Amelia Tiganus: “Ser puta es una prisión con barrotes invisibles”
Ejerció la prostitución en más de 40 clubes por toda España tras ser captada en Rumanía. Amelia Tiganus escapó del infierno y hoy es una activista que acaba de publicar ‘La revuelta de las putas’
Lo mismo te hace un análisis socioeconómico de la trata de mujeres que cuenta una vivencia personal hasta erizarte la piel de rabia. Lleva la memoria del maltrato en su cuerpo y en la mirada la esperanza de una resurrección. Amelia Tiganus (Galați, Rumanía, 1984) fue prostituta. Hoy es activista y escritora. Su libro La revuelta de las putas (Ediciones B) es una lección, un grito y una herida impresa que ha transmutado la sangre en tinta desde que salió de su país para dejar atrás una infancia y adolescencia de maltrato hasta iniciar un camino de oficio, cárcel, humillación y dolor por toda la Península.
Pregunta. Puta. Esta es una palabra que usted utiliza con orgullo y humillación. ¿Cuánto le ha costado hacerse cargo con la cabeza alta de la misma y cuánto le cuesta que no pese la vergüenza?
Respuesta. Empezamos fuerte… Me cuesta renegar de esa identidad, no quiero huir de ella, me puede aportar cosas útiles para romper la dicotomía de las buenas o las malas mujeres. De las que viven con reconocimiento social y las que sufren el estigma.
P. Dice usted que tras haber sido abusada y entrar en el círculo de los proxenetas se sintió como una muerta cuya única salida era saber utilizar su cuerpo y que ese era su poder: ¿Por qué?
R. De alguna manera ahora me lo empiezo a explicar. La única salida era tirar palante. La violencia sexual no solo afecta a las personas más pobres. Yo tenía mis necesidades cubiertas.
P. Pero tenía un problema con su madre. La maltrataba.
R. Sí, ella vive y yo me debato en esta lucha entre querer perdonar a mi madre y que ella me perdone a mí.
P. Usted es un saco de paradojas. Una novela andante.
R. Nunca me lo habían dicho, pero me interesa eso. Tengo ahí una dualidad evidente. No quería culpar a mi madre de todo pero tampoco eximirla. Yo no quiero ser madre, tengo miedo a cagarla.
P. La vendieron a usted las mafias de su país por 300 euros a un proxeneta español. ¡300 euros!
R. Sí: 300 euros. Ese dinero fue a la persona que me presentó a otro como un favor para que me arreglara la vida en dos años, que era mentira, claro. Yo ya sabía en qué me metía. Lo conoces desde el origen. Pero a muchas mujeres les cuesta reconocerlo. Después contraje una deuda, según ellos de 3.000 euros.
P. Así que varía el importe, según convenga al proxeneta…
R. Sí, se tardaba en pagar porque cada día debía ocuparme del alojamiento o las cosas que me hacían falta para el trabajo. Lo que ganas lo inviertes en ser puta: maquillaje, ropa, las multas, la cocaína, el alcohol, porque te enganchan a eso y ahí se te iba todo el dinero. Nunca ahorrabas nada. Te engañas a ti misma. Era un círculo que se cerraba sobre sí mismo. Una prisión con barrotes invisibles. Aparentemente tú podías irte, pero no lo hacías.
P. Y así fue pasando de un club a otro por toda España. ¿En cuántos lugares?
R. No sé, yo creo que en todas las comunidades autónomas. Me es más fácil decirte dónde no he estado. Estuve 5 años en más de 40 prostíbulos no diría que trabajando porque eso no es trabajar, yo digo pasando.... Cada cuanto te cambiaban porque hay que variar la mercancía. Tú debes esforzarte en ser la mejor pieza a elegir. Las que más trabajan se convierten en favoritas. Tienen sus privilegios, claro. Todas acabamos queriendo ser las preferidas.
P. Pero llega un momento que decide romper.
R. En un momento me escapé. Ahora lo pienso y digo: ¡Madre mía! Menos mal que me salió bien. Lo difícil de entender es cómo te quedas atrapada en ese sistema aunque está la puerta abierta, llena de barrotes invisibles que lo hacen más difícil. Hay una brecha entre dos mundos paralelos. Mi salida fue llamar a un cliente y decirle que lo dejaba. No podía seguir haciendo el poder de la puta feliz. Le dije que me iba a su casa y si me admitía follaba gratis. Me dijo: “¡Ah, sí, claro!”. Luego empecé a trabajar como camarera. Pude resistir, aunque fue duro. Si durante años te dicen que no vales para otra cosa. A mí me daba miedo todo: la luz del día, la gente. Pero no se notaba. A ojos de la gente era una tía borde, cortante. Me veían super poderosa cuando en realidad sentía puro miedo.
P. ¿Su familia lo supo?
R. Yo no les decía, intento ponerme en su lugar y yo creo que lo intuiría. No lo sé. Cuando se lo conté, mi madre no quiso saber mucho. Mantenemos buena relación ahora pero claro, porque estamos lejos. Al luego contar lo que he hecho públicamente nadie podía imaginar que me decidiría a ello y convertirme en activista. Lo tenía dentro. Tardé 12 años en hablar de ello.
P. Cuenta en su libro que cuatro de cada diez españoles han consumido o consumen prostitución. ¿A qué cree que se debe?
R. Se dan varios factores. Por un lado, la situación de España como puerta de entrada hacia Europa del sur global: África y América Latina, sobre todo. El turismo y el hecho de ser un país que se identifica con el ocio, también contribuye. Si a eso le sumamos que en el año 1995 se despenalizó la tercería locativa, es decir, alquilar espacios a terceras personas para lucrarse, se llenó esto de prostíbulos.
P. ¿Cómo se acaba con ello?
R. Con la abolición, que no es prohibirla ni erradicarla. Sino construir un proceso que acabe con ella. ¿Cómo? De manera integral: primero persiguiendo todas las formas de proxenetismo. Es un problema de Estado. Tiene que incluir ayudas a quien sale, no solo económicas, también terapias, acompañamientos psicosociales, trabajo. Y finalmente desactivar la demanda. Por medio de la educación y penalizando la demanda. Hacen falta normas para convivir y una de ellas es admitir que quien explota a una mujer o la utiliza atenta contra su salud: simplemente, no puedes pagar por penetrar a una mujer porque eso acarrea consecuencias nefastas para ella. Punto.
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