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Crónica de la primera semana: “El virus ya está aquí”

En aquellos primeros días con el virus se vaciaban los supermercados, se perdían los trabajos en unas horas y se elegía quién vivía y quién no en las UCI

La plaza de Canalejas en el centro de Madrid, totalmente vacía por el confinamiento, el 23 de marzo de 2020.
La plaza de Canalejas en el centro de Madrid, totalmente vacía por el confinamiento, el 23 de marzo de 2020.Samuel Sanchez
Íñigo Domínguez

En el centro de salud de Móstoles donde trabaja Raquel Collados ya usaban mascarillas en febrero de 2020. “Tácitamente, nos invitaron desde gerencia a no utilizarlas para no asustar a la población”, recuerda. Ese era el clima. No se le olvida el 6 de marzo: entró una enfermera de la UCI del hospital del municipio. “Cerró la puerta y llorando a todo llorar me dijo: ‘Nos va a matar”. Se había contagiado. Ella pensó: “Ya está aquí”. Hasta entonces el coronavirus era una cosa lejana de China, que luego se acercó a Italia, pero seguía siendo distante. “No teníamos información de arriba, pero ya sabíamos que había que cerrar Madrid. Teníamos un protocolo surrealista. A los pacientes con síntomas respiratorios les preguntabas si venían de Wuhan, Italia o Torrejón, o habían estado en contacto con alguien de allí. Si decían que sí, te vestías con la EPI [equipo de protección] y todo. Pero tú veías gente con los mismos síntomas que no había salido de su barrio”. Luego se cambiaron los parámetros y cientos de casos salieron a la luz.

Aquella semana cambió de golpe la vida de todos. En un barrio del centro de Madrid, en la panadería de José trabajaba una empleada china que en la segunda semana de febrero anunció que no iría más. “Contaba que allí si había un caso fumigaban el edificio entero”, relata él, recordando que entonces pensaban que la empleada exageraba. No se podía creer que dejara el trabajo, pero luego ha recordado mucho una frase que le dijo al despedirse: “Esto no es una gripe, es algo más”. Con el estado de alarma se plantearon si abrir o no. Tenían miedo, su padre, de 96 años, vivía con ellos. Uno de esos días José fue al supermercado de al lado a comprar unas fresas para una tarta y se quedó de piedra: “Había un ambiente horrible, extraño, de competitividad, de todos contra todos, estanterías medio vacías y carreras por coger las cosas”. Entonces decidió: “No podemos dejar al barrio colgado”. A través de un conocido consiguió cuatro mascarillas que tenía de su trabajo y se las pusieron. Ni recuerda cuánto estuvieron con ellas. En aquellos días ni siquiera estaba claro si las mascarillas –por entonces escasísimas– eran buenas o no, ni cómo había que utilizarlas.

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En el mismo barrio, en la farmacia donde trabaja Carmen, la gente se llevaba las medicinas de cuatro en cuatro. “No se sabía si en algún momento cerrarían también las farmacias, había mucho miedo”. Se acabaron las existencias de mascarillas, de gel hidroalcóholico, de guantes, de termómetros. Por la calle desierta a veces pasaba el Ejército o la policía. “Decían que había muchos atracos”, añade la farmacéutica. Al cerrar todo, los ladrones no tenían dónde robar, iban todos a lo que estaba abierto. Carmen recuerda a todo el mundo muy asustado, sin saber qué hacer. Una de las consignas era no ir a un hospital porque estaban saturados y te podías contagiar. Y si estabas muy mal, la recomendación era llamar a un teléfono que no cogía nadie. No se hacían test. Solo algún famoso tuiteaba de vez en cuando diciendo que se lo había hecho y que estaba bien.

