El sindicato de las invisibles
En el debate entre regular o prohibir la prostitución, España se sitúa en un limbo de tolerancia y casi nula vigilancia
Es tentador, pero arriesgado, pensar que con prohibir algo desaparece el problema. La ley seca de EE UU en los años veinte suele ponerse como ejemplo de que la ilegalización no resuelve lo que pretendía, en este caso el alcoholismo, y tiene efectos contraproducentes, como enriquecer a las mafias. La guerra contra las drogas, declarada por Richard Nixon ante el apogeo del abuso de sustancias en los años hippies, ha cumplido medio siglo sin lograr evitar la disponibilidad de producto y llenando las cárceles de pequeños traficantes o pobres adictos.
Otras veces se impone la estrategia del avestruz: no miramos de frente al problema para que no exista. En los años de la Guerra Fría, los regímenes comunistas declaraban muy rotundos que en sus países no existía la prostitución, porque el sistema garantizaba una vida digna a todos, pero el viajero no había deshecho la maleta y ya estaba recibiendo proposiciones sexuales, de pago por supuesto. España hace el avestruz a su manera: la prostitución no es legal, pero tampoco tiene que esconderse, y las vistosas luces de neón de los burdeles iluminan de noche las carreteras.
El Tribunal Supremo acaba de reconocer que las personas que practican la prostitución —en su gran mayoría mujeres, también hay varones—”gozan del derecho fundamental a la libertad sindical y tienen derecho a sindicarse”. Permite así la formalización del sindicato Organización de Trabajadoras Sexuales (Otras), anulada por una sentencia anterior tras una polémica que costó la silla a una directora general del Ministerio de Trabajo (la entonces ministra Magdalena Valerio habló de que les habían colado “un gol por la escuadra”). El fallo del Supremo aclara que tienen ese derecho quienes ejerzan por cuenta propia, porque no se admite una relación laboral. Y no entra en el debate de fondo sobre si la prostitución es o no una actividad legal.
La cuestión es una patata caliente que divide a los políticos, no siempre en líneas partidistas. Avanza entre la izquierda y el feminismo la idea del abolicionismo, palabra que remite a la esclavitud: se parte de que la prostitución es violencia contra la mujer que debe perseguirse. Un enfoque actual, que sigue la estela de Suecia y de Francia, plantea castigar a los clientes en vez de a las mujeres, porque se las considera víctimas: una mayoría son explotadas por chulos o incluso forzadas a ejercer contra su voluntad, es decir, secuestradas. Otros países europeos, como Alemania o Países Bajos, apostaron hace décadas por la regulación. Los burdeles son legales, pagan impuestos y pueden ser inspeccionados. España se quedó en un limbo llamado alegalidad que significa tolerancia y casi nula vigilancia.
Se prepara una nueva ley, después de que varios proyectos se hayan quedado en el cajón. Se centrará en combatir la trata, lo que debe aplaudirse, pero ya estaba prohibida; el reto es que se cumpla. Los partidos lanzan mensajes confusos: hay distintas sensibilidades entre el abolicionismo que proclama Carmen Calvo y la regulación que defiende Ciudadanos (y algunas voces en Podemos, donde hay división interna). Existen dilemas sin resolver entre castigar solo a los proxenetas o también a los clientes, o sobre cómo distinguir el ejercicio voluntario del forzado.
No hay solución mágica para un drama complejo. Ni los países que han legalizado los burdeles ni los que persiguen la demanda pueden presumir de haber erradicado la explotación, ni España es ejemplo de nada. El Supremo da ahora cierta protección a las meretrices por cuenta propia (no sabemos cuántas son). Pongamos el foco en las demás, las explotadas sexualmente, sea bajo coacción o aprovechando su precariedad económica, y tampoco sabemos cuántas son. ¿Cómo se las protege mejor? ¿Empujándolas a la clandestinidad o permitiendo que formen sindicatos? Dicho de otro modo, si la sociedad quiere —debe— ayudar a estas mujeres, ¿empezamos por permitir que se escuche su voz?
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