“Luego no he podido soportar que nadie me tocara”: el calvario oculto de las niñas víctimas de abusos en la Iglesia
Los casos de chicas salen con más dificultad a la luz, pero comienzan a emerger. En el informe sobre pederastia en el clero español de EL PAÍS, el 14,6% de las víctimas contabilizadas son mujeres
Antònia Pallach Estela, de 76 años, tenía cinco cuando, según relata, un juego infantil e inocente pasó a ser abuso sexual. Recuerda que en 1950 el cura escolapio Antón Batlle Huguet “tenía un sistema original”: “Me levantaba como a una acróbata, en horizontal, y al hacerlo me metía las manos por las bragas”. Batlle Huguet, acusa Antònia, abusó de ella en varias ocasiones, cada vez que estaban solos en un piso del hermano de él, que era canónigo de la catedral de Tarragona. Con cada tocamiento recibía una recompensa: “Luego iba a una caja con forma de cruz, con un niño Jesús acostado. Dentro había piñones y peladillas con azúcar, que me gustaban muchísimo. Tras los tocamientos, tenía derecho a piñones”. Antònia es una de las 41 mujeres que denuncian abusos sexuales en la Iglesia católica española cuando eran niñas y adolescentes en el informe con 281 víctimas que ha elaborado EL PAÍS. Ellas suponen el 14,6% de las afectadas. Todos los está investigando la Iglesia después de que este diario se lo entregara a principios de mes al Vaticano y al presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal Juan José Omella. En total, estas mujeres acusan a 36 miembros del clero, lo que supone el 14,3% de todos los denunciados en el estudio (251). La Conferencia Episcopal Española (CEE) ha desdeñado el informe y reprocha que una supuesta falta de rigor “hace difícil extraer conclusiones que puedan servir a una posible investigación”. EL PAÍS irá contando de ahora en adelante las historias de las personas que están detrás de esos casos.
En el caso de Antònia, este periódico lo comunicó a los escolapios de Cataluña el pasado marzo y la orden se puso en contacto con ella, le pidió disculpas y abrió una investigación. Concluyó que “no consta ningún caso denunciado ni ningún indicio ni sospecha sobre Batlle Huguet” y derivaron la denuncia al Síndic de Greuges de Cataluña, el Defensor del Pueblo de esa comunidad, para que interviniera como mediador en un proceso de reparación. Esta semana el Síndic ha decidido que reciba 2.250 euros para sufragar su terapia, pero Antònia está indignada: “Es de risa. Me he gastado cuatro veces más para poder estar aquí contándolo”. Cargó con su trauma en silencio durante tres décadas, hasta que un día las secuelas se hicieron notar: “Cuando me divorcié, vi que no podía soportar que nadie me tocara. Se destapó algo, algo terrible, con 42 años. Lo llevas dentro hasta que explota”. El escolapio al que acusa Antònia, fallecido en 2004, trabajó muchos años en el colegio de la orden en Vilanova i La Geltrú y luego fue enviado a Cuba.
María Teresa Compte, presidenta de Betania, una asociación para la acogida y el acompañamiento a las víctimas de violencia sexual por parte del clero, explica que es común que mujeres que han vivido este tipo de agresiones tarden en asimilar que las sufrieron. Esto se debe a que, según señala la experta, cuando se habla de abusos en el seno de la Iglesia, se suele hablar de niños víctimas, no de niñas. Lo cierto es que de cada 10 víctimas menores de edad tres son niñas, según Compte apunta en un estudio publicado en febrero de este año. Como el porcentaje más alto de víctimas es de varones, “se ha enfocado siempre como una cuestión exclusivamente masculina”, razona la investigadora. “Pero cuando no se reconoce la existencia de víctimas niñas, adolescentes y mujeres adultas es más difícil que ellas se reconozcan a sí mismas y sean capaces de romper el silencio”, sentencia. Acaban en un bucle que provoca más silencio. Compte advierte de que las cifras son “indicativas pero parciales”, ya que, según determina, hay mucha “victimización oculta”.