El día previo al cierre de comercios, en una tienda del barrio estaban muy enfadados: “Si no empieza a morir gente van a tener que dar muchas explicaciones de por qué nos obligan a cerrar, esto es el fin”, exclamó un tendero. Ahora no recuerda haberlo dicho, pero los vecinos se lo escucharon. No hay que tenérselo en cuenta. A todo el mundo le parecía increíble que la ciudad se parara: cómo se iba a vivir. De qué. En Carballo, una histórica zapatería del centro de Madrid, el dueño dijo a sus dependientes, Pedro, de 52 años, y Emilio, de 61, que se fueran a casa. Pusieron un papel en el escaparate, a fin de que el sol no estropeara la mercancía, ya que no sabían cuándo podrían volver. Regresaron en otra estación y hubo que cambiar el escaparate de golpe de invierno a primavera. Al irse, Pedro improvisó un cartel: “Mucho ánimo, madrileños de Madrid, madrileños que por circunstancias habéis venido de otros sitios y madrileños que venís a nuestra ciudad de visita”. Y en mayúsculas añadió: “DE ESTA VAMOS A SALIR”.

“Nosotros éramos esenciales”, recuerda Antonio, 43 años, barrendero municipal. Fue uno de esos trabajadores, llamados esenciales, que siguieron con su cometido. “La ciudad vacía impresionaba mucho. Yo siempre estoy acostumbrado a ver gente, porque soy del turno de tarde. Era muy duro. Lo más emocionante sucedía a las ocho: la gente te aplaudía cuando pasabas con el carrito”. Iba y venía de su casa, en Torrejón, en transporte público, entre gente temerosa y silenciosa, todos los que siguieron trabajando.

En muchos negocios se encuentran hoy personas que no estaban entonces, porque hacían otra cosa, a todos les cambió la vida. Sergio Palazuelos, 42 años, rememora en el mostrador de una farmacia: “Yo vivía en Indonesia, en la isla de Flores. Tenía una empresa de buceo y cerraron el país, se paró el turismo. Me volví a España, y como soy farmacéutico, busqué trabajo”. Allí enseguida pedían una PCR para volar, en la compañía, en el aeropuerto. Al regresar a España a él no le pidieron nada. “Me chocó que allí estuvieran mucho mejor organizados que en Europa”.

Alejandro, de 26 años, cuenta: “Yo trabajaba en un centro de día de mayores en Coslada. Pensaba que volvería la semana siguiente, pero no volví nunca”. Ahora trabaja en un gimnasio. Y añade: “También estaba a punto de empezar mis prácticas para finalizar mis estudios, un grado superior de deporte. Fui al centro de formación, conocí a los compañeros, pero fue un jueves o un viernes y ya nunca volví. De golpe me quedé sin trabajo, sin estudios y en casa. Esa primera semana fue un shock de realidad: la vida ya no iba a ser lo mismo”. Alejandro recuerda el momento de las ocho de la tarde: “Era impactante ver como una calle entera salía a la terraza, un momento de sentir que estábamos todos unidos, eso no lo había visto yo nunca. Veías a la vecina del cuarto de enfrente y que tenías algo en común. Se te movía algo por dentro, era algo raro, y bonito a la vez”.

Los aplausos eran para los médicos. Una médica que trabajaba en Madrid salió de la UCI a las cinco de la mañana a tomar el aire tras 21 horas seguidas en pie, con el traje de protección. Se apoyó en la pared y se deslizó hasta el suelo, agotada de decidir quién podía tener respirador y quién no. “¿Estás bien?”, le preguntó una voz. Era el jefe de anestesia. Quería comentarle una cosa, se le notaba azorado:

– ¿En qué edad está hoy el triaje?

– Hoy estamos en 60 años, más o menos. No hay respiradores para todos, intentamos sacar adelante a los que tengan más posibilidades, ya sabes.

Él se quedó pensando, con la cabeza baja: “Creo que lo he pillado. Bueno, sé que lo he pillado. Y quería, ya sabes…”. Tenía 62 años. En ese momento sonó el busca, se giró para irse y la miró con una sonrisa. “Tranquilo Ángel”, dijo ella. “Vete a casa y descansa. Si llegamos a eso, seguro que tendremos un respirador para ti. Te necesitamos para parar esto. No ha hecho más que empezar”.

No había hecho más que empezar. Los dos volvieron a la UCI. Ella trabajó 56 días seguidos. Salvaron a mucha gente. Los dos hoy están vivos.

Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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