El año nuevo chino en una ciudad en cuarentena: “Hay que comprar cosas, ¡Wuhan está cerrada!”
Los habitantes hacen acopio de víveres durante la segunda jornada de aislamiento que coincide con la festividad
La jornada empieza con el mismo ritual: en la puerta del hotel, un termómetro en la frente de todo el que pasa. La recepcionista tranquiliza a un huésped: “Tenemos suministros de sobra, recibimos muchos productos antes del bloqueo, no se preocupe”. Segundo día de cuarentena en Wuhan, una población de la que no se puede salir, ni entrar, por ser el origen del coronavirus 2019-nCoV. Los últimos datos oficiales ofrecidos por las autoridades chinas este sábado sitúan los casos en 41 muertos y más de 1.100 infectados en China, y otros 20 en nueve países. En el epicentro del brote, los habitantes de la ciudad hacen acopio de víveres antes de festejar, esta noche, el año nuevo lunar.
A lo largo de un paseo de cinco kilómetros solo aparecen cuatro viandantes. Además de ellos, las únicas señales de vida provienen del interior de una tienda de mascotas, donde tres gatos duermen hechos un ovillo. La puerta del local está cerrada a cal y canto con un voluminoso candado. En el centro de la ciudad parece haber más vida. Los barrenderos han cambiado las escobas por fumigadores, con los que rocían el suelo y las fachadas de los edificios. Un hombre carga con dos abultadas bolsas, en las que lleva todo tipo de alimentos. “Hay que comprar cosas, ¡Wuhan está cerrada!”, exclama manteniendo una distancia de tres metros con su interlocutor antes de continuar.
El cerco provoca que mucha gente ponga rumbo a supermercados y centros comerciales, en busca de productos con los que aprovisionar sus despensas ante un cierre que todavía no tiene fecha de caducidad. Imágenes compartidas en redes sociales muestran peleas en la sección de frutería, cajas vacías en los congelados. En los estantes de la pequeña tienda de alimentación que regenta Shenglong, no obstante, no falta de nada. En su caso, la concurrencia ya ha pasado. “Hoy solo han venido diez clientes, pero ayer y anteayer la gente no paraba de entrar”, apunta, “se llevaban, sobre todo, bidones de agua, cuanto más grandes, mejor”.
Shenglong se confiesa intranquilo por la evolución del virus, en particular porque dos de los hospitales en los que los infectados reciben tratamiento, el Tongji y el Wuhan Union, están solo a unas pocas manzanas. No le preocupa en absoluto la falta de abastecimiento: “Todas las tiendas tienen almacenes enormes, hay comida de sobra para todo el mundo. Además, en Wuhan nos ayudamos los unos a los otros. Aquí nadie va a pasar hambre, eso seguro”. En el caso de que la situación se alargue, “el Ejército Popular de Liberación [las Fuerzas Armadas chinas] vendrá a traer víveres si es necesario”. No le cabe ninguna duda. “En cualquier caso, yo soy el menos preocupado de todos”, reitera riendo, “¡tengo toda esta tienda para mí!”.
Solo un producto escasea, quizá el más importante. Dos calles más abajo, un grupo de gente hace cola frente a una farmacia con la persiana bajada. Todos quieren lo mismo: mascarillas. Este objeto se ha convertido en la primera línea de defensa de los habitantes de Wuhan contra el coronavirus y desde ayer su uso es obligatorio en espacios públicos. Cada persona en la calle lleva la suya, solo algún mendigo se atreve a tentar a la suerte.
A primera hora de la tarde, los pocos comercios que quedan abiertos echan el cierre. Al brote infeccioso se suma el calendario: hoy es chuxi, víspera del año nuevo lunar, lo más parecido a la Nochevieja en la tradición china. La costumbre dicta que esta es una fiesta familiar. En condiciones normales, durante la semana de vacaciones que arranca se producirían más de 3.000 millones de desplazamientos. Es la mayor migración humana del mundo. Muchos aprovechan estos días para regresar a casa y pasar tiempo con los suyos. Gran parte son emigrantes que han dejado a sus familias atrás, a menudo también a sus hijos, en busca de oportunidades laborales en las grandes ciudades. Esta semana es el único reencuentro del año. La aparición del coronavirus en estas fechas supone un doble motivo de tristeza.
Eso le sucede a Wu Han, quien comparte nombre con su ciudad de origen. Esta mujer de 31 años reside en Pekín, donde trabaja como profesora de instituto. “El pasado 20 de enero, cuando el número de infectados empezó a aumentar, decidí quedarme y no volver a casa”, señala por teléfono desde la capital. Por suerte para ella, sus padres también están en Pekín; habían ido a pasar unas semanas para echarle una mano tras el nacimiento de su primer hijo. “Aún así, muchos familiares se han quedado atrapados. Por seguridad, han decidido celebrar el año nuevo por separado”. Aunque era pequeña, Wu Han tiene grabado en la memoria el recuerdo del SARS, que también surgió en China en 2002 y provocó más de 700 muertos en todo el mundo tras convertirse en una pandemia global. “En la escuela nos medían la temperatura constantemente y las aulas se esterilizaban todos los días”, rememora. “Espero que no vuelva a suceder nada parecido”.
En casa de Hu Shan, al contrario, las fiestas se vivirán con normalidad. Ella, que también vive en Pekín, adelantó las fechas de su visita para pasar más tiempo con sus padres y ahora no sabe cuándo podrá volver. “He pasado los últimos cuatro días en casa, pero cuando salí por primera vez y vi las calles desiertas fui consciente de la gravedad de la situación”, explica la joven de 25 años. Sus padres no han sido presa del pánico. “Mi madre intentó a ir a comprar suministros hace un par de días, pero cuando llegó al supermercado y vio el tamaño de la cola simplemente se dio la vuelta”. Tampoco discuten mucho sobre el brote entre ellos, se limitan a “compartir artículos con consejos de actuación en el chat familiar”. Hoy cenarán como cualquier otro año nuevo chino, los tres juntos, y luego se sentarán en el sofá a ver la gala de la televisión nacional. Cuando se despierten, habrá comenzado el año de la Rata de Metal. Y Wuhan seguirá siendo una ciudad cerrada.
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