La doble vida de Ricardo Estarriol
El corresponsal en Viena llevaba la libreta de periodista en una mano y las biblias para colar en China en la otra
Hay periodistas que te ponen zancadillas y hay periodistas inmensos que, además de grandes profesionales, ayudan al más despistado. Cuando llegué a Bucarest para cubrir el que sería el último congreso del Partido Comunista de Rumania, en noviembre de 1989, tenía 24 años y lo hacía porque quien era entonces corresponsal para el este de Europa en EL PAÍS, Hermann Tertsch, estaba vetado por el régimen. A diferencia de él, la becaria de Internacional podía conseguir visado, y es lo que hice para plantarme, ingenua y despistada, pero cargada de suerte y ganas, en el Congreso de las Grandes Victorias del Socialismo, en el que los disciplinados delegados pasaron seis horas aplaudiendo rítmicamente el discurso de su conducator, Nicolae Ceaucescu.
En esa larguísima perorata, seguramente la última antes de caer de forma sangrienta un mes después, el dictador rumano condenó los movimientos de apertura que estaban ya hirviendo en la Unión Soviética o en la RDA y que iban a culminar con la implosión del bloque comunista.
Estaba perdida entre los folios con los que intentábamos seguir el discurso en nuestros idiomas cuando un increíble corresponsal, Ricardo Estarriol, me señaló un par de frases clave: “Fíjate en eso. Es lo importante”. Fue así como La Vanguardia —su periódico— y EL PAÍS —el mío entonces y hoy— fueron los únicos en informar al día siguiente de la noticia escondida en ese discurso que glosaba el lozano socialismo: por primera vez en las relaciones con la URSS y en vista de una perestroika a la que se resistía, Ceaucescu reivindicaba la antigua Besarabia rumana, que desde 1940 formaba parte de la URSS como República Soviética de Moldavia y que hoy es un país independiente. “Hay que iniciar negociaciones entre los Estados interesados para liquidar por completo las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Es necesario condenar y anular todos los acuerdos concluidos con la Alemania de Hitler”, dijo el dictador, en una de esas cosas que interesan a unos pocos, pero que nos interesan mucho porque cambian las fronteras. Europa ha dado demasiadas muestras de ello después.
Entre el cielo y el infierno de los periodistas sagaces, ese día me salvé, pero fue gracias a Ricardo Estarriol, cuyo soplo en voz baja solo delata la calidad de ese periodista siempre trajeado, afable, culto, alegre, gran compañero, generoso, solitario en sus renuncias debido a su pertenencia al Opus Dei, con el que pude trajinar esos años de acá para allá entre Bucarest, la Viena en la que vivía, Yugoslavia y tantas ciudades en las que en esos meses se iban derrumbando regímenes a nuestro paso. Los dos no podíamos ser más diferentes y, sin embargo, nos unió una apasionada y pertinaz búsqueda de la verdad, que es finalmente de lo que trata el periodismo.
Estarriol, fallecido el 15 de mayo en Viena a los 84 años, viajó siempre con el cuaderno de periodista en una mano para cubrir la historia y con las biblias que introducía clandestinamente en China o en el este de Europa en la otra, como adalid que era del mensaje cristiano. Reía muchísimo. Acompañaba. Era rápido y divertido. Y era siempre veraz. Estas palabras quieren ser un homenaje, una mirada de quien no compartió con él la religión, pero sí otra devoción mayúscula: por un periodismo que nos llevó a presenciar la historia juntos, en primera fila. Estarriol es de los que han hecho del oficio y del mundo un lugar mejor.
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