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IN MEMORIAM
Columna
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Floro Pérez Villar, radicalmente libre

Los números no le interesaban. El dinero le daba igual. Su lucha por los trabajadores de EL PAÍS era una cuestión de dignidad, la que le llevó a mandar bajar los pies de la mesa a un señorito mandamás

Floro Pérez, documentalista del diario EL PAÍS, en una imagen de 1997.
Floro Pérez, documentalista del diario EL PAÍS, en una imagen de 1997.Luis Magán

Cuando se incorporaba un periodista a la Redacción de EL PAÍS en los años ochenta o noventa, una de las principales singularidades que se encontraba, por encima del director y las firmas admiradas, era la de un personaje bien plantado, adornado con una larga cabellera plateada, que se paseaba por toda la casa saludando a tirios y troyanos.

El recién llegado no tardaba mucho en conocerle interviniendo en alguna de las periódicas asambleas de trabajadores a las que no pocos redactores acudían por el placer de oírle criticar con un descaro y unas ocurrencias envidiables a los jefes. “A la patronal ni agua” podría ser el eslogan de esa actitud que tanto nos divertía a los mojigatos recién llegados y que tan buenos dividendos reportó a las nóminas y contratos de los trabajadores. Afiliado a Comisiones Obreras, formó parte del Comité de Empresa en sus inicios y durante la mayor parte de su estancia en el periódico.

Floro era fundador de EL PAÍS, donde había llegado como Oficial de Primera Cabecero, es decir, responsable de componer los titulares de las noticias: un estatus en aquellos tiempos en los que la informática no había engullido estos saberes artesanales. Y a punto estuvo de jubilarse con esa misma categoría tres décadas después, de no haber mediado una confabulación de los miembros del comité de empresa que componían la comisión paritaria de ascensos. Ésta, que tenía que dar el visto bueno a los ascensos del año, amenazó con vetar a los que proponía la patronal si la empresa impedía el de Floro. Para el comité era una cuestión de honor. El ascenso suponía unos cuantos euros; “no eran pelos de gorrino”, que le gustaba decir. Sin embargo, se la traía al pairo. Es de justicia reconocer la comprensión del director adjunto José María Izquierdo, para desatascar el asunto y que Floro fuese ascendido.

Cuando las máquinas se hicieron cargo de gran parte del trabajo de los talleres (la imprenta), la empresa y el comité negociaron un modélico protocolo de renovación tecnológica que recolocó, previa formación, a todos los afectados. Nadie se quedó fuera. Floro recaló en el departamento de Documentación, probablemente el más apropiado para alguien tan ávido de saber. Fue feliz participando en el suplemento Temas de nuestra época y se hizo admirador y amigo de Rafael Sánchez Ferlosio. Tras su jubilación escribió varios libros. Los relatos de Viajero sedentario dan buena muestra de un ingenio que hasta entonces había dedicado a los escritos del comité y a sus florípicas, escritos personales que exponía en el tablón de anuncios y en los que abordaba problemas de la plantilla y del periódico.

A pesar de lo mucho que le gustaba su trabajo, encontrarle sentado en su pupitre no era lo más habitual. Había importantes razones que se lo impedían: además de cultivar las necesarias relaciones públicas, tenía que conocer a los nuevos y explicarles la importancia de conocer y respetar el convenio, sobre todo si eran jefes que venían de fuera. Sus compañeros de Documentación le cubrían, conscientes de que ese trabajo era muy productivo para el colectivo.

Criado en un hospicio, Floro llevaba la impronta del niño forjado sin la protección familiar, sabedor de encontrarse a solas contra el mundo. A su gran elocuencia y capacidad dialéctica añadía el desparpajo y la chulería cuando se veía en apuros, cual si fuesen escudos de quien se ha criado sin las espaldas cubiertas. El saber era la espada con la que poder retar al más pintado: la plataforma de su igualdad con los favorecidos por la cuna. Rehuía los convencionalismos. La ñoñería era las antípodas de sus valores. Nunca lo vi en un entierro. Por eso ha dejado mandado que, ahora que le toca a él, no haya velatorio ni entierro público.

Fue, a su manera, un maestro para quienes llegamos con el convenio hecho. Recuerdo sus reconvenciones durante las negociaciones con la empresa: “Que no vean que te gusta lo que dicen: cara de perro todo el rato, que ellos han estudiado para esto”. Se las sabía todas o casi todas y no le temblaba el pulso si tenía que echar una zancadilla. Los números no le interesaban. El dinero le daba igual. Su lucha era una cuestión de dignidad, la que le llevó a mandar bajar los pies de la mesa a un señorito mandamás: “Está usted en presencia de los representantes de los trabajadores”. Y los bajó. Floro ha sido una especie de cimarrón en medio de una sociedad esclavista. Un joven de la transición ávido de libertad y felicidad. Radical hasta la médula, lo quería todo. Y lo quería para todos.

Unos años después de su jubilación, un redactor jefe me confesó lo mal que algunos habían entendido a ciertos miembros del comité como Floro o Dopacio. “Los catalogamos de brutos sin darnos cuenta de que su intransigencia era nuestro salvavidas”. Y era verdad. Era una intransigencia que concebía el trabajo como un medio para vivir dignamente, sin apreturas: que los hijos de los trabajadores vayan a la universidad. Hoy todo indica que vamos a necesitar muchos Floros para evitar que nos convenzan de que el objetivo de nuestras vidas sea trabajar para generarle beneficios a alguien que probablemente ni siquiera conozcamos. Floro hizo su parte. Se merece que le demos las gracias.

Manuel González fue presidente del Comité de Empresa de EL PAÍS desde 2010 hasta 2019.

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