por EL PAÍS y enviado al Vaticano y a la Conferencia Episcopal Española (CEE) en diciembre.
La orden de La Salle, no obstante, destaca por negarse a investigar las denuncias de pederastia y abrir un proceso canónico, en contra de las propias reglas canónicas. Únicamente las traslada a la Fiscalía, pero en la mayoría de los casos se trata de hechos prescritos, que simplemente se archivan. Acumula un total de 26 acusados y al menos 60 víctimas en 27 de los 115 colegios que la orden tiene en España, según la contabilidad de este periódico, la única existente en España ante la ausencia de datos oficiales o de la Iglesia. Ante el caso de Palomas, esta congregación asegura que si se dirige a ellos lo escucharán y verificarán la información que les proporcione. En todo caso, añade un portavoz, “no podemos sino condenar de manera pública cualquier abuso a menores, trasladar la voluntad de apoyo a la persona afectada y asumir la responsabilidad que nos toque (...). A pesar de la distancia temporal con los hechos narrados, nuestro protocolo, también en este caso, se ha activado inmediatamente y, por lo tanto, procederemos a asumir todo lo que en este proceso se vislumbre”. “Respetando siempre la presunción de inocencia tal y como nos obliga la ley, solo nos queda expresar nuestra máxima repulsa y aflicción por lo ocurrido y pedir perdón por el sufrimiento padecido”, concluye.
“El hermano L., además de estar a cargo de la sección de deportes, era profesor de lengua en el Colegio de La Salle de Premià. Era muy querido y muy popular, el típico al que se acercaban todos los niños”, describe Palomas, que llegó al colegio con seis años, cuando su familia se mudó de Barcelona a Vilassar de Mar, a 25 kilómetros de la capital catalana. Desde que entró, quiso irse: “Aquello era un infierno. Éramos 40 o 45 niños, solo niños, en clase, y estábamos todo el día con aquellos curas. Yo era un niño con altas capacidades y con lo que ahora se llama alta sensibilidad. Allí, me convertí en un chico muy solitario, muy triste, que se relacionaba mal con los demás”. En ese ambiente, según reconoce el escritor, estar con el hermano L. era “como estar en casa”. Así, el que empezó siendo su “protector” terminó abusando de él.
“Yo era un niño que lo somatizaba todo. Cuando estaba angustiado en el colegio, que era casi siempre, se me infectaban las amígdalas y tenía unas fiebres brutales. Llamaban a mi familia y me llevaban a casa en coche. ¿Y quién me llevaba? El hermano L.”, recuerda Palomas, que en aquel momento tenía ocho años y cursaba 4º de EGB. Durante aquellos trayectos, asegura que el religioso abusaba de él de tres formas. “La primera consistía en que él con la mano izquierda conducía y con la derecha me manoseaba a mí, que estaba estirado en el asiento trasero, por dentro del calzoncillo. Luego, se masturbaba, metiéndose la mano por el bolsillo del pantalón. La segunda era conmigo sentado en el asiento del copiloto. Hacía lo mismo, siempre empezando con cosquillas. Y la tercera, la usaba cuando íbamos por el Camí del Mig, un camino que conectaba masías y campos. Recuerdo una de esas en concreto. Paró el coche y se sentó en el asiento trasero, junto a mí. Me incorporó y me hizo estirarme con mi cabeza encima de sus rodillas. Me bajó el pantalón y el calzoncillo, y estuvo toqueteando. Intentó masturbarme, pero a los ocho años no había nada que masturbar. Él sí se masturbaba. Esa vez, entiendo que eyaculó, y como que se enfadó. Me dijo algo que me repetiría varias veces: ‘¿Ves lo que me haces hacer?’. Yo, que no entendía nada, me preguntaba, primero, qué había hecho él, y segundo, qué estaba haciendo yo”, relata.
