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El mundo pasa por una crisis vital: ¿y si no tiene sentido volver a lo de antes?

Para muchos, la pandemia ha sido una oportunidad para revaluar sus hábitos y prioridades, pero sociólogos y antropólogos no creen que muchas revelaciones privadas lleven a un cambio social

Patricia Fuentes se mudó a vivir al municipio madrileño de Serna del Monte junto con su novio y su perro. Ahora trabaja allí como animadora sociocultural.
Patricia Fuentes se mudó a vivir al municipio madrileño de Serna del Monte junto con su novio y su perro. Ahora trabaja allí como animadora sociocultural.Olmo Calvo
Patricia Gosálvez

El confinamiento en un piso con dos niños “atléticos” terminó de convencer a Rubén Martín de Lucas, artista, y su mujer, bióloga, para dejar Madrid y mudarse a Piedralaves, en la falda sur de Gredos, donde barajan montar una casa/hotel/estudio/escuela sostenible que demuestre que con poco se puede construir algo que no esté atado a la “dictadura de un salario”. “No sé si es una utopía, pero es un camino”, dice él. Patricia Fuentes Tárrega también retomó su viejo sueño de irse a vivir al campo tras pasar el confinamiento trabajando como cuidadora de mayores en la capital desierta, volviendo a un edificio “en el que no conocía a ningún vecino”. Lleva desde febrero en la Serna del Monte, Madrid, un centenar de vecinos, donde se está reinventando como animadora sociocultural y empieza a sentirse parte de la comunidad. Ícaro Moyano echó a correr el 2 de mayo de 2020, cuando se permitió salir para hacer deporte, porque llevaba mes y medio entrenando en el sótano. 6.200 kilómetros después no ha parado. Ahora es su forma zen de organizar el día: “Antes la agenda se me atragantaba entre el café y el atasco; la pausa me hizo reflexionar, parecía que había cosas que no cabían en el día con la vorágine del trabajo, pero sí caben”. La covid retrasó la apertura de la empresa de productos a granel para reducir plásticos de Teresa Calderón, abogada, y su socia, pero también las convenció de que “ahora más que nunca es necesario participar en un cambio”.

Hay días que parece que todo el mundo está pasando por una suerte de crisis de los cuarenta: buscando propósito, explorando aficiones, abrazando cambios vitales, mundanos o monumentales. Algunos largamente postergados (según los terapeutas las consultas se llenan de parejas con problemas anteriores a la pandemia que afloraron con la misma), otros nuevos (cada vez que se habla de volver al presencialismo 100% en una oficina, la conversación en la cantina es para qué diablos). Cuando nos encerramos en la primavera de 2020, el mantra más repetido fue “éramos felices y no lo sabíamos”. Pero 21 meses después, la pregunta que parece flotar en el aire es “¿tiene sentido volver a lo de antes?”.

Algunos datos avalan este cambio, la caída de cierta venda. Está la llamada Gran Dimisión, por la que millones de empleados han dado carpetazo a trabajos demasiado exigentes o demasiado precarios. El psicólogo que acuñó el término lo achaca en gran parte a las epifanías pandémicas. El fenómeno se circunscribe a EE UU, pero estudios como el índice de tendencias laborales de Microsoft (30.000 entrevistados en 31 países) resaltan que el hartazgo es global: más del 70% quiere que el trabajo remoto y flexible continúe, uno de cada cinco siente que sus empleadores no se preocupan por el equilibrio de la vida laboral y personal y el 39% se declara directamente agotado. La desmotivación con la vida que llevábamos se ve también en la fuga al campo. En España, según el INE, los desplazamientos hacia municipios más pequeños han crecido respecto a la media de los últimos cinco años. Los que más, desde capitales de provincia hacia pueblos de menos de 10.000 vecinos (un 36% más de lo habitual). El ahorro embolsado y una vuelta a lo doméstico han reactivado el mercado inmobiliario, con récord de ventas desde la crisis de 2008. La última encuesta de PwC (8.600 consumidores en 22 países) destaca que un 49% de los preguntados —40% en España— se sentían mucho más “eco-friendly” que antes. En Cruz Roja mandan una nota de prensa presumiendo de que en 2021 el interés por el voluntariado creció un 81%. En EE UU, una encuestadora preguntó a 2.000 ciudadanos si habían aprendido algo sobre sí mismos durante la pandemia: el 70% dijo que sí, un 55% admitiendo además estar un poco avergonzado sobre algunas de las cosas que valoraban antes. Hay sondeos para todo: según RunRepeat.com el 28% de los corredores empezaron a serlo en pandemia. La mayor diferencia con los que lo hacían antes es que a los nuevos no les interesan las carreras. “Como en Forrest Gump, esto no va de competir, va de pensar”, dice Moyano.

