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Columna
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La polarización de nuestras vidas

Anne Applebaum dio una fiesta cordial en el año 2000; la mitad de quienes fueron ya no se habla con la otra mitad. La tensión política y social tiene muchos padres, la pandemia el último en llegar

Anne Applebaum about Russiaas Ukraine conflict
Anne Applebaum, en su casa de Polonia, donde vive parte del año.Mateusz Skwarczek (Agencja Gazeta)
Ricardo de Querol

No culpen a la pandemia: el clima del debate social ya se había vuelto tóxico antes de que el virus nos encerrara. Lo que no iba a hacer el azote sanitario era mejorarnos, como creímos inocentemente cuando salíamos juntos a los balcones a aplaudir. La crisis no hace más que acelerar tendencias ya existentes, y entre ellas era ya evidente el deterioro de los valores democráticos compartidos, que viene de bastante atrás.

La polarización no está solo en los parlamentos o en Twitter: está en la calle, en círculos de amistades, en las reuniones familiares que vamos retomando. Creemos que no nos afecta hasta que nos metemos en una conversación en la que alguien cree que los pobres niños dejados a su suerte son el peor enemigo, que la voluntaria de la Cruz Roja que abraza a un hombre desesperado en Ceuta es una traidora o que lo que hacía falta era repeler a tiros la “invasión” (algunos en esa actitud desalmada se dicen cristianos, habrán leído otro Evangelio). Otros sueltan bilis contra las vacunas o el 5G, y ven a los villanos Gates y Soros moviendo los hilos de todo. Y hay quienes cargan contra lo que llaman feminazis, o contra homosexuales y trans. Están rodeados. Ven enemigos por todas partes.

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No es un fenómeno español. Anne Applebaum cuenta una situación muy reveladora en su último libro, El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo (Debate). La periodista estadounidense, que tiene las estanterías llenas de premios, es judía (no religiosa) y está casada con un político polaco que fue ministro de centro-derecha cuando eso era posible allí. La pareja convocó una fiesta en su casa campestre polaca en la Nochevieja para dar la bienvenida al año 2000. Acudieron personas de todas partes, incluidas figuras del periodismo y la política, a la cordial velada. “Ahora, dos décadas después, cruzaría la calle para evitar encontrarme con algunas de las personas que estuvieron en aquella fiesta”, confiesa la autora. “A su vez, ellas no solo se negarían a entrar en mi casa, sino que incluso se avergonzarían de admitir que alguna vez estuvieron allí. De hecho, alrededor de la mitad de las personas que compartieron esa noche ni siquiera hablarían con la otra mitad. Este distanciamiento es de carácter político, no personal”.

Applebaum sintió esa hostilidad en Polonia, donde emergió una derecha puritana, homófoba, xenófoba y antisemita. Hace el mismo retrato de Hungría. Pero también la nota en EE UU —escuchó voces que se preparaban para una guerra civil ya antes del asalto al Capitolio del 6 de enero— y en el Reino Unido del Brexit. Indaga en cómo surgió en España el fenómeno de Vox, y otros de ese corte en Europa. Añora el conservadurismo de siempre frente a esta derecha que se dice alternativa. También observa con recelo a la izquierda radical, pero ve más peligro al otro lado, porque es el nacionalismo populista el que sigue avanzando hacia el poder.

La tensión política, que se vuelve social, tiene muchos padres, de los que la pandemia es el último en llegar: la desigualdad y la precariedad, unas redes sociales que compiten por nuestra atención y ganan en la crispación, la fragmentación de las audiencias (cada una en su burbuja), la ansiedad ante la globalización y la digitalización. La guerra cultural, que no es nada nuevo, empieza a impregnarlo todo. Es excepcional oír a alguien decir, como hizo la exalcaldesa de Madrid Manuela Carmena en otoño pasado: “Tengo amigos de Vox que son una gente magnífica, al margen de su ideología”. Las duras respuestas que recibió revelan que demasiada gente prefiere vivir en entornos homogéneos, en los que no se da el diálogo con el diferente.

Applebaum se sorprende de que quienes se suman a ideologías extremistas no son por lo general perdedores del orden establecido ni de la globalización: no son pobres ni marginados, no viven rodeados de inmigrantes —apenas los hay en Polonia y Hungría—, pero sienten miedos difusos al cambio. Al final, el autoritarismo cuaja porque “no tolera la complejidad, es meramente antipluralista”. Guste o no, el mundo se vuelve cada vez más complejo y diverso. ¿Podrán impedirlo? Y ¿sabremos convivir en él?

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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