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La crisis del coronavirus
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La salud mental de América Latina se resiente durante la pandemia

Los sentimientos de ansiedad y depresión han aumentado durante la pandemia vinculados a los vaivenes del contagio, y a factores estructurales que dificultan su gestión

Jorge Galindo

De los muchísimos peajes que la pandemia le está cobrando al bienestar de la humanidad, uno de los menos visibles pero potencialmente más caros a largo plazo está en las mentes y las emociones. La disrupción en nuestra salud mental se cifra, en un primer vistazo, en las cifras de personas que declaraban haberse sentido preocupadas, ansiosas o deprimidas durante cualquiera de las semanas del último año y medio. Pero esto es sólo la punta de un iceberg con raíces más profundas en una de las regiones más golpeadas por el virus, y a la vez con condiciones de partida más frágiles para lidiar con todas las consecuencias que éste nos ha traído.

Los vaivenes del contagio han producido picos (y valles) de ansiedad. En los grandes países de América Latina, los aumentos de casos venían acompañados casi siempre de un repunte en el porcentaje de personas que durante esos días declaraban haber experimentado esa sensación.

En la mayoría de países, además, abril y mayo de 2020 mostraron grados de ansiedad mucho más altos de los que cabría esperar por la aún baja difusión del virus por aquel entonces. Posiblemente, la anticipación de lo que estaba por llegar (uno de los rasgos definitorios de los patrones de la ansiedad) disparó las cifras, que después se normalizarían. En Brasil, Perú o Chile este emparejamiento es notable. Pero otro fenómeno se aprecia, con particular intensidad en Colombia o México: después de un pico fuerte de contagios, el reporte de sensaciones de ansiedad se mantiene elevado por un tiempo, sin llegar a ceder del todo, indicando una suerte de alerta más permanente en el tiempo, que es el espejo de la anticipación observada hace 18 meses.

Mientras los reportes de ansiedad han seguido estas dinámicas variables, el porcentaje de personas que declaraba sensaciones de tipo depresivo ha aumentado de manera sensiblemente más consistente en casi todos los países durante el periodo.

En algunos, como Brasil o Colombia, la tendencia parece haber comenzado a ceder en meses recientes, pero con una bajada en pendiente mucho más suave que el ascenso, sugiriendo que la vuelta a la normalidad mental y emocional va a ser más lenta que su ruptura, probablemente en paralelo con una salida de la pandemia y todo lo que la rodea que no se plantea ni fácil, ni rápida.

Contexto de partida

Estos reportes de sentimientos de ansiedad, depresión o simplemente de preocupación no corresponden en ningún caso con diagnósticos de trastornos de ansiedad o depresión. Es decir: una persona con dicho diagnóstico tendrá las sensaciones correspondientes, pero su presencia puntual no implica una patología estructural. Ahora bien: cuando se contrapone el reporte pandémico con la prevalencia de los diagnósticos clínicos en cada país antes de la pandemia, resultan dos relaciones relativamente claras. A mayor prevalencia de ansiedad o depresión en 2017, más alto es el porcentaje de personas que reportan sentimientos de ansiedad o depresión, respectivamente, en 2020 y 2021.

Este vínculo abre la puerta para una retroalimentación de doble vía. Las personas que ya disponían de una patología previa pueden ver cómo esta se profundiza, o simplemente sobrevive, gracias al contexto pandémico. Y a otras se les puede activar el problema hasta quizás el punto de volverse constante. En Estados Unidos, por ejemplo, ya se registran aumentos significativos de síntomas relacionados con desórdenes ansiosos, particularmente entre adultos jóvenes (18-24 años), más sensibles a la interrupción de su curso vital que ha supuesto la pandemia en un momento clave para su madurez, tanto social como emocional.

A ello habría que añadir la saturación de unos servicios de salud mental que, al igual que para el resto de patologías, no han podido operar de manera normal durante la pandemia, algo sobre lo que advirtió en octubre la OMS. En América Latina, el punto de partida era menos sólido de por sí: un informe de la Organización Panamericana de la Salud de 2017 calibraba la cobertura para problemas de salud mental en los países de todo el continente americano, basándose en en opiniones de expertos de cada país. El consenso: a menor nivel de ingresos, menos cobertura. Regionalmente esto se hace notar con particular intensidad en Centroamérica y el Caribe latino.

A la deficiencia de la oferta se le añade la dificultad de que ésta llegue a la demanda que la necesita. Desde hace un tiempo, campañas de sensibilización y desestigmatización como la colombiana #NoEsDeLocos han estado tratando de construir esos puentes. De igual manera, la visibilidad que referentes deportivos, como la gimnasta Simone Biles, o culturales, como el reguetonero J Balvin, le ha otorgado a este abanico de trastornos a través de sus propios testimonios puede contribuir a consolidar una demanda más homogénea, informada y estable de apoyo clínico. Sin embargo, igual que el camino para recibir tratamiento es distinto entre países y dentro de los mismos por segmento socioeconómico, también lo son los factores más hondos que no sólo condicionan el acceso efectivo, sino la probabilidad de que ciertas patologías emerjan y arraiguen en un contexto pandémico.

Factores estructurales

Los problemas de salud mental son por definición el producto de una interacción entre individuo y entorno. En los datos detallados de EE UU durante la pandemia se observa, por ejemplo, que mientras un 17% de las personas en hogares con ingresos por encima de 90.000 dólares anuales esperaban que la crisis de la covid-19 tuviera un “gran impacto” en su salud mental, el porcentaje se duplicaba (35%, un tercio) entre aquellas en hogares con menos de 40.000 dólares al año.

A tenor de estos datos, podría decirse que unas condiciones de vida que producen menor margen de seguridad, menos espacio para completar objetivos personales, y, en definitiva, mayor incertidumbre, pueden favorecer la emergencia de cuadros sintomáticos relacionados con depresión o ansiedad.

Y, efectivamente, las preocupaciones básicas, como cubrir las necesidades financieras o de alimentación, han sido particularmente altas durante la pandemia. También lo ha sido el intento de evitar contactos humanos, materia prima para cubrir necesidades socioemocional. Todas ellas se han dejado notar sobre todo en Bolivia, Venezuela o Guatemala.

De hecho, existe una relación aparente entre el nivel de ingresos inicial en el país y el grado de preocupaciones materiales durante la pandemia.

Esta misma relación también se produce con la disponibilidad de cobertura en salud mental, produciendo una suerte de círculo vicioso, o trampa de pobreza, que podría estar profundizándose en el contexto pandémico.

No será hasta dentro de años que los datos de incidencia de trastornos con diagnóstico clínico permitirá confirmar o descartar esta hipótesis, poniendo precio a este peaje particular que pagarán las mentes y las emociones.

Fuentes. Los datos de reportes de sentimientos de ansiedad, depresión, preocupaciones o contactos durante la pandemia provienen de la Global COVID-19 Trends and Impact Survey, mantenida por la Universidad de Maryland, con acceso a los datos agregados a través de esta API. Esta encuesta se realiza a través de (y en colaboración con) la plataforma de Facebook. En todos los casos se ha empleado exclusivamente datos con muestras lo suficientemente grandes como para ser representativas, aplicando los pesos poblacionales correspondientes.


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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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