“El confinamiento nos obligó a revaluar cómo funcionamos, nos relacionamos y trabajamos. De vuelta, vimos que algunos de esos cambios nos seguían funcionando”, dice Igor Grossmann, profesor de Psicología social en la Universidad de Waterloo (Canadá) y autor de World after covid, un proyecto multimedia con entrevistas a 57 científicos sociales de todo el mundo sobre el tipo de sabiduría que hemos extraído y que necesitamos para afrontar los cambios que se avecinan. Además de alterar las rutinas, a nivel psicológico la pandemia produjo cambios más profundos, dice. “Tras cualquier evento traumático hay cierto replanteamiento de las prioridades y los valores”. Cuando salimos del confinamiento, en chándal y con las canas sin teñir, salimos también de muchos armarios. Del de la salud mental, sin duda, pero también de otros en los que vivíamos más cómodos a fuerza de costumbre. Cuando la rueda para, se toma perspectiva. Grossmann hace dos precisiones sobre las epifanías. 1) Van cargadas de narrativas de redención que colocamos a posteriori para dotar de sentido a la tragedia. 2) Son un privilegio; con recursos económicos, culturales, sanitarios, es más fácil reflexionar, “pero aquellos que vivieron el trauma demasiado de cerca, por su lugar en el mundo, clase social o problemáticas personales, no tuvieron la oportunidad de procesar ni crecer”. Un poco como la crisis de mediana edad, la epifanía llega si te la puedes permitir.

Varias personas pasean y practican deporte en la playa de Somorrostro, en Barcelona.
Varias personas pasean y practican deporte en la playa de Somorrostro, en Barcelona. Enric Fontcuberta

Y eso si llega. Las conclusiones del proyecto canadiense son paradójicas. Los académicos tienen previsiones positivas y negativas sobre nuestro comportamiento. Crece la conectividad social, pero también la alienación; la solidaridad y la desconfianza en el otro, la gratitud y el autoritarismo. Aumenta la actitud prosocial, pero también se erosiona la democracia. “Vimos que es necesario equilibrar el interés individual con el colectivo y tener la mirada en el largo plazo; pero aun así, el capitalismo vacunal, unos países acumulando dosis, mientras otros no disponen de ellas, da fe de que esa sabiduría no ha calado, al menos en los políticos. Sí hemos ganado cierta consciencia de un destino común, ¿la sabremos aprovechar? Aún es pronto para decirlo”, dice Grossmann.

Contradicciones

Para los científicos sociales los contrarios no son incompatibles. Alberto del Campo, antropólogo y autor de La vida cotidiana en tiempos de la covid: “Por un lado se ha podido acelerar cierta insatisfacción con el vertiginoso sistema capitalista, redescubrimos cosas que parecían trasnochadas, como el hogar, la familia, la cocina, la tranquilidad, incluso el slow sex, que va en contra de la inmediatez de las aplicaciones para ligar… Pero tampoco hay que sobredimensionar, porque, por otro lado, hay un elemento de continuidad clarísimo. Se ve en la vuelta en masa a los bares o en el frenesí consumista”. Para Verónica Benet-Martínez, profesora de Ciencias Políticas y Sociales de la Pompeu Fabra, la complejidad surge de mezclar factores generales psicológicos (la pandemia conlleva en los individuos amenazas existenciales), demográficos (la edad, la clase a la que perteneces) y personales. “Hemos visto que podemos teletrabajar, relacionarnos virtualmente... Pero nada fundamental ha variado, no hay una restructuración total de nuestras vidas. La pandemia ha expandido, más que cambiado, nuestras vida, y algunos procesos se han acelerado”, dice. No es un botón de reset, sino más bien uno de fast-forward.

En lo laboral también se dan tendencias con dos direcciones, según explica Clara de Inocencio, psicóloga social experta en vocaciones y asesora en Gallup. Tras la pandemia, “como ocurrió tras el 11-S”, mucha gente busca un trabajo con “más propósito, más altruista y vocacional”, y a la vez, exige un mayor espacio para lo personal. “Es decir, quiero un trabajo más atado a mi identidad, y al mismo tiempo soy algo más que mi trabajo”, dice. Esto también se debe a un cambio generacional, según la experta, que apunta a un aumento del espíritu emprendedor, incluso dentro de las empresas que tratan de ser más horizontales. En Be Granel, Calderón asume que un negocio propio es más arriesgado y “conlleva un estrés distinto al de trabajar en un banco”, pero espera que su aventura le permita una mayor flexibilidad: “Y saber que estás poniendo tu granito de arena lo hace más satisfactorio”.

En cuanto al teletrabajo, De Inocencio tiene claro que el modelo híbrido es el futuro: “Las empresas lo saben y ya lo ofrecen como incentivo, junto a otros bonus no monetarios, como compromisos éticos, tiempo libre para socializar con los compañeros, oportunidades para crecer…”

“Si la gente quiere teletrabajar, poder recoger a los niños o los viernes libres, el mercado laboral se lo dará”, opina Alberto Corsín, antropólogo e investigador científico en el CSIC. “Pero ello puede generar mayor dependencia. Cierto tipo de flexibilidad solo horada nuestros derechos, precariza al trabajador”. En su opinión, “el sistema tiende a usurpar este tipo de discursos”. El teletrabajo, la Gran Dimisión, “no cuestionan el sistema productivista”. “No son reivindicaciones como El derecho a la pereza, de Lafargue, o el rechazo del trabajo del movimiento de autonomía obrera a mediados de siglo. Las reivindicaciones pueden ser masivas, pero se producen a nivel individual. Y buscan mejorar la forma de trabajar, no el sistema. La pandemia ha subrayado ciertos valores existenciales, pero desde el dominio de lo privado”. De momento, la revolución no será retransmitida por Zoom, aunque ya hemos visto, esta misma semana, que los despidos colectivos pueden serlo.