Cuando terminó el curso, Palomas fue a las colonias de verano. Jugando al tenis, se le rompió el cristal de las gafas en la cara. “Me llevaron a la enfermería. ¿Y quién se encargaba de la enfermería? El hermano L.”, explica. El religioso decidió que debía quedarse ingresado, en observación. “A la hora de dormir, apareció él, que aparecería tres veces aquella noche. La primera me ató las manos. Dijo que para que no me tocara el ojo y me hiciera daño. Salió y cerró la puerta con llave. La segunda, me examinó y me tomó la temperatura. Luego, empezó a sobarme y a restregarse contra mí por detrás. También intentó meterme un dedo en el ano, pero no lo consiguió, porque yo apretaba mucho y me movía. Y la tercera, intentó penetrarme él, aunque no creo que lo consiguiera del todo”, narra Palomas, que al día siguiente volvió a dormir con el resto de los niños. “Me había puesto un apósito. Cuando me lo quité lo vi manchado de sangre, pero no dije nada porque no quería que nadie lo supiera”, cuenta. Sin embargo, convenció a sus padres de que lo dejaran volver a casa antes de tiempo, donde pasó varios días poniéndose papel higiénico enrollado en los calzoncillos para no manchar. “Al cabo de unos días, dejé de sangrar y aquello dejó de doler”, recuerda.
Llegó el otoño y, en 5º de EGB, con el hermano L. como tutor y profesor de lengua, “empezó otro capítulo”, según describe Palomas: “Él, que estaba encantado conmigo y era un gran defensor de mi futura carrera como escritor, se ofreció a darme clases de refuerzo. En los recreos de después de comer, uno o dos días a la semana, subíamos a su habitación y me ayudaba con las redacciones. La clase duraba solo tres minutos, porque luego me manoseaba, me metía el dedo por el calzoncillo, me pedía que me sentara encima de él y se restregaba contra mí. Algunos días, hacía lo mismo por la tarde, después de clases”. Hasta que Palomas decidió que no volvía: “Hui, corrí. Salí del colegio y corrí, corrí y corrí. Cogí el tren y me fui a mi casa”.
Cuando llegó, se encontró a su madre planchando, y le preguntó cómo estaba. “La miré y lo lloré todo. No podía parar de llorar. Me miraba flipando, hasta que me preguntó qué me pasaba. ‘El hermano L. me hace cosas que me hacen daño’, le expliqué”. Según el escritor, su madre no sabía qué hacer ni qué decir. Cuando llegó su padre y se lo contaron, este fue a hablar con un hermano de La Salle, cuya respuesta fue, en palabras de Palomas: “No te preocupes, que esto, como cuestión interna que es, lo solucionamos nosotros. Déjalo en nuestras manos, que no va a volver a ocurrir. Sobre todo, os pedimos discreción”. Lo recuerda, aclara, porque en aquel momento no sabía lo que significaba la palabra “discreción”. “Nunca hicieron nada, y él siguió siendo mi tutor y dando clases hasta siempre”, concluye. El último intento de abuso por parte del religioso, prosigue, ocurrió antes de Semana Santa: “Me lo encontré solo en los vestuarios y volvió a intentar lo de las cosquillas. Por suerte, en ese momento llegaron los de 8º. Fue la última vez. Después, no volvió a pasarme nada”.
Aparte de con sus padres, Palomas no habló de los abusos sufridos con nadie hasta mucho tiempo después. “A mi psicóloga se lo había contado, pero a mis parejas, no”, explica. “¿Por qué lo cuento ahora? Para intentar cambiar algo. No quiero nada para mí. Lo que quiero es una reparación para todos aquellos niños que han sufrido o que sufren”, argumenta. “Los abusos sexuales a menores por parte de miembros del clero son memoria histórica de este país que, como las fosas comunes, hay que desenterrar. Pero es difícil. Lo que pasa con este tipo de investigaciones es que van apareciendo como pequeños fuegos que se acaban desvaneciendo porque no hay una cadena de fuegos. Nunca se concretan en algo grande, y esto a la Iglesia le viene muy bien”.
Palomas conoce de primera mano las consecuencias en las que pueden derivar los abusos sexuales: “Perdí la confianza en el otro cuando era demasiado pequeño. No confío nunca jamás en nadie al 100%, ni siquiera en la persona con la que duermo o mantengo relaciones sexuales. Porque no entiendo que alguien quiera estar conmigo”. A las demás víctimas, Palomas les diría, después de envolverlas en un largo abrazo: “No eres culpable”. Él sintió culpa durante mucho tiempo. “Soy un tío mermado, amputado, pero ya he aprendido a vivir así. A los ocho años me convertí en un superviviente y, sinceramente, me maravilla haber llegado a ser lo que soy”, concluye.
Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es
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