La investigación de los abusos en la Iglesia que EL PAÍS comenzó en 2018 ha contabilizado hasta ahora 602 casos —cada uno hace referencia a un acusado— y 1.237 víctimas desde los años treinta. La contabilidad que lleva este diario es la única existente en España, ante la ausencia de datos oficiales o de la Iglesia y el desinterés general de las instituciones en investigar esta lacra. De esa cifra, 93 denuncias pertenecían a mujeres, lo que representa el 15,1% del total de los casos. Las órdenes religiosas implicadas incluyen los escolapios, los maristas, los agustinos, los paúles y los viatores, entre otras. Afectan a varias diócesis, entre las que están las de Madrid, Bilbao y Barcelona. Entre los victimarios, han sido denunciados curas, párrocos y profesores.
Detrás de los números se esconden las historias de muchas mujeres. Una de ellas es la de Kathryna Leshay, de 60 años. Relata que a finales de los sesenta, en el instituto Saint Dominique de Madrid, de monjas francesas, le confesaba un cura español que cerraba la puerta, la sentaba en sus rodillas, le levantaba la falda y le tocaba los genitales. “¿Cómo es posible confesar a una niña de ocho años por sus pecados mientras tú le estás metiendo mano?”, clama Kathryna, que recuerda cómo en aquellos instantes desconectaba la mente del cuerpo. Marta García, de 54 años, no sufrió abusos en el colegio San Agustín de Santander, pero sí asegura que los presenció: “En numerosas ocasiones me encontré a una de las niñas de mi clase en brazos del padre Juan”. Los agustinos piden perdón y aseguran estar dispuestos a investigar todos los casos que les comunican, aunque insisten en que hasta la fecha no les ha llegado ninguna denuncia.
Recordaré siempre su voz de psicópata y el pánico, el asco y la vergüenza que me hizo sentirC. V., víctima de abusos sexuales a los nueve años
Otro caso es el de C. V., que narra cómo un sacerdote de los Escolapios de Zaragoza le “sobó” por encima de la ropa mientras la amenazaba con decir “mentiras” sobre ella a sus padres y a las monjas de su colegio para que la suspendieran o expulsaran. Aunque han pasado casi 50 años, C. V. asegura: “Recordaré siempre su voz de psicópata, y el pánico, el asco y la vergüenza que me hizo sentir”. Los escolapios, que piden perdón y se ponen a disposición de la víctima, aseguran que su política oficial es investigar todos los casos, siempre y cuando tengan información suficiente.
La dificultad para dar y recibir afecto
Los abusos sexuales que sufren las víctimas, sean mujeres u hombres, derivan en una serie de consecuencias fisiológicas y emocionales-afectivas. En el caso de ellas, sin embargo, esto afecta especialmente a su identidad como mujeres: “Los abusos dañan profundamente su instinto maternal”, según ha comprobado Compte en su experiencia como acompañante. Además, las víctimas experimentan dificultades a la hora de mantener relaciones sexuales placenteras y plenas. Todo, por la incapacidad de dar o recibir afecto que suele derivar de este tipo de violencias.
Leonor García, de 58 años, tampoco se dejaba tocar. “A Leo no le gusta que la abracen”, recuerda que decía siempre su familia. En su caso, denuncia que fue abusada sexualmente por el cura que oficiaba la misa del domingo en el Sanatorio Santa Marina de Bilbao. Leonor entró en el pabellón infantil de este centro en enero de 1971, aquejada de tuberculosis. Tenía ocho años. Asegura que el clérigo, cuyo nombre no recuerda, se masturbaba mientras la confesaba después de misa. Añade que también entraba en las habitaciones donde las niñas reposaban y les “hurgaba” los genitales. Sostiene que no solo abusó de ella, que fueron 12 o 14 niñas porque a cada lado de la habitación había seis o siete camas. “Entre nosotras lo hablamos y todas lo habíamos sufrido. Pensábamos que era un privilegio, que nos quería mucho”, reconoce Leonor. “Era la única visita del exterior que teníamos en el sanatorio, aparte de las familias. Por eso estábamos tan contentas cuando venía”, recuerda.