El antropólogo ve más interesante el “burbujeo” social de las redes de apoyo vecinales, los comedores sociales en barrios a los que antes no se acercaban las fundaciones, los mercados cooperativos, o defensas de lo público que surgen del colectivo, como la denuncia de los contratos covid en redes sociales. Pero no ve indicios de que los valores que ha podido poner en marcha la pandemia hayan activado un movimiento como el decrecentista, que sí aspira a un cambio de paradigma para aliviar la crisis ecosocial.

En general, el frenazo se considera como algo que debe ser superado, no de lo que aprender. “Al menos nos ha enfrentado a la incertidumbre, que no viene mal porque estábamos un poco subiditos en Occidente”, apunta Alberto del Campo. “Nos ha hecho redescubrir la fuerza de la naturaleza, por eso nos fascina tanto el volcán de La Palma, pero no parece que haya avivado un movimiento humanista o ecologista. La utopía no parece haberse puesto en marcha. El miedo también nos empuja a ser conservadores”.

Aglomeraciones en el centro de Madrid, junto a la Puerta del Sol.
Aglomeraciones en el centro de Madrid, junto a la Puerta del Sol.Olmo Calvo

Martín de Lucas sí habla de decrecimiento cuando explica su decisión privada de irse al campo. Defiende conceptos como la no acción y la interferencia mínima para restablecer el equilibrio con la naturaleza. “Siempre nos preguntamos qué hacer, cuando quizás la pregunta sea qué dejar de hacer: dejar de producir como locos, trabajar como bestias, consumir sin freno”. “La renuncia es clave”, dice, abrazando la palabra en un sentido budista, “no como algo malo”. “Te sales de un modelo en el que nosotros estábamos a gusto, en un barrio con zonas verdes, amigos… Hay que ser valiente”. “Irse es sacrificado”, dice Patricia Fuentes en su nuevo hogar rural, “aunque sea muy satisfactorio haberlo conseguido”. Cuando ella buscó casa en la sierra tras el confinamiento “los precios se habían subido a la parra”. En Vallecas pagaba 550 y en los pueblos le pedían 500 “por pisos sin jardín ni nada”. Con ayuda de Proyecto Arraigo (donde han recibido muchas peticiones tras la pandemia de todo tipo, de familias migrantes que no pueden asumir los alquileres urbanos a profesionales que aprovechan el teletrabajo) encontró a un casero que le cedía tres meses de alquiler a cambio de que adecentasen la casa. “Nosotros no tenemos ahorros, no podemos teletrabajar, el alquiler tiene que compensar el gasto en gasolina”, dice Patricia, que paga 300 euros y mantiene pacientes en Madrid. “Es una aventura, pero ganas en paz mental y tienes enfrente unas vistas increíbles”.

“Somos otros”

“Correr no tiene mérito, no pide inversión, ni tiene un umbral de exigencia, complicado es levantarte para ir a Mercamadrid o tener un bebé”, dice Moyano sobre su cambio vital. Además de correr, ha redescubierto su casa (“antes era un Airbnb donde dormíamos y desayunábamos”) y ha vuelto a escribir. “En 2021 descubrimos, al volver, que no hay dónde volver. Que la vida era esto [...] No hay destino que nos estuviese esperando. Somos otros”, dice en su última newsletter. Aun así, cambiar requiere voluntad. “En una reunión por Zoom alguien me dijo, ‘con la vuelta caerás en los viejos hábitos’, y me afectó, porque yo vivo también con ese miedo, el día a día te destruye, y de pronto estás como en 2019 y has olvidado lo aprendido en un año y medio... Pero no voy a flaquear”.

A nivel social, ¿se nos pueden olvidar también las lecciones aprendidas en pandemia? “Algo va a quedar, pero menos de lo que pensamos”, dice Alberto del Campo. “Con perspectiva histórica esta tragedia no es tan enorme, simplemente no estábamos acostumbrados. Hemos visto los límites de la ciencia, de los Estados y de un sistema que se las prometía felices. Nos ha quitado cierta prepotencia. Con los grandes desastres, la sociedad cambia, pero lo determinante es si le conviene a la estructura económica global”.

La conclusión de quienes estudian nuestro comportamiento social es que es pronto para concluir nada, que aun así no parece que esté bullendo un gran cambio y que, en todo caso, hay que asumir que este sea contradictorio. Sí coinciden, al menos, en que la pandemia nos ha hecho más conscientes de que somos seres finitos, vulnerables, interconectados y enfrentados a una incertidumbre imposible de controlar. Y que eso está bien.


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Sobre la firma

Patricia Gosálvez
Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.

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