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Coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Vacunas por obligación?

La principal objeción es que se pueden lograr los mismos fines con persuasión y además puede ser contraproducente y alentar los movimientos antivacuna

Vacunacion obligatoria covid
Una joven recibe la primera dosis de la vacuna Pfizer en el hospital Isabel Zendal de Madrid, el pasado 13 de julio.ALBERTO ORTEGA (Europa Press)
Milagros Pérez Oliva

El debate sobre la obligatoriedad de las vacunas siempre se ha decantado en España en favor de la voluntariedad. El resultado no ha sido malo. Las evidentes ventajas de la inmunización y un sistema sanitario proactivo han logrado tasas muy elevadas de seguimiento, superiores incluso a las de algunos de los once países europeos donde son obligatorias. Eso ha permitido alcanzar la inmunidad colectiva sin imposiciones. Pero la covid-19 abre ahora un nuevo escenario en el que se debate si la vacunación debe ser obligatoria, algo que plantea importantes dilemas éticos.

Hasta ahora se estimaba que con el 70% de la población vacunada se alcanzaría un nivel de inmunidad colectiva suficiente para frenar el virus. Ese objetivo era factible sin recurrir a la obligatoriedad. Era poco probable que, al menos en nuestra cultura, el 30% de la población dejara de vacunarse por desidia o por rechazo. Pero con la variante delta, ese 70% ya no es suficiente. Ahora es preciso vacunar a más del 90% de la población para alcanzar la inmunidad de grupo, y eso ya resulta más complicado. En muchos países europeos la vacunación se ha ralentizado, no por falta de viales, sino porque los jóvenes acuden menos a vacunarse.

La OMS siempre se ha declarado más partidaria de alentar que de obligar. Pero varios países están regulando ya diferentes formas de obligatoriedad. En algunos países, como Francia, Italia o Grecia, se pretende que la vacuna sea obligatoria, bajo amenaza de sanción o despido, para los sanitarios o el personal que atienda a personas frágiles. Estos y otros países contemplan además estrategias progresivamente coercitivas para la población general, como la implantación de un certificado verde para acceder a determinados servicios o espacios públicos. Ese certificado se obtendría con la pauta completa de vacunación o una prueba PCR reciente, a sufragar por cada ciudadano, lo que en la práctica, es una forma de hacer inevitable la vacunación.

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¿Es esa una buena estrategia? ¿Está justificada desde el punto de vista ético? La bioética ha tenido siempre como un valor fundamental la autonomía de la persona, por eso prefiere la persuasión a la imposición. La obligatoriedad solo está justificada en enfermedades graves y altamente contagiosas. Y ha de cumplir dos requisitos: que el fin sea legítimo y que sea proporcional. Se trata de ponderar los bienes que el individuo ha de sacrificar, en este caso su autonomía y su libertad, frente a los beneficios colectivos que se pueden alcanzar, en este caso la inmunidad de grupo. Cuanto menor peso tenga el primero y mayor el segundo, más justificada estará la medida desde el punto de vista ético.

Desde el punto de vista ético no hay demasiada diferencia entre obligar a confinarse y obligar a vacunarse. Ambas limitan la autonomía y la libertad. Y ambas comportan riesgos y sacrificios individuales. Lo que cambia es la proporcionalidad. Precisamente porque ahora disponemos de vacunas, la naturaleza del riesgo es diferente. Al principio de la pandemia, el enorme sacrificio del confinamiento estaba justificado porque la cifra de muertes era abrumadora y el sistema sanitario estaba en riesgo inminente de colapso. Pero en el caso de la covid-19, la mortalidad está asociada a la edad y ciertas condiciones de salud. Con la mayoría de las personas vulnerables ya vacunadas, la mortalidad cae en picado. El riesgo entre las personas jóvenes es muy bajo, pero no desaparece: se estima que entre los menores de 30 años, uno de cada cien infectados tendrá que ingresar en el hospital, uno de cada 200 necesitará cuidados intensivos y uno de cada 15.000 morirá.

Esto plantea una cuestión muy difícil de dilucidar: ¿Qué número de vidas consideramos aceptable sacrificar en aras a la libertad individual? Podríamos responder que cualquier muerte evitable es ya demasiado, pero eso no nos lleva a prohibir el tráfico en las ciudades a pesar de que la contaminación también mata.

Los partidarios de la obligatoriedad argumentan que el coste individual de la vacunación sigue siendo muy inferior al beneficio colectivo. Lograr la inmunidad de grupo no solo protege a cada uno de los individuos, sino que evita que el virus circule y tenga la oportunidad de mutar a variantes resistentes a las vacunas, lo cual sería una catástrofe. También argumentan que con la vacunación obligatoria, las cargas de la inmunidad colectiva se reparten de manera uniforme.

La principal objeción a la obligatoriedad es que se pueden lograr los mismos fines con persuasión y además, el hecho de imponer algo que afecta a la autonomía y a la libertad de la persona, puede ser contraproducente y alentar, como ya se ha visto en Francia, los movimientos antivacuna. La legislación española reconoce el derecho del paciente a rechazar un tratamiento, incluso cuando le reporta un beneficio personal claro. Hoy nadie discute la obligación de ponerse el cinturón de seguridad o llevar casco si se va en moto. Son medidas que han salvado muchas vidas. Pero la percepción de las vacunas no es la misma. Y sobre todo, el riesgo no es el mismo para todos. Eso es lo que complica el debate.

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