El cura siguió entrando al pabellón durante esa primavera y verano, prosigue el relato de Leonor. Pero poco a poco las niñas se fueron dando cuenta de que aquello no era normal. Hasta que un día decidieron resistirse: “Acordamos ponernos con las sábanas muy apretaditas para que cuando él viniera no pudiera meternos mano. Una de las cuidadoras nos preguntó por qué estábamos así, y le dijimos que era porque venía el cura”. Después de eso, el acusado desapareció. Leonor reflexiona: “Me curaron de esa mancha en el pulmón [se refiere a la tuberculosis], pero me dejaron otra para toda la vida. Y eso, ¿cómo lo gestiono?”. EL PAÍS ha trasmitido este caso a la diócesis de Bilbao, que asegura que no han recibido ninguna denuncia del Sanatorio Santa Marina. Piden “perdón ante cualquier caso de abuso que haya podido haber en el seno de la Iglesia, aun no teniendo conocimiento del mismo”. No obstante, desobedeciendo las reglas canónicas que les obligan a abrir una investigación ante cualquier indicio verosímil, afirman que no lo harán hasta que la víctima se ponga en contacto con ellos.
Otro caso es el de Marina (nombre ficticio), que denuncia haber sufrido abusos a los 15 años. Según explica, el sacerdote B .G., de la parroquia de San Vicente de Paúl de Cartagena (Murcia), abusó de ella en 1997, mientras recorrían el Camino de Santiago: “Me cogió del brazo una noche y comenzó a besarme. Me llevó a un lugar donde no nos veía nadie. Me besaba, me tocaba y me pedía que le tocara”. Después de años de terapia, pesadillas y dificultades en sus relaciones, Marina sintetiza: “Solo quien pasa por una experiencia traumática puede saber en su propio cuerpo lo que es vivir disociado, desconectado, y revivir de manera continua sensaciones de asco, congelación, y rechazo en sus relaciones del presente, a pesar de que hayan pasado los años. Son sensaciones que quedaron grabadas en el cuerpo y se disparan automáticamente”. Este medio se ha puesto en contacto con los Padres Paúles de la Provincia de Zaragoza, responsables de la zona de Murcia. Un responsable que no se ha querido identificar ha asegurado que no investigarán el caso de B. G.: “No lo investigaremos. Nunca he oído a nadie hablar mal de esta persona. No me interesa el tema. Esto es sucio”.
Lo peor es que te acabas creyendo que es culpa tuyaIsabel García, víctima de abusos sexuales a los 14 años
Los abusos dejan secuelas de por vida. Hay algo que Isabel García, de 45 años, no puede evitar pensar: “De lo que podría haber sido, a lo que soy”. Según afirma, el hermano marista Carlos Osés abusó de ella cuando tenía 14. Fue en un campamento del colegio de la orden de Zaragoza, en Isaba (Navarra). Isabel se lesionó un pie y tuvo que quedarse sin ir a las excursiones. “El cura se metía en mi tienda de campaña, al principio más cariñoso, para ganarse mi confianza. Me tocaba las piernas, la espalda, el pecho. Yo intentaba huir o esconderme. Pero un día se metió y cerró la cremallera de la tienda por dentro”, narra. “No lo he superado, y lo peor es que te acabas creyendo que es culpa tuya”.
Según Isabel García, en el campamento se supo que Osés también tocó a otra chica y que intentó propasarse con una monitora. Sin embargo, asegura que los maristas de Zaragoza “taparon todo”: “Uno de los monitores nos pidió a mi padre y a mí que comprendiéramos que era la primera vez que iban chicas al campamento, que no estaban acostumbrados. También dijo que este hermano ya tenía fama y lo habían trasladado a otro colegio”. Los maristas, que nunca la llamaron, han abierto una investigación, según han confirmado a este periódico. También piden perdón a la víctima, “por no haber sido capaces de proteger, de cuidarla, y por no haber gestionado de manera adecuada esa situación”, y se ponen a a su disposición. Desde la congregación confirman que Carlos Osés sigue siendo hermano marista de la Provincia Ibérica, pero aseguran que no realiza ninguna actividad con menores.
Un clima de misoginia y acoso consentido
E. F., de 50 años, estudió en el Colegio San Viator de Madrid, de los viatores, desde primero hasta tercero de BUP, a finales de los años ochenta. Estuvo allí de los 14 a los 17 años: “Me fui porque no aguantaba más. El acoso por parte de alumnos y profesores, que eran clérigos, era brutal. Podías ser insultada, sobada y manoseada, con el beneplácito de los adultos, que no hacían nada al respecto”. E. F. entró al centro tres años después de que lo hicieran mixto, y era una entre las cinco o seis chicas que había por clase, de unos 45 alumnos: “No sabían cómo tratarnos, no estaban acostumbrados a nosotras”. Relata que sus compañeros les tocaban “el culo y las tetas”, les metían mano en cualquier rincón, les gritaban marranadas, gemían cuando las veían, hacían agujeros en las paredes de los vestuarios para observarlas mientras se cambiaban...
En medio de un examen me subió la camiseta y me desabrochó el sujetador, mientras me acariciaba la nuca y los brazosE. F., víctima de abusos sexuales entre los 14 y 17 años
Pero eso no era lo peor. E. F. acusa a tres religiosos profesores del centro de acoso y abuso. Uno es J. M., apodado El Quinielo, “porque nos tocaba a todas”. “Era un cura que nos daba religión. En medio de un examen me subió la camiseta y me desabrochó el sujetador, mientras me acariciaba la nuca y los brazos. Todo delante de mis compañeros, que se reían a carcajadas”. Otro acusado es S. F. (fallecido), que era profesor de Biología: “Se enamoraba presuntamente de ti y te mandaba cartas de amistad especial. En una limpieza encontré varias de ellas. Fuera del contexto y desde los ojos de una mujer adulta, me dejó helada lo que ponían. Estamos hablando de un hombre de 35 años y una niña de 14″. Por último, señala a un tercero, Santiago Fernández, que impartía Matemáticas: “Era el peor. Era un sádico y un misógino. Instaba a que se nos despreciara y ninguneara por ser chicas y, mientras, se enrollaba cada año con la chica más popular o guapa del curso. Literalmente tenía alumnas con las que se iba de la mano, se enrollaba en las fiestas, se acostaba con ellas”.
Fernández, que había estado en el colegio de los viatores en Valladolid, regresó años después a esta ciudad y fue rector de la Universidad Europea Miguel de Cervantes, donde protagonizó un sonado escándalo: fue denunciado por abusos sexuales por su secretaria y tuvo que dimitir en 2003. Fue condenado en 2005 a una multa de 16.000 euros por un delito continuado de abusos sexuales. En el juicio, precisamente, testificó una alumna del colegio de San Viator de Madrid, G. R. V., que le acusó de tocamientos y acoso a las alumnas en 1995, cuando ella tenía 16 años. Declaró durante 50 minutos, según reflejó entonces la prensa local. Narró cómo, por no ceder a su acoso, Fernández la suspendió todo el curso de su asignatura de Física, mientras sacaba sobresalientes en el resto de materias. Aseguró que lo puso en conocimiento de la dirección del centro. Al ver la noticia del juicio de Valladolid en los diarios, se puso en contacto con la denunciante para prestarle su apoyo.
La sentencia del caso señaló luego que varios testimonios coincidieron en “la actitud y conducta del denunciado con otras mujeres en el entorno de la Universidad o de su trayectoria docente, relativa a insinuaciones, indirectas o comentarios sobre aspectos sexuales fuera de lugar, abrazos, tocamientos”. No obstante, no se le inhabilitó para la docencia y luego fue profesor en un instituto de una localidad de León. La prensa local vallisoletana detalló que antes también había pasado por el colegio Fray Luis de León de los Reparadores, en Madrid, y por otro centro de San Viator, el San José de Basauri, Bizkaia.
Este diario ha contactado con los viatores, quienes dicen conocer solamente un caso de abusos sexuales por parte de miembros de su congregación, el sonado escándalo de José Ángel Arregui Eraña, que se destapó en 2010. El abogado de la orden asegura que investigarán el caso de E. F. Sin embargo, según ella, todo el colegio, incluido los profesores, tenía conocimiento de lo que ocurría allí: “Fue tan escandaloso que vino un alto cargo de la congregación de viatores de Vitoria a poner orden. Pero todo siguió igual”.
